Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Hacia el final del postre -la comida, si no soberbia, había sido correcta-, vi a Hoffman atravesando el comedor tratando de no tropezar con los ajetreados camareros, y caí en la cuenta de que venía hacia mi mesa. Al llegar se inclinó hacia mí y me dijo al oído:

– El señor Brodsky, al parecer, desea decir unas palabras, pero francamente…, ejem, hemos tratado de persuadirle de que no lo haga. Pensamos que no debería someterse a una tensión adicional esta noche. Así pues, señor Ryder, ¿sería usted tan amable de aguardar atentamente a mi señal y de levantarse en cuanto vea que se la dirijo? Luego, nada más terminar usted, la condesa procederá a dar fin a la parte formal de la velada. Sí, créame, será mejor que el señor Brodsky no se vea sometido a otra tensión esta noche. Pobre hombre, ejem… ¡Vaya lista de invitados! -Sacudió la cabeza y suspiró-. Gracias a Dios que está usted aquí, señor Ryder.

Antes de que pudiera responderle nada, Hoffman desandaba el camino esquivando a los camareros y se sentaba apresuradamente a su mesa.

Empleé los minutos siguientes en estudiar el ambiente y sopesar los dos comienzos que había preparado para mi discurso. Seguía aún dudando entre ambos cuando el ruido del comedor cesó de súbito. Entonces me percaté de que se había puesto en pie un hombre de rostro severo que ocupaba el asiento contiguo a la condesa.

Era un hombre de avanzada edad y pelo plateado. Irradiaba autoridad, y los invitados, al ver que se levantaba de la silla, callaron casi de inmediato. Durante los instantes que siguieron, el hombre de rostro severo se limitó a mirar a la concurrencia con aire de reprensión. Y luego habló con voz a un tiempo resonante y contenida:

– Señor: cuando un compañero tan amable y noble fallece, hay poco, muy poco, que los demás puedan decir que no suene a vacía y superficial palabrería. Sin embargo, no podemos dejar pasar esta velada sin un puñado de palabras formales, en nombre de todos los aquí presentes, que le transmitan a usted, señor Brodsky, la honda solidaridad que nos suscita su desgracia. -Hizo una pausa para dar paso al murmullo de asentimiento que corrió por el comedor, y continuó-: Su Bruno, señor, no sólo era amado por aquellos de nosotros que solíamos verlo corretear por la ciudad ocupándose de sus cosas. Llegó a alcanzar un estatus raramente alcanzado por los humanos, y aún más raramente por nuestros cuadrúpedos. Llegó a ser, en pocas palabras, un emblema. Sí, señor, llegó a ser un ejemplo vivo de ciertas virtudes cruciales. La lealtad acérrima. La intrépida pasión por la vida. La negativa a ser mirado con superioridad. El ardiente impulso de hacer las cosas al modo propio, Por mucho que éste pueda parecer extravagante a ojos de observadores de más envergadura. Las virtudes, en suma, desplegadas a lo largo de los años en la construcción de esta única y orgullosa comunidad nuestra. Virtudes, señor, que si se me permite… -su voz bajó de tono para subrayar la importancia de lo que seguía-, esperamos ver florecer de nuevo en todos los ámbitos de la vida.

Volvió a hacer una pausa, y estudió de nuevo a los comensales. Siguió unos segundos más con su gélida mirada fija en la concurrencia, y al cabo dijo:

– Ahora, todos juntos, guardemos un minuto de silencio en memoria del amigo que se ha ido.

Bajó la mirada, y la gente inclinó la cabeza, y volvió a reinar en el comedor un silencio perfecto. Levanté la cabeza y advertí que algunos de los dirigentes cívicos que acompañaban a Brodsky en la mesa habían adoptado posturas de aflicción exageradas y grotescas. Uno de ellos, por ejemplo, se apretaba la frente entre ambas manos. Por su parte, Brodsky -que había permanecido inmóvil durante todo el discurso, sin mirar ni al orador ni a la audiencia- seguía estático en su silla, y de nuevo aprecié una inclinación extraña en su postura. Cabía incluso la posibilidad de que se hubiera dormido en su sitio, y que el cometido del brazo de Hoffman detrás de su espalda fuera precisamente el de dotarle de un soporte físico.

Finalizado el minuto de silencio, el hombre de rostro severo se sentó sin añadir nada más a su discurso, lo que creó una embarazosa discontinuidad en las formalidades protocolarias. Hubo entonces quienes reanudaron cautelosamente la charla, pero al poco se detectó movimiento en otra mesa y vi que un hombre grande, de tez enrojecida e incipiente calvicie, se había levantado de su silla.

– Damas y caballeros -dijo con voz poderosa. Acto seguido, volviéndose hacia Brodsky, hizo una inclinación de cabeza y añadió en un susurro-: Señor… -Se miró las manos por espacio de un instante, y luego alzó los ojos y paseó la mirada por la audiencia-. Como muchos de ustedes saben, fui yo quien esta tarde encontré el cuerpo de nuestro amado amigo. Espero que me concedan, pues, unos minutos para decir unas palabras acerca de lo que…, de lo sucedido. Porque el caso, señor -dijo mirando de nuevo a Brodsky-, es que debo pedirle perdón. Permítame que me explique. -El hombre grande hizo una pausa y tragó saliva-: Esta tarde, como de costumbre, estaba haciendo mis repartos y casi había terminado, me faltaban dos o tres pedidos por entregar, y tomé un atajo por el callejón que hay entre las vías del tren y la Schildstrasse. Normalmente no utilizo ese atajo, y menos después del anochecer, pero hoy era más temprano que otros días y, como todos ustedes saben, el atardecer ha sido muy agradable. Así que he tomado el atajo. Y allí, justo a medio camino del callejón, lo he visto. A nuestro querido amigo. Se había situado en un punto discreto, prácticamente oculto entre el poste de alumbrado y la valla de madera. Me he arrodillado junto a él para asegurarme de que efectivamente había fallecido. Y al hacerlo han pasado por mi mente multitud de pensamientos. He pensado, cómo no, en usted, señor. En el gran amigo que había sido Bruno para usted, y en la trágica pérdida que iba a suponerle. He pensado también en lo mucho que la ciudad, en general, echaría de menos a Bruno, y en cómo habría de acompañarle en sus horas de aflicción. Y déjeme decirlo, señor: he sentido, pese al dolor del momento, que el destino me había deparado un privilegio. Sí, señor, un privilegio. Había recaído en mí la tarea de llevar el cuerpo de nuestro amigo hasta la clínica veterinaria. Y entonces, señor…, para lo que ha sucedido después… no tengo excusa. Hace unos instantes, mientras hablaba el señor Von Winterstein, he estado aquí sentado atormentado por la duda. ¿Debía levantarme para contarlo? Al final, como ve, he decidido que sí, que debía hacerlo. Mejor que el señor Brodsky lo oyera de mis propios labios que como una hablilla mañana por la mañana. Señor, me siento amargamente avergonzado por lo que ha sucedido después. Lo único que puedo decir es que no era mi intención, que jamás se me habría ocurrido… Ahora sólo puedo rogarle que me perdone. El asunto ha seguido rondando mi cabeza una vez tras otra en las últimas horas, y ahora veo lo que debería haber hecho. Debería haber dejado en el suelo los paquetes. Sólo llevaba dos, eran mis últimos repartos. Los debería haber dejado allí: habrían quedado perfectamente a salvo allí en el suelo, pegados contra la cerca. Y si, a pesar de todo, alguien los hubiera cogido, ¿qué? Pero por alguna necia razón que no logro comprender, por un estúpido instinto profesional acaso, no lo he hecho. No lo he pensado. Quiero decir que cuando levanté el cuerpo de Bruno seguía aferrado a mis paquetes. No sé qué es lo que pretendía. Pero el caso es…, lo oiría de todos modos mañana, así que quiero contárselo yo ahora…, el caso es que su amado Bruno debía de llevar ya allí algún tiempo, Porque su cuerpo, magnífico pese a hallarse ya sin vida, estaba frío y, bueno, se había puesto rígido. Sí, señor, rígido. Le pido perdón, porque lo que tengo que contar ahora puede que vuelva a causar dolor a su corazón, pero… déjeme continuar. Para poder llevar los paquetes (cómo lo lamento, lo he lamentado ya un centenar de veces desde entonces), para poder seguir llevando los paquetes me he cargado a Bruno sobre los hombros, sin tener en cuenta la rigidez de su cadáver. No ha sido hasta después de unos minutos cuando, ya casi al final del callejón, he oído el grito de un niño y me he detenido. Entonces, como es lógico, he caído en la cuenta de la enormidad de mi error. Señoras y señores, señor Brodsky, ¿habré de explicárselo con detalle a todos ustedes? Sí, veo que sí. El hecho es el siguiente: a causa de la rigidez del cuerpo de nuestro amigo, a causa de la necia forma en que había decidido transportarlo, aupado sobre mis hombros, es decir, en posición prácticamente vertical…, bueno, el caso, señor, es que toda la parte superior de su cuerpo ha debido de resultar visible por encima de la valla desde cualquiera de las casas de la Schildstrasse. De hecho, una crueldad sobre otra, se trataba de esa hora de la tarde en que la mayoría de las familias se reúnen en el cuarto de atrás para cenar. Estarían mirando el jardín mientras comían y de pronto verían a nuestro noble amigo deslizándose por encima de la valla, con las patas frente a él, alzadas hacia lo alto… ¡Ah, qué indignidad…! ¡Casa tras casa! La escena no ha dejado de atormentarme ni un instante, señor. Puedo verla ante mis ojos: Bruno pasando… ¡Qué imagen habrá dado! Perdóneme, señor, perdóneme. No podía permanecer sentado ni un segundo más sin descargar de mí este peso…, sin dar testimonio de mi torpeza. ¡Qué infortunio que este triste privilegio haya recaído en un patán como yo! Señor Brodsky, por favor, le ruego acepte estas por completo inadecuadas disculpas por la humillación de que hice objeto a su noble compañero, siendo como era tan reciente su partida… Y a las buenas gentes de la Schildstrasse (algunas de ellas quizá se encuentren aquí ahora), que sin duda, y como todo el mundo, querían tiernamente a Bruno… ¡Dios, haberle visto por última vez de tal guisa…! Les ruego, le ruego a usted, ruego a todos los presentes que me perdonen…

El hombre grande se sentó moviendo la cabeza con gesto compungido. Una mujer que estaba sentada a su lado se puso en pie llevándose a los ojos un pañuelo.

– No hay duda, ciertamente -dijo-, de que era el mejor perro de su generación. No cabe duda alguna acerca de ello.

Un murmullo de aprobación corrió por el comedor. Los dirigentes cívicos que rodeaban a Brodsky asentían rotundamente con la cabeza, pero Brodsky seguía sin alzar siquiera la suya. Aguardamos a que la mujer que se había levantado dijera algo más, pero aunque continuaba levantada no añadió ni una palabra y se limitó a seguir sollozando y a darse en los ojos toquecitos de pañuelo. Al poco, un hombre con esmoquin de terciopelo que había a su lado se levantó y la ayudó con gentileza a sentarse. Él, sin embargo, permaneció de pie e hizo pasear su mirada acusadora de un lado a otro del recinto. Y dijo:

35
{"b":"92992","o":1}