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– Pero al menos el señor Brodsky está a punto de llegar…

– Oh, sí, sí. Debo decirle, señor Ryder, que siento un gran alivio al tenerle con nosotros esta noche. Justo en el momento en que le necesitamos. Si consideramos las cosas globalmente, no veo razón para que deba cambiar demasiado su discurso a causa de…, hmm, las presentes circunstancias. Quizá una alusión o dos a la tragedia no estarían fuera de lugar, pero nos ocuparemos de que alguien diga expresamente unas palabras sobre el perro, de modo que usted no tiene por qué desviarse mucho de lo que tiene preparado. Lo único…, ejem, bueno, que su discurso no debería ser demasiado largo. Pero, claro está, usted es la última persona a quien… -Una pequeña carcajada dejó en suspenso la frase. Hoffman volvió a echar una mirada a su alrededor-. Tener que ver aquí a cierta gente… -repitió-. Errónea la lista, sí, señor… Se lo advertí a quienes la han confeccionado.

Hoffman se puso a examinar la sala con la mirada, y yo aproveché la ocasión para pensar en el discurso que el director del hotel había mencionado instantes antes. Y al cabo dije:

– Señor Hoffman, en vista de las circunstancias, no veo con claridad el momento exacto en que habré de levantarme y…

– Ah, entiendo, entiendo… Qué sensibilidad la suya. Como bien dice, si se limita a levantarse en el momento en apariencia más apropiado, no sabemos cómo podría resultar… Sí, sí, qué perspicaz es usted. Yo estaré sentado al lado del señor Brodsky, así que quizá no le importe dejar en mis manos la elección del mejor momento. Seguro que es tan amable de aguardar a que yo le haga una seña. Santo Dios, señor Ryder, resulta tan tranquilizador tener a alguien como usted en momentos como éste…

– Me complace mucho poder servirles de ayuda.

Un ruido procedente del otro extremo de la sala hizo que Hoffman se volviera bruscamente. Estiró el cuello para ver lo que pasaba, aunque era obvio que no podía ser nada importante. Tosí discretamente para recuperar su atención.

– Señor Hoffman, hay otro pequeño asunto que me gustaría exponerle. Me estaba preguntando… -Señalé mi bata con un gesto-. Tal vez sería conveniente que me pusiera algo más… formal. Me pregunto si sería posible que alguien me prestara algo de ropa. Nada especial.

Hoffman miró sin mucha atención mi atuendo, y volvió a mirar hacia otro lado casi de inmediato, mientras decía distraídamente:

– Oh, no se preocupe, señor Ryder. Aquí no somos nada «estirados» al respecto.

Volvió a estirar el cuello para alcanzar con la vista el otro extremo de la sala. Estaba claro que no se hacía cargo en absoluto de mi problema, y estaba a punto de volver a planteárselo cuando ambos percibimos un revuelo cerca de la entrada de la sala. Hoffman dio un respingo, y luego se volvió hacia mí con una exagerada e irritante sonrisa en el semblante.

– ¡Ya está aquí! -susurró, mientras me daba un golpecito en el hombro y se alejaba apresuradamente.

Se hizo el silencio en la sala, y por espacio de unos segundos todos miraron hacia la puerta. También yo traté de ver lo que pasaba, pero mi vista se topaba con multitud de obstáculos y no conseguí vislumbrar nada. De pronto, como si acabaran de recordar la decisión tomada, los corros que había a mi alrededor reanudaron sus conversaciones en tono de contento controlado.

Me abrí paso entre los invitados y en un momento dado vi a Brodsky cruzando la sala asistido por varias personas. La condesa le servía de apoyo a uno de los brazos, Hoffman al otro, y cuatro o cinco personas se movían agitadamente en torno a ellos. Brodsky, desentendido abiertamente de la presencia de sus acompañantes, miraba sombríamente el ornado techo de la sala. Era más alto, de cuerpo más erguido de lo que yo había imaginado, aunque en aquel momento avanzaba con tal rigidez, y con una inclinación tan extraña, que desde cierta distancia daba la impresión de que sus acompañantes lo estuvieran llevando sobre patines. Iba sin afeitar, pero no de forma escandalosa, y tenía el esmoquin un tanto torcido, como si en lugar de vestirse él lo hubiera vestido otra persona. Sus facciones, sin embargo, aunque arrugadas y ajadas por la edad, conservaban algún vestigio de los lejanos años gallardos.

Durante un instante pensé que lo conducían hacia mí, pero caí en la cuenta de que se dirigían hacia el comedor, situado en la habitación contigua. Un camarero, de pie en el umbral, recibió e hizo pasar a Brodsky y sus acompañantes, y mientras el grupo desaparecía en el interior del comedor se hizo otro silencio en nuestra sala. Poco después, los invitados retomaron la charla, pero yo pude percibir una tensión nueva en el ambiente.

Entonces me percaté de que, adosada a una pared, aislada, había una silla alta y recta, y se me ocurrió que si me situaba en una posición de privilegio me resultaría más fácil calibrar el estado de ánimo de la concurrencia y decidir el adecuado tenor de mi disertación en la cena. Así que fui hasta ella, tomé asiento y permanecí allí durante un rato observando la sala.

Los invitados seguían charlando y riendo, pero no había duda de que la tensión soterrada iba en aumento. En vista de ello, y del hecho de que se había encomendado a alguien la tarea expresa de decir unas palabras sobre el perro, parecía sensato que mi discurso fuera, dentro de lo razonable, lo más alegre posible. Y finalmente decidí que lo mejor quizá sería relatar algunas divertidas anécdotas acontecidas entre bastidores y relativas a una serie de contratiempos que me habían mortificado en mi última gira por Italia. Las había contado en público varias veces, las suficientes para tener la certeza de que servirían para aliviar las tensiones y de que, en las presentes circunstancias, serían convenientemente celebradas.

Me hallaba barajando para mi coleto unas cuantas frases inaugurales cuando reparé en que la concurrencia había mermado considerablemente. Sólo entonces caí en la cuenta de que los invitados iban pasando lentamente al comedor, y me levanté de la silla.

Cuando me uní al desfile de invitados para pasar al comedor, me sonrieron unas cuantas personas, pero nadie me dirigió la palabra. No me importó gran cosa, porque seguía tratando de dar forma en mi mente a un comienzo de discurso con verdadera «garra». Cuando me acercaba ya a las puertas del comedor, me sorprendí indeciso entre dos opciones. La primera era la siguiente: «Mi nombre, a lo largo de los años, ha venido asociándose a ciertas cualidades. Un meticuloso cuidado por el detalle. Precisión en la interpretación. Un férreo control de la dinámica.» Tal comienzo simuladamente pomposo sería rápidamente contrarrestado por las hilarantes revelaciones de lo que realmente ocurrió en Roma. La alternativa a este comienzo era adoptar un tono más abiertamente divertido desde el principio: «Barras de cortinas que se caen. Roedores envenenados. Partituras mal impresas. Pocos de ustedes, espero, asociarían mi nombre a tales fenómenos.» Ambos comienzos tenían sus pros y sus contras, y finalmente decidí no tomar la decisión definitiva hasta no disponer de un mejor conocimiento del ánimo de los comensales en la cena.

Entré en el comedor; la gente charlaba con excitación a mi alrededor. Me chocó de inmediato la amplitud del recinto. Pese a ocuparlo ya más de un centenar de personas, entendí por qué habían iluminado tan sólo uno de los extremos. Habían preparado numerosas mesas redondas con manteles blancos y cubertería de plata, pero parecía haber otras tantas, desnudas y sin sillas y dispuestas en hileras, en la oscuridad del fondo. Se habían sentado ya muchos invitados, y el cuadro de conjunto -el fulgor de las joyas de las damas, la flamante blancura de las chaquetas de los camareros, los faldones de los chaqués, la oscuridad del fondo…- era señorial y solemne. Observaba yo la escena desde el umbral de la puerta, mientras trataba de estirarme un poco la bata, cuando apareció a mi lado la condesa. Empezó a guiar mi paso tomándome del brazo, de modo similar a como acababa de hacer con Brodsky, y dijo:

– Señor Ryder, le hemos asignado esa mesa de ahí para que no se haga notar demasiado. ¡No queremos que la gente le vea mucho y se pierda la sorpresa! Pero no se preocupe: en cuanto anunciemos su presencia y se levante, resultará perfectamente visible y audible para todo el mundo.

Aunque la mesa que me habían asignado se hallaba en un rincón, no entendía por qué resultaba particularmente más discreta que las otras. Me invitó a que tomara asiento, y acto seguido, diciendo algo entre risas -el bullicio del comedor me impidió oírlo-, se alejó apresuradamente.

Vi que compartía mesa con otras cuatro personas -una pareja de mediana edad y otra más joven-, que me sonrieron rutinariamente antes de retomar su charla previa. El marido de la pareja de más edad estaba explicando por qué su hijo deseaba seguir viviendo en Estados Unidos. Luego la conversación pasó a ocuparse de los demás hijos de la pareja. De cuando en cuando alguno de mis cuatro compañeros de mesa se acordaba de dar fe de mi existencia de forma siquiera nominal y me miraba, o, si se había dicho algún chiste, me sonreía. Pero ninguno de ellos se dirigió a mí directamente en ningún momento, y al final desistí y dejé de seguir el hilo de la charla.

Pero entonces, mientras los camareros servían la sopa, reparé en que su conversación se hacía más y más dispersa y distraída. Al cabo, en algún momento antes de terminar el plato principal, mis compañeros parecieron dejar a un lado todo pretexto y empezaron a hablar sin rodeos del asunto que les preocupaba realmente. Lanzando ocasionales miradas hacia donde se sentaba Brodsky, aventuraban en voz baja conjeturas acerca del estado actual del anciano. En determinado instante, la más joven de las mujeres dijo:

– Pues claro que sí: alguien tendría que acercarse hasta su mesa para decirle lo mucho que nos apena cómo se siente. Tendríamos que ir todos. Hasta ahora nadie parece haberle dicho ni media palabra. Miren, la gente que está sentada con él apenas le habla. Quizá tendríamos que ir nosotros, romper nosotros el hielo. Luego nos imitaría todo el mundo. Quizá la gente está esperando, como nosotros.

Los demás se apresuraron a asegurarle que nuestros anfitriones lo tenían todo bajo control, que en cualquier caso Brodsky parecía estar perfectamente…, pero al instante siguiente también ellos miraban con inquietud hacia la mesa del anciano.

También yo, como es natural, había tenido ocasión de observar detenidamente a Brodsky. Le habían asignado una mesa algo más grande que las demás. Hoffman se sentaba a un costado, y al otro la condesa. Sus otros compañeros de mesa eran hombres solemnes de pelo cano. El modo en que éstos conferenciaban entre sí en voz baja daba a la mesa un aire de conspiración que en poco contribuía a distender la atmósfera del comedor. En cuanto al propio Brodsky, no daba muestra alguna de ebriedad y comía de modo lento y continuado, si bien sin entusiasmo. Parecía, no obstante, haberse replegado a un universo propio. Mientras comían el plato principal, Hoffman mantenía un brazo tras la espalda de Brodsky y constantemente le susurraba cosas al oído, pero el anciano músico seguía mirando taciturnamente el techo sin responder a ninguno de sus comentarios. En una ocasión la condesa le tocó el brazo y dijo algo, pero él tampoco respondió.

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