– Ah, señor Ryder. Así que ha llegado… Creo que le agradará conocer a la señorita Collins.
Entonces reconocí a la anciana dama delgada a cuyo apartamento habíamos ido en coche con Stephan horas antes. Iba vestida sencilla pero elegantemente, con un largo vestido negro. Me sonrió y tendió la mano, y nos saludamos. Me disponía a entablar una conversación cortés con ella cuando Stephan se inclinó hacia mí y me dijo discretamente:
– He sido tan necio, señor Ryder. Francamente, no sé qué es lo más apropiado. La señorita Collins ha sido muy amable, como de costumbre, pero me gustaría también saber su opinión sobre el asunto.
– ¿Se refiere a… al perro del señor Brodsky? -Oh, no, no. Eso es horrible, me hago cargo. Pero estábalos hablando de algo completamente diferente. Apreciaría de veras su consejo. De hecho, la señorita Collins me estaba sugiriendo que acudiera a usted en demanda de ayuda, ¿no es cierto, señorita Collins? Mire, odio ser pesado a este respecto, pero ha surgido una complicación. Me refiero a mi actuación del jueves por la noche. ¡Dios, he sido tan estúpido! Como ya le conté, señor Ryder, he estado preparando Dahlia, de Jean-Louis La Roche, pero no se lo he dicho a mi padre. Hasta esta noche. Pensaba darle una sorpresa: le gusta tanto La Roche… Es más: mi padre jamás hubiera soñado que yo fuera capaz de ejecutar magistralmente una pieza tan difícil, así que pensé que, para él, supondría una magnífica sorpresa por partida doble. Pero luego, hace muy poco, con la gran noche cada día más cercana, he pensado que de nada servía ya seguir con el secreto. Para empezar, las actuaciones han de imprimirse en el programa oficial, que se colocará en la mesa de gala al lado de cada servilleta. Mi padre ha sufrido horriblemente a causa de su diseño, tratando de decidir pormenores como el gofrado del papel, la ilustración del reverso, todo… Me di cuenta hace unos días de que tendría que decírselo, pero seguía deseando que en cierto modo constituyera una sorpresa, de forma que me mantuve a la espera del momento más apropiado para hacerlo. Bien, pues esta misma noche, justo después de dejarles en el hotel a usted y a Boris, fui a su despacho para dejar las llaves del coche y lo encontré en el suelo, afanado sobre un maremágnum de papeles. A gatas sobre la alfombra, rodeado de papeles; nada extraño, porque mi padre trabaja a menudo de esta forma. Es un despacho pequeño, y la mesa ocupa mucho espacio, así que tuve que sortear de puntillas los obstáculos para dejar las llaves en su sitio. Me preguntó cómo iba todo, y luego, antes de que yo pudiera decir nada, pareció ensimismarse de nuevo en sus papeles. Bien, no sabría decir por qué, pero en el momento mismo en que me estaba retirando, lo vi sobre la alfombra de esta guisa y de pronto se me ocurrió que era el momento de decírselo. Fue un impulso. De modo que, como sin darle mayor importancia, le dije:
»"A propósito, padre, el jueves por la noche voy a tocar Dahlia, de La Roche. He pensado que te gustaría saberlo."
»No lo dije en ningún tono especial; sencillamente se lo dije y esperé a ver su reacción. Pues bien, dejó a un lado el documento que estaba leyendo, pero siguió con la mirada en la alfombra que tenía delante. Y entonces le afloró al semblante una sonrisa y me dijo algo parecido a lo siguiente:»"Ah, sí, Dahlia…"
»Y por espacio de unos segundos pareció feliz, muy feliz. No alzó la mirada, seguía a gatas en el suelo, pero parecía muy feliz. Luego, con los ojos cerrados, empezó a entonar entre dientes el comienzo del adagio, se puso a tararearlo allí sobre la alfombra, moviendo la cabeza al compás de la melodía. Parecía tan feliz y tranquilo, señor Ryder, que no dudé en felicitarme por ello. Entonces abrió los ojos y me sonrió ensoñadoramente, y dijo:
»"Sí, es bello. Nunca he entendido por qué tu madre siente tanto desdén por esa pieza."
«Corno le estaba contando a la señorita Collins hace un momento, al principio pensé que había oído mal. Pero acto seguido lo repitió:
»"Tu madre la desprecia tanto… Sí, ya sabes, últimamente ha llegado a despreciar tan intensamente la última época de La Roche… No me permite oír sus discos en ninguna parte de la casa; ni siquiera con los auriculares puestos…"
»Debió de ver el pasmo y el disgusto en mi semblante, porque, y esto es típico de mi padre, de inmediato trató de hacer que no me sintiera tan mal.
«"Tendría que habértelo preguntado hace ya tiempo. Es culpa mía."
«Entonces, súbitamente, se dio un golpe en la frente como si acabara de recordar algo, y dijo:
»"La verdad, Stephan, os he fallado a los dos. En su momento pensé que lo correcto era no interferir en lo más mínimo, pero ahora veo que os he fallado a ambos."
«Cuando le pregunté a qué se refería, me explicó que mi madre llevaba todo este tiempo anhelando oírme interpretar Pasiones de cristal , de Kazan. Al parecer hacía cierto tiempo que le había hecho saber a mi padre que era eso lo que quería, y bueno, había supuesto que mi padre se ocuparía de que sus deseos se cumplieran. Pero ya ve, mi padre tuvo en cuenta mis sentimientos al respecto. Era consciente de que un músico, incluso un amateur como yo, desea tomar su propia decisión en algo tan importante. Así que no me dijo nada, con la intención de explicárselo todo a mi madre cuando se le presentara la ocasión. Pero, claro…, bueno, supongo que será mejor que le explique un poco más el asunto, señor Ryder. Verá, cuando digo que mi madre hizo saber a mi padre lo de Kazan no me refiero a que de hecho se lo dijera. Es algo difícil de explicar a alguien aJeno a la familia. La cosa funciona del siguiente modo: mi madre, de una forma u otra, siempre se las arregla para, digamos, dejar las cosas bien claras ante mi padre sin necesidad de la menor mención explícita. Lo hace a través de "señales", que para mi padre resultan inequívocamente claras. Ignoro cómo habrá sido en este caso concreto. Quizá mi padre llegó a casa y se la encontró escuchando Pasiones de cristal en el tocadiscos, lo que para él habría sido una inequívoca "señal". O puede que mi padre fuera a acostarse después de haber tomado su baño y la viera en la cama leyendo un libro sobre Kazan. No sé. Pero es así como siempre han funcionado las cosas entre ellos. Bien, como puede ver, estaba fuera de lugar el que mi padre, por ejemplo, le hubiera dicho de pronto: "No, Stephan tiene que decidirlo él mismo." Mi padre se mantenía a la espera, tratando de dar con el mejor modo de hacerle llegar su respuesta. Y, como es lógico, no podía saber que, de entre todas las piezas posibles, yo había elegido Dahlia, de La Roche. ¡Dios, qué estúpido he sido! ¡No tenía la menor idea de que mi madre la odiara tanto! Bien, mi padre me explicó cómo estaban las cosas, y cuando le pregunté cuál era en su opinión la manera de salir de aquel aprieto, se quedó pensativo unos instantes y al cabo me dijo que debía seguir con lo que había preparado, que era demasiado tarde para improvisar cualquier cambio.
»"Mamá no te culpará a ti. Ni se le pasará por la cabeza hacerlo. Me echará la culpa a mí, y con toda la razón."
«Pobre padre. Trataba por todos los medios de consolarme, pero yo me daba cuenta de la desolación que le causaba verse en aquella situación. Instantes después estaba con la mirada fija en un punto de la alfombra; seguía en el suelo, pero ahora en cuclillas y encogido, como si estuviera ensayando una tracción gimnástica, y miraba obstinadamente la alfombra y yo le oía murmurar cosas para sus adentros: "Saldré con bien de ésta, saldré con bien de ésta. He sobrevivido a cosas peores. Saldré con bien de ésta…" Parecía haberse olvidado de mi presencia, así que acabé marchándome después de cerrar sin ruido la puerta. Y desde entonces…, bueno, señor Ryder, en las horas que han pasado no he podido pensar en otra cosa. Para ser sincero, estoy hecho un lío. Queda tan poco tiempo. Y Pasiones de cristal es un pieza tan difícil. ¿Cómo poder prepararla en tan poco tiempo? De hecho, si he de serle franco, diría que es una pieza que se halla un poco más allá de mis posibilidades…, aun cuando pudiera disponer de un año entero para prepararla…
El joven dejó de hablar con un suspiro atribulado. Cuando transcurridos unos instantes vi que ni él ni la señorita Collins decían nada, inferí que esperaban mi opinión, y dije:
– Por supuesto que no es asunto mío, que es algo que debe usted decidir por sí mismo, pero mi impresión al respecto es que a estas alturas debería seguir con lo que había preparado…
– Sí, suponía que iba a decir eso, señor Ryder.
Era la señorita Collins quien había hablado. En su tono había un cinismo que me cogió de sorpresa y me hizo callar y volverme hacia ella. La vieja dama me miraba con perspicacia, y con cierto aire de suficiencia.
– Sin duda -prosiguió- usted lo llamaría…, ¿cómo?, ah, sí, «integridad artística».
– No es exactamente eso, señorita Collins -dije yo-. Se trata de que a mi juicio, y desde un punto de vista práctico, el momento ya es un tanto tardío…
– ¿Y cómo sabe usted que es tarde, señor Ryder? -volvió a interrumpirme-. Usted sabe muy poco de las facultades de Stephan. Para no hablar de las hondas implicaciones del aprieto en que se encuentra. ¿Cómo osa pronunciarse sobre este asunto como si estuviera dotado de una sensibilidad especial de la que el resto de nosotros carecemos?
Desde el comienzo de la intervención de la señorita Collins me había ido sintiendo más incómodo por momentos, y mientras me estaba diciendo esto último me sorprendí apartando los ojos para no tener que soportar su mirada inquisitiva. No se me ocurría ninguna réplica adecuada a sus preguntas, y al cabo de unos instantes, tras decidir que era mejor cortar por lo sano aquel enfrentamiento, solté una breve risa y me alejé hasta perderme entre la gente.
En el curso de los minutos siguientes me vi vagando por la sala sin rumbo. Como me había sucedido antes, la gente a veces se volvía cuando yo pasaba a su lado, pero nadie parecía reconocerme. En un momento dado vi a Pedersen, el caballero que había conocido en el cine. Reía en compañía de otros invitados, y pensé en unirme a ellos, pero antes de que pudiera hacerlo sentí que algo me rozaba el codo y me volví y vi a mi lado a Hoffman.
– Siento haberle dejado solo. Espero que le hayan cuidado bien. ¡Vaya situación!
El director del hotel respiraba pesadamente y tenía la cara perlada de sudor.
– Oh, sí. Me estoy divirtiendo.
– Perdóneme, pero tuve que ausentarme para responder a una llamada telefónica. Pero ahora están en camino; sí, definitivamente están en camino. El señor Brodsky estará aquí en un abrir y cerrar de ojos. ¡Santo Dios! -Miró en torno, y luego se inclinó hacia mí y me dijo en voz baja-: La elaboración de la lista de invitados no ha sido muy acertada. Se lo advertí a los organizadores. ¡Ver aquí a cierta gente! -Sacudió la cabeza-. ¡Vaya situación!