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La presente era, sin duda, la más concurrida de las cenas ofrecidas hasta la fecha en honor de Brodsky. Y puesto que, además, era la última antes del crucial acontecimiento del jueves por la noche, jamás se pensó que fuera a resultar una reunión desenfadada. La tardanza de Brodsky, para colmo, había acrecentado la tensión. Los invitados, sin embargo -todos ellos conscientes de ser la flor y nata de la ciudad-, habían hecho gala de su sangre fría, evitando escrupulosamente cualquier comentario que pudiera dar pie a la más mínima duda sobre la seriedad de Brodsky. La mayoría se las había ingeniado incluso para no mencionarlo en absoluto, aliviando sus íntimos temores con una inacabable especulación a propósito de la hora en que se serviría la cena.

Y entonces habían llegado las noticias relativas al perro de Brodsky. Un suceso cuyo conocimiento se había difundido inexplicablemente entre los reunidos, a pesar de los riesgos que entrañaba. Tal vez a través de una llamada telefónica recibida en la casa, que alguno de los munícipes presentes, en un errado intento de sosegar los ánimos, creyó oportuno compartir con los demás. En cualquier caso, las consecuencias de dejar que algo así corriera de boca en boca, en una concurrencia nerviosa ya por la preocupación y el hambre, eran de lo más previsibles. Y habían comenzado a circular ya por el salón toda clase de rumores alarmistas. Que si habían descubierto a Brodsky borracho como una cuba, acunando el cadáver de su perro. Que si Brodsky había sido encontrado en la calle, en medio de un charco, farfullando palabras ininteligibles. Que si, en fin, abrumado por el dolor, Brodsky había intentado suicidarse ingiriendo parafina. Esta última historia tenía su origen en un incidente ocurrido varios años atrás, cuando, en el transcurso de una francachela, Brodsky había sido trasladado al servicio de urgencias del hospital por un vecino suyo granjero, tras haberse echado al coleto cierta cantidad de parafina (jamás se supo si por una confusión de beodo o como resultado de una tentativa de suicidio). Fuera como fuere, estos y otros rumores habían dado pábulo a los más desesperanzados comentarios entre los invitados.

– El perro lo era todo para él. El pobre no se recuperará de esto. Tenemos que afrontarlo: hemos vuelto al punto de partida.

– Tenemos que cancelar lo del jueves por la noche. Cancelarlo inmediatamente. Ahora sólo podría ser un desastre. Si seguimos con ello, los ciudadanos no nos darán jamás una segunda oportunidad.

– Ese hombre era una carta demasiado arriesgada. Nunca debimos permitir que la cosa llegara tan lejos. Pero… ¿qué hacer ahora? Estamos perdidos, perdidos sin remedio.

Y así, mientras la condesa y sus colaboradores trataban de recuperar el control de la velada, en el centro del salón se había producido de pronto un gran vocerío.

Muchos de los presentes corrían hacia el lugar del incidente, y unos pocos se alejaban de él asustados. Lo que ocurría era que uno de los concejales más jóvenes se había enzarzado a golpes en el suelo con un individuo rechoncho y calvo en quien todos habían reconocido a Keller, el veterinario. Habían tirado del joven concejal para separarlos, pero éste tenía tan fuertemente asido a Keller por las solapas, que en realidad los levantaron a los dos a un tiempo.

– ¡He hecho todo lo posible! -gritaba Keller con el rostro congestionado-. ¡Todo lo que he podido! ¿Qué más podía haber hecho? Hace dos días el animal estaba perfectamente.

– ¡Impostor! -le gritaba el joven concejal, intentando una nueva acometida. Lograron retenerlo, pero para entonces eran ya bastantes quienes, viendo en el veterinario un chivo expiatorio perfecto, habían empezado a clamar también contra Keller. Durante unos instantes, las acusaciones le llovieron al veterinario de todos lados, culpándole de negligencia y de poner en peligro el futuro de la comunidad. En este punto alguien gritó a voz en cuello:

– ¿Y qué pasó con los gatitos de los Breuer? Usted todo el tiempo jugando al bridge y los pobres animalitos muñéndose uno tras otro…

– Sólo juego al bridge una vez a la semana, e incluso entonces…

El veterinario se había puesto a protestar con voz sonora y ronca, pero al punto cayeron sobre él otras voces acusadoras. De pronto todo el mundo parecía albergar algún viejo y callado agravio que reprochar al veterinario, relativo a algún animal querido, etc… Entonces alguien gritó que Keller nunca había devuelto una horquilla jardinera que había pedido prestada seis años atrás. Pronto los ánimos en contra del veterinario se habían exacerbado hasta tal punto que a nadie le pareció fuera de lugar que quienes sujetaban al joven concejal lo soltaran para que pudiera proseguir con la pelea. Y cuando éste lanzó contra el veterinario una última embestida pareció hacerlo en nombre de la inmensa mayoría de los presentes. La cosa iba camino de convertirse en un incidente harto enojoso cuando una voz que atronó al fin en la sala hizo entrar en razón a los asistentes.

Pero el que la sala se sumiera de pronto en el silencio se debió acaso más a la propia identidad de quien había hablado que a una eventual autoridad natural de él dimanada. Porque la persona a quien todos vieron al volverse, una figura que les miraba airadamente, no era otra que Jakob Kanitz, un hombre que si por algo sobresalía en la comunidad era por su notoria timidez. De edad cercana a la cincuentena, Jakob Kanitz, desde que todo el mundo podía recordar, había ocupado un puesto administrativo en el ayuntamiento. Rara vez aventuraba una opinión, y aún menos contradecía a alguien o se embarcaba en una discusión. No tenía amigos íntimos, y varios años atrás había dejado la pequeña casa en que vivía con su esposa y sus tres hijos y se había mudado a un diminuto ático alquilado en la misma calle, unas manzanas más abajo. Siempre que alguien sacaba el tema a colación, él daba a entender que pronto volvería con su familia, pero los años pasaban y su situación seguía siendo la misma. Entretanto, y en gran parte debido a su buena disposición para colaborar en las muchas tareas que entrañaba la organización de cualquier evento cultural, había llegado a ser aceptado, si bien con cierta condescendencia, como miembro de los círculos artísticos de la ciudad.

Antes de que los presentes tuvieran siquiera tiempo para recuperarse de su asombro, Jakob Kanitz -acaso consciente de que el temple lo abandonaría sin tardanza- se había apresurado a hablar:

– ¡Otras ciudades! ¡No me refiero sólo a París! ¡O a Stuttgart! Me refiero a ciudades más pequeñas, a ciudades no más importantes que la nuestra, a otras ciudades… Reunid a sus mejores ciudadanos, enfrentadlos a una crisis de este tipo… ¿Cómo reaccionarían? Con calma, con tranquilidad. Esa gente sabría qué hacer, cómo actuar. Lo que os estoy diciendo es que quienes estamos aquí, en esta sala, somos lo mejor de esta ciudad. La empresa no está más allá de nuestras posibilidades. Juntos podemos superar esta crisis. ¿Se pelearían entre ellos en Stuttgart? No debemos dejar que nos domine el pánico. No debemos tirar la toalla, no debemos disputar entre nosotros. Ue acuerdo, lo del perro es un problema, pero no es el final, no es algo irreparable. Sea cual sea el estado del señor Brodsky en este momento, podemos hacer que recupere el norte. Podremos hacerlo siempre que cada cual haga lo que tiene que hacer esta noche. Estoy seguro de que podemos hacerlo, y estoy seguro de que debemos hacerlo. Tenemos que hacer que recupere el norte. Porque si no lo hacemos, si no aunamos los esfuerzos y conseguimos arreglar las cosas esta noche, os lo advierto: ¡no nos quedará más que miseria! ¡Sí, una miseria honda y solitaria! No nos queda ya nadie a quien acudir; tiene que ser el señor Brodsky, no hay ya nadie más que el señor Brodsky. Probablemente está al llegar. Tenemos que mantener la calma. ¿Qué estamos haciendo? ¿Pelearnos? ¿Se pelearían en Stuttgart? Tenemos que pensar con claridad. Si estuviéramos en el lugar del señor Brodsky, ¿cómo nos sentiríamos? Debemos hacerle ver que participamos de su aflicción, que la ciudad entera comparte su pesar. Pensad de nuevo en ello, amigos míos: tenemos que levantarle el ánimo. ¡Oh, sí! No podemos pasarnos la velada con aire taciturno, permitir que se vaya a casa con la convicción de que no hay nada que hacer, porque bien podría volver a… ¡No, no! ¡El equilibrio justo! Tendremos que estar alegres también nosotros, hacerle ver que en la vida hay tantas cosas…, que todos contamos con él, que dependemos de él. Sí, tenemos que hacer las cosas bien en estas horas que nos aguardan. Probablemente está de camino, sólo Dios sabe en qué estado… Las horas próximas son cruciales, cruciales. Tenemos que conseguirlo. De lo contrario nos espera la miseria. Debemos…, debemos…

En este punto Jakob Kanitz se hallaba ya sumido en la confusión. Había seguido unos segundos más de pie en el estrado, sin hablar, mientras lo envolvía por momentos una terrible turbación. Algún resto de su anterior emoción le había permitido lanzar una última mirada airada a la concurrencia, y acto seguido se había vuelto mansamente y había bajado del estrado.

Pero su torpe alegato había causado un inmediato impacto. Antes incluso de que hubiera terminado de hablar, se había levantado en la sala un tenue murmullo de asentimiento, y más de uno de los presentes se había permitido dar un reprobador empellón en el hombro del concejal belicoso, que para entonces arrastraba los pies con aire avergonzado. La retirada de Jakob Kanitz del estrado había dado paso a unos instantes de incómodo silencio. Luego, poco a poco, la conversación había vuelto a la sala, y la gente debatía en todos los corros, en tono grave pero tranquilo, lo que convenía hacer cuando llegara Brodsky. No tardaron en llegar a un consenso: el enfoque de Jakob Kanitz, a grandes rasgos, era el correcto. Lo que convenía hacer era alcanzar el equilibrio justo entre el pesar y la jovialidad. La atmósfera habría de comprobarse cuidadosamente en cada momento por todos y cada uno de los presentes. Se fue instalando en la sala un sentimiento de resolución, y luego, pasado un rato, la gente empezó gradualmente a relajarse, hasta que al fin todo el mundo sonreía, charlaba, se saludaba en tono amable y cortés, como si el impropio episodio de hacía escasamente media hora no hubiera sucedido nunca. Fue más o menos entonces, unos veinte minutos después de la disertación de Jakob Kanitz, cuando Hoffman y yo nos incorporamos a la velada. No era extraño, pues, que yo percibiera algo extraño bajo aquella capa de refinado contento.

Me hallaba aún dándole vueltas a todo lo acontecido antes de nuestra llegada cuando vi a Stephan charlando con una anciana dama al otro extremo de la sala. A mi lado, la condesa parecía aún enfrascada en su conversación con las dos mujeres enjoyadas, de modo que, murmurando una excusa entre dientes, me alejé de ellas. Fui hacia el rincón donde estaba Stephan, que al verme me recibió con una sonrisa.

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