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– ¡Oh, no, señor Hoffman! -me apresuré a decir-. Mi actual habitación es perfecta.

– El caso es que he estado dándole vueltas varias veces al asunto a lo largo del día. Desde su llegada, señor Ryder… Y tengo la impresión de que, temperamentalmente, estaría usted más en consonancia con otra habitación que tengo en mente. Quizá se la muestre mañana por la mañana. Estoy seguro de que va a preferirla a la de ahora.

– No, señor Hoffman, de verdad. Mi actual habitación… -Permítame serle sincero, señor Ryder. Su llegada ha supuesto para la habitación que ahora ocupa la primera prueba de fuego. Compréndalo… Es la primera vez que he alojado en ella a un huésped tan distinguido desde que la reformé hace cuatro años. Claro que no podía prever entonces que usted iba a honrarnos algún día con su presencia. Pero lo cierto es que reformé esa habitación pensando claramente en alguien muy parecido a usted. Lo que estoy intentando decirle es que es la primera vez que esa habitación se ha destinado al uso para el que fue concebida. Y, bueno…, me doy perfecta cuenta de que hace cuatro años cometí varios errores importantes al redecorarla. ¡Es tan difícil incluso para alguien con tanta experiencia como yo! No, no hay la menor duda: no estoy satisfecho. No ha sido una conjunción feliz. Mi propuesta, señor, es que se mude a la 343, que considero mucho más acorde con su espíritu. Se sentirá más sereno en ella, y dormirá mejor. En cuanto a la que ocupa ahora, bien…, llevo todo el día pensando en ella y me parece que lo mejor será desmantelarla.

– ¡Hombre, señor Hoffman, eso sí que no! -La exclamación me salió del alma, y el señor Hoffman, sobresaltado, apartó la vista de la carretera para mirarme. Solté una carcajada y, recobrando el aplomo, añadí enseguida-: Lo que quiero decir es que, por favor, no se meta en tantos gastos y quebraderos de cabeza por mi causa.

– Lo haría por mi propia paz espiritual, señor Ryder…, se lo aseguro. Mi hotel es la obra de mi vida. Cometí un grave error con esa habitación, y no veo más salida que desmantelarla. -Pero, señor Hoffman…, esa habitación… Lo cierto es que le he tomado cariño. De verdad, me encuentro maravillosamente en ella.

– No lo entiendo, señor -respondió con expresión de genuino desconcierto-. Es obvio que esa habitación no le va bien. Ahora que le conozco, puedo afirmarlo con total certeza. No tiene usted que ser tan considerado… Me sorprende verlo tan apegado a ella.

Dejé escapar una carcajada, tal vez innecesariamente exagerada.

– ¡De eso nada! ¿Apegado a ella, dice usted? -volví a reírme-. Es sólo una habitación de hotel; nada más. Si hay que desmantelarla, ¡pues se desmantela! Me trasladaré gustoso a otra habitación.

– ¡Ah! Me alegra mucho que se lo tome así, señor Ryder. Habría sido una gran frustración para mí…, no sólo durante el resto de su estancia, sino en los años venideros…, pensar que una vez se alojó usted en mi hotel y se vio obligado a soportar una habitación tan inadecuada. La verdad es que no comprendo en qué estaría yo pensando hace cuatro años. ¡Qué tremendo error!

Llevábamos ya algún tiempo viajando a través de la noche sin ver los faros de otros coches. A lo lejos, eran visibles luces que tal vez pertenecieran a algunas granjas, pero aparte de ellas no había apenas nada que rompiera la vacía negrura a ambos costados. Seguimos un rato en silencio, y al cabo Hoffman dijo:

– Ha sido un golpe cruel del destino, señor Ryder… Ese perro…, bueno, tenía ya sus años, pero podía haber vivido otros dos o tres más. ¡Y los preparativos marchaban tan a pedir de boca! -Sacudió la cabeza-. ¡Qué inoportuno! -Luego se volvió hacia mí, sonriente, y prosiguió-: Pero no pierdo la esperanza. No, no la pierdo en absoluto. Nada podrá doblegarlo ahora…, ni siquiera una desgracia como ésta.

– Quizá deberían regalarle al señor Brodsky otro perro. Un cachorro tal vez…

Lo había dicho sin reflexionar, pero Hoffman pareció considerar mi propuesta con sumo respeto.

– No estoy muy seguro, señor Ryder. Debe darse cuenta de que estaba muy encariñado con Bruno. Apenas tenía otra compañía. Estará soportando una gran aflicción. Aunque quizá tenga usted razón y debamos aliviar su soledad, ahora que ya 110 tiene a Bruno. Tal vez un animal de otra especie, para empezar. Que consiga apaciguarlo. Una jaula con un pajarillo, por ejemplo. Luego, en su momento, cuando ya esté preparado, podríamos pensar en proporcionarle otro perro. No sé…

Permaneció callado los minutos siguientes, y creí que sus pensamientos se habían desviado hacia otro tema. Pero de pronto, con los ojos clavados en el negro asfalto de la carretera que serpeaba frente a nosotros, exclamó entre dientes, con intensa emoción:

– ¡Un buey! Sí, eso es, eso es…, ¡un buey, un buey! Para entonces yo ya estaba harto del asunto del perro de Brodsky, y me había retrepado calladamente en mi asiento con intención de relajarme durante el resto del viaje. Pero al rato, intentando averiguar algo acerca del acto al que nos disponíamos a asistir, dije:

– Espero que no lleguemos demasiado tarde.

– No, no. Llegaremos a tiempo -replicó Hoffman. Su mente, sin embargo, parecía estar en otro lugar. Minutos después, le oí murmurar de nuevo:

– ¡Un buey! ¡Un buey!

Poco después la carretera dejó el campo abierto y atravesamos una agradable zona residencial. Pude ver en la oscuridad grandes casas con jardines, algunas de ellas rodeadas de altos muros o setos. Hoffman condujo con cuidado por las avenidas arboladas, y pude oírle ensayar una vez más para sus adentros las palabras que pensaba pronunciar en el lugar al que nos dirigíamos.

Cruzamos unas altas verjas de hierro y accedimos al patio de una espléndida mansión. Había ya muchos vehículos aparcados alrededor del edificio, por lo que al director del hotel le llevó algún tiempo encontrar un hueco donde dejar el coche. Luego se apeó precipitadamente y corrió hacia la entrada principal.

Me quedé un instante en mi asiento, estudiando la casa en busca de alguna clave que me indicara cuál era el acto que reclamaba nuestra presencia. En la fachada se abría una hilera de grandes ventanales que llegaban casi hasta el suelo. La mayoría se veían iluminados detrás de los cortinajes, pero no pude vislumbrar nada de lo que estuviera pasando en su interior.

Hoffman llamó al timbre y me instó, con gestos, a que me reuniera con él. Cuando me bajé del coche, el aguacero se había transformado en fina llovizna. Me arropé bien con mi batín y caminé hacia la casa poniendo mucho cuidado en evitar los charcos.

Abrió la puerta una doncella que nos hizo pasar a un amplio recibidor del que colgaban grandes retratos. La doncella, a juzgar por las fugaces miradas que se cruzaron entre ambos cuando él se quitó la gabardina para dársela, parecía conocer a Hoffman. Luego Hoffman se detuvo un momento ante un espejo para ajustarse la pajarita antes de conducirme hacia el interior de la casa.

Llegamos a un salón magnífico, brillantemente iluminado, en el que se estaba celebrando una recepción. Había como mínimo un centenar de invitados, todos vestidos de etiqueta, con copas en la mano, en animada charla. Cuando nos detuvimos en el umbral, Hoffman alzó un brazo ante mí, como para protegerme, y examinó el salón con la mirada.

– Aún no está aquí -murmuró al cabo. Luego, volviéndose hacia mí, me explicó, sonriente-: El señor Brodsky no ha llegado aún. Pero confío, confío en que ya no tardará mucho.

Exploró nuevamente el salón y, durante unos segundos, pareció desconcertado. Luego me dijo:

– Si tiene usted la bondad de aguardar aquí unos momentos, señor Ryder. Iré en busca de la condesa. ¡Ah! Y, por favor, escóndase un poco, si no le importa… ¡Ja, ja! Recuerde que se supone que usted es la gran sorpresa de la velada. Por favor… No tardaré.

Avanzó por el salón y durante unos instantes seguí su figura con la mirada: se movía entre los huéspedes con un semblante preocupado que constrastaba con la alegría reinante a su alrededor. Observé que algunas personas trataban de hablar con él, pero invariablemente Hoffman se alejaba rápidamente con sonrisa distraída. Al final lo perdí de vista y, probablemente por haberme asomado un poco en mi esfuerzo por volver a localizarlo, debí de descubrir mi presencia, pues escuché una voz a mi lado que me decía:

– ¡Ah, señor Ryder…, veo que ha llegado! ¡Qué bien tenerlo por fin entre nosotros!

Una mujer de imponente aspecto, de unos sesenta años de edad, había apoyado una mano en mi brazo. Sonreí y susurré algunas palabras corteses, y ella respondió: -Todo el mundo está deseando conocerle. Dicho lo cual empezó a guiarme con firmeza hacia el centro de la sala.

Mientras la seguía abriéndome paso entre los invitados, la mujer empezó a interrogarme. Al principio eran las habituales preguntas acerca de mi salud y del viaje. Pero luego, mientras proseguíamos nuestro periplo por el salón, demostró una curiosidad extraordinaria por mi opinión acerca del hotel. De hecho descendió a tantos detalles -qué me parecía el jabón, qué efecto me causaba la moqueta del vestíbulo…-, que empecé a sospechar que se tratara de alguna profesional competidora de Hoffman, molesta porque yo estuviera alojado en el establecimiento de éste. Sin embargo, su actitud y su forma de saludar con la cabeza y sonreír a todos los que íbamos encontrando a nuestro paso, mostraban claramente que era la anfitriona de la fiesta, lo que me llevó a inferir que se trataba de la condesa en persona.

Pensé que me conducía a algún lugar concreto del salón, o que buscaba a una determinada persona, pero al rato tuve la sensación indubitable de que nos movíamos lentamente en círculos. De hecho, varias veces me pareció haber pasado ya dos veces, como mínimo, por tal o cual punto del salón. Advertí también con extrañeza que, aunque muchas cabezas se volvían para saludar a mi anfitriona, ella no hacía ningún esfuerzo por presentarme a nadie. Más aún: que, aunque de vez en cuando algunos me sonreían cortésmente, nadie parecía interesarse especialmente por mi persona. Una cosa era cierta: nadie interrumpía la conversación que estuviera manteniendo porque yo pasara a su lado. Aquello me desconcertó, pues me había hecho a la idea de tener que capear el habitual agobio de cumplidos y preguntas.

Más adelante observé asimismo que en la atmósfera de aquel salón había algo extraño -algo forzado, teatral incluso, en la alegría que se respiraba-, que no logré identificar. Hasta que por fin nos detuvimos. La condesa se puso a conversar con dos damas profusamente enjoyadas, y tuve la oportunidad de reflexionar y coordinar mis impresiones. Sólo entonces me di cuenta de que aquella reunión no era un cóctel, sino una cena cuyo inicio todo el mundo aguardaba, una cena que debería haberse servido como mínimo hacía dos horas, pero que la condesa y sus colegas se habían visto obligados a retrasar ante las ausencias de Brodsky -oficialmente, el invitado de honor- y de mí mismo, que debía constituir la gran sorpresa de la velada. Después, prosiguiendo con mi ejercicio introspectivo, empecé a imaginar lo que había ocurrido con anterioridad a nuestra llegada.

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