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El pasillo estaba mucho más tranquilo que antes, debido en gran medida al momento de respiro que tenía ahora lugar en las actividades del servicio de cocina. De cuando en cuando me encontraba con algún carrito parado, cargado de alimentos y bebidas, y quizá a varios hombres con mono apoyados sobre él, fumando y bebiendo en vasitos de plástico. Al final, cuando me detuve y pregunté a uno de esos hombres el camino más corto para acceder a la sala de conciertos, éste se limitó a señalarme una puerta a mi espalda. Le di las gracias, empujé la puerta que me había indicado y me encontré frente a una mal iluminada escalera.

Bajé unos cinco tramos de peldaños, y al llegar abajo empujé un par de pesadas puertas de batiente y me vi vagando por una zona umbría que debía de estar situada en la trasera del escenario. A la macilenta luz del lugar pude divisar varios

telones de foro rectangulares y pintados -un castillo, un cielo con luna, un bosque-, apoyados contra el muro. Por encima de mi cabeza vi una maraña de cables de acero. La orquesta era perfectamente audible, y avancé hacia la música poniendo sumo cuidado en no tropezar contra los numerosos objetos en forma de caja que jalonaban mi camino. Al final, después de subir un tramo de escalones de madera, llegué a lo que sin duda era la zona que rodea el escenario. Iba a volverme -había esperado ir a parar discretamente a la parte frontal del patio de butacas-, pero algo en la música que ahora llenaba mis oídos, algo que no cuadraba, algo que antes no había en ella, me hizo quedarme quieto.

Seguí allí escuchando unos instantes, y al cabo avancé unos pasos y atisbé a través de las pesadas cortinas recogidas que tenía delante. Lo hice, como es lógico, con la mayor de las cautelas -quería evitar a toda costa que el auditorio entreviera mi cara y estallara en aplausos-, y descubrí que veía a Brodsky y a la orquesta desde un ángulo muy cerrado y que era muy poco probable que el público pudiera verme.

Comprobé que las cosas habían cambiado mucho durante mi recién concluido vagabundeo por el edificio. Brodsky -inferí- había llevado las cosas demasiado lejos, porque en el sonido de la orquesta se había instalado esa vacilación técnica que tan a menudo delata la existencia de una disarmonía entre el director y sus músicos. Vi en éstos -ahora podía verlos de cerca- expresiones de incredulidad, de congoja, incluso de asco… Luego, cuando mis ojos fueron acostumbrándose al deslumbrante fulgor de las luces del proscenio, miré más allá del foso, hacia el patio de butacas. Sólo alcanzaba a ver las primeras filas de espectadores, pero era evidente que éstos se miraban con preocupación, lanzaban tosecillas incómodas, sacudían la cabeza. Vi incluso que una mujer se levantaba para marcharse. Brodsky, sin embargo, seguía dirigiendo de forma apasionada, y si algo se percibía en él era su deseo de llevar las cosas aún más lejos. Vi cómo dos violoncelistas se miraban y sacudían la cabeza. Era una clara señal de rebelión, y a Brodsky sin duda no le pasó inadvertida. Su dirección había adoptado ahora cierto tinte maníaco, y la música viró peligrosamente hacia los reinos de la perversidad.

Hasta entonces no había podido distinguir con claridad la expresión de Brodsky -veía sobre todo su espalda-, pero a medida que sus giros y fluctuaciones fueron haciéndose más acusados, empecé a captar mayores vislumbres de su cara. Sólo entonces caí en la cuenta de la existencia de otro factor que estaba influyendo en la conducta de Brodsky. Volví a observarlo con detenimiento -el modo en que su cuerpo se tensaba y retorcía según un ritmo enteramente suyo-, y comprendí que en aquel momento, y probablemente desde hacía rato, Brodsky estaba soportando un lacerante dolor físico. Una vez hube llegado a esta conclusión, la vi corroborada de inmediato por numerosos síntomas. Brodsky se limitaba a aguantar a duras penas, y en su cara distorsionada podía verse algo más que pasión.

Sentí la necesidad imperiosa de hacer algo, y evalué con rapidez la situación. Brodsky debía aún dirigir un movimiento y medio harto difíciles, amén del intrincado epílogo. La impresión favorable que había causado al principio se estaba rápidamente disipando. El auditorio podía volver a desmandarse en cualquier momento. Cuanto más pensaba en ello, más clara veía la necesidad de detener aquel concierto, y empecé a preguntarme si no debía salir al escenario y hacerlo yo personalmente. Porque, en efecto, yo era probablemente la única persona en toda la sala que podía hacerlo sin despertar en los presentes una sensación de catástrofe.

Durante los minutos que siguieron, sin embargo, no me moví de donde estaba, y reflexioné sobre el modo concreto de llevar a la práctica tal intervención. ¿Debía irrumpir en el escenario agitando las manos para hacer que la orquesta dejara de tocar? Ello no sólo resultaba presuntuoso sino que podía sugerir una cierta desaprobación por mi parte, lo cual se me antojaba desastroso. O tal vez fuera mejor esperar a que iniciaran el andante, y entrar en el escenario muy humildemente, sonriendo a Brodsky y a la orquesta, y haciendo casar mi recorrido con la música como si todo hubiera sido planeado de antemano. Sin duda el público se pondría a aplaudir, y entonces yo, a mi vez, y sin dejar de sonreír, me pondría a aplaudir primero a Brodsky y luego a los músicos de la orquesta. Y Brodsky, entonces -era de esperar-, tendría la presencia de ánimo necesaria para ir haciendo cesar la música gradualmente, sin brusquedad, y finalmente saludaría al auditorio. Conmigo en el escenario, las posibilidades de que el público se volviera contra Brodsky eran muy remotas. De hecho, en cuanto yo tomara las riendas de la situación -seguiría aplaudiendo, sonriendo, como si no cupiera la menor duda de que Brodsky acababa de ejecutar algo de indiscutible belleza-, el recuerdo de

los momentos primeros del concierto podría hacerse lo bastante intenso en el auditorio como para que Brodsky volviera a ganarse su favor. Brodsky saludaría varias veces, y luego, cuando se volviera para retirarse, yo le ayudaría afablemente a bajar del estrado, y quizá plegaría su tabla de planchar y se la tendería para que pudiera volver a utilizarla como muleta. Luego podría conducirle hacia las cortinas laterales, mirando repetidamente hacia el auditorio para que los aplausos no cesaran… Casi podía ver toda la escena y su desenlace feliz…, pero tendría que hacerlo todo con sumo tacto.

Y en aquel preciso instante sucedió algo que quizá era previsible, o sencillamente inevitable. Brodsky describió un gran arco con la batuta, y casi simultáneamente lanzó un puñetazo al aire con la otra mano. Y al hacerlo pareció despegar del suelo. Ascendió en el aire unos centímetros, y fue a caer de bruces sobre las tablas, llevándose por delante barandilla, tabla de planchar, partitura, atril…

Pensé que la gente iba a correr en su ayuda inmediatamente, pero el grito de asombro que acogió su caída se convirtió enseguida en un silencio embarazoso. Luego, mientras Brodsky yacía en el suelo boca abajo, inmóvil, volvió a alzarse entre los presentes un leve alboroto. Por fin, uno de los violinistas dejó a un lado su instrumento y se dirigió hacia Brodsky. Le siguieron enseguida varios tramoyistas y músicos, pero en la forma de acercarse a aquella figura prona pude ver cierta indecisión, como un temor a encontrarse con algo absolutamente reprobable.

Recuperé mi presencia de ánimo -había estado dudando, indeciso acerca del efecto que podría causar mi aparición en aquel momento- y corrí hacia Brodsky a través del escenario. Al acercarme a él, el violinista lanzó un grito y, arrodillándose, se puso a examinar a Brodsky con una urgencia nueva. Luego alzó la mirada hacia nosotros y dijo, en un susurro horrorizado:

– ¡Dios santo, ha perdido una pierna! ¡Es un milagro que haya tardado tanto en desmayarse!

Hubo unas exclamaciones de asombro. Quienes rodeábamos a Brodsky -como una docena de personas- nos miramos. No sabría explicar por qué, pero todos sentimos a un tiempo la necesidad de que la noticia de la pierna seccionada de Brodsky no trascendiera al auditorio, y nos acercamos más unos a otros para formar una barrera humana que detuviera las miradas.

Quienes estaban más cerca de Brodsky parlamentaban en voz baja sobre la conveniencia o no de sacarlo del escenario. Entonces alguien hizo una seña, y empezó a cerrarse el telón. Pronto se hizo evidente que Brodsky estaba tendido justo en la línea de cierre del telón, y varios brazos se apresuraron a retirarle medio a rastras hacia adentro instantes antes de que el telón se cerrara a nuestra espalda.

El movimiento reanimó un poco a Brodsky, y cuando el violinista le dio la vuelta y lo puso boca arriba, Brodsky abrió los ojos y fue mirando inquisitivamente de cara en cara. Y al cabo dijo, con voz más somnolienta que otra cosa:

– ¿Dónde está? ¿Por qué no está aquí abrazándome?

Se miraron unos a otros. Y alguien susurró:

– La señorita Collins. Debe de referirse a la señorita CoUins.

Apenas habían pronunciado estas palabras cuando se oyó una suave tos a nuestra espalda, y al volvernos vimos a la señorita Collins de pie junto al telón, a unos metros. Parecía seguir muy serena, y miraba hacia nosotros con cortés preocupación. Sólo sus manos -enlazadas en el pecho, un poco más arriba de lo que cabría esperar-, delataban quizá una agitación interior.

– ¿Dónde está? -volvió a preguntar Brodsky con voz somnolienta.

Luego, de pronto, se puso a cantar en voz baja.

El violinista nos miró.

– ¿Está borracho? Lo cierto es que huele a alcohol.

Brodsky dejó de cantar, y volvió a decir, mientras cerraba los ojos:

– ¿Dónde está? ¿Por qué no viene?

Esta vez fue la señorita Collins quien respondió. No en voz muy alta, pero con nitidez, desde el telón:

– Estoy aquí, Leo.

Lo dijo con ternura, como si estuviera caminando hacia él. Pero cuando el grupo le abrió al instante un pasillo para que pasara, no se movió. La visión de aquella figura en el suelo, sin embargo, hizo que su semblante reflejara al fin la congoja. Brodsky, con los ojos aún cerrados, se puso a cantar de nuevo.

Luego abrió los ojos y miró a su alrededor con detenimiento. Su mirada se dirigió primero hacia el telón -quizá en busca de su público-, y luego, viéndolo cerrado, volvió a examinar las caras que le miraban. Finalmente miró hacia la señorita Collins.

– Abracémonos -dijo-. Que el mundo nos vea. El telón… -Se

incorporó un poco con esfuerzo, y gritó-: ¡Prepárense para abrir el telón! -Luego le dijo con voz suave a la señorita Collins-: Ven y abrázame. Abrázame. Y luego que abran el telón. Haremos que el mundo vea… -Se dejó caer despacio hasta que su espalda volvió a descansar sobre el suelo-. Ven… -susurró.

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