La señorita Collins pareció a punto de hablar, pero no lo hizo. Miró hacia el telón, y una expresión de espanto se reflejó en sus ojos.
– Que vean… -dijo Brodsky-. Que vean que hemos estado juntos al final. Que nos hemos amado durante toda la vida. Que lo vean. Cuando se abra el telón, que vean…
La señorita Collins siguió mirando a Brodsky, y finalmente se dirigió hacia él. Los presentes se apartaron discretamente, y algunos miraron hacia otra parte. Antes de llegar hasta él, la señorita Collins se detuvo y dijo, con voz un tanto trémula:
– Podemos darnos la mano, si quieres.
– No, no. Éste es el final. Abracémonos como es debido. Que los demás vean.
La señorita Collins dudó unos instantes, y luego fue hasta él y se arrodilló a su lado. Sus ojos -pude ver- estaban llenos de lágrimas.
– Mi amor -dijo Brodsky en un susurro-. Abrázame otra vez. La herida me duele tanto…
De pronto, la señorita Collins retiró la mano que tendía hacia él y se levantó. Miró a Brodsky con frialdad, y volvió con paso vivo hacia el telón.
Brodsky pareció no darse cuenta de que ya no estaba a su lado. Miraba hacia lo alto con los brazos extendidos, como esperando a que la señorita Collins se inclinara sobre él para abrazarlo.
– ¿Dónde estás? -dijo-. Que vean… Cuando abran el telón. Que vean que hemos estado juntos al final. ¿Dónde estás?
– No voy a ir, Leo. Vayas donde vayas, tendrás que ir solo.
Brodsky debió de percibir su tono nuevo, porque aunque seguía mirando hacia el techo, dejó que sus brazos descendieran hasta descansar a ambos costados.
– Tu herida -dijo en voz baja la señorita Collins-. Siempre tu herida. -Su gesto se torció, y su cara se afeó-. ¡Oh, cómo te odio! ¡Cómo te odio por echar a perder mi vida! ¡Nunca, nunca te lo perdonaré! ¡Tu herida, tu pequeña y estúpida herida! Ése es tu verdadero amor, Leo: esa herida. ¡El verdadero amor de tu vida! Sé cómo sería todo si volviéramos a intentarlo; por mucho que lográramos volver a construir algo juntos… Y la música. Tampoco sería diferente con la música. Por mucho que te hayan aceptado esta noche, por mucho que volvieras a ser apreciado en esta ciudad, lo destruirías todo, echarías por tierra todo lo que te rodea, como hiciste antes… Y todo por esa herida. Yo, la música, no somos para ti más que concubinas en las que buscar consuelo. Porque siempre volverás a tu amor verdadero. ¡A esa herida! Y ¿sabes lo que me pone realmente furiosa? Leo, ¿me escuchas? Que tu herida no tiene nada de especial, nada en absoluto. En esta ciudad, sin ir más lejos, conozco muchas personas con heridas peores. Y sin embargo siguen adelante, todos ellos, con mucho más coraje que el que tú has tenido en toda tu vida. Ellos siguen con sus vidas. Llegan a ser personas de provecho. Pero tú, Leo, mírate. Siempre volviendo a tu herida. ¿Me estás escuchando? ¡Escúchame, quiero que oigas hasta la última palabra de lo que te digo! Esa herida es todo lo que te queda ahora. Traté de dártelo todo un día, pero no tenías interés…, y no vas a tenerme otra vez. ¡Cómo echaste a perder mi vida! ¡Cómo te odio! ¿Me oyes, Leo? ¡Mírate! ¿En qué te has convertido? Bien, escúchame. Ahora te vas a un sitio horrible. A un sitio oscuro y solitario, y no voy a acompañarte. ¡Vete solo! ¡Vete solo con esa pequeña y estúpida herida!
Brodsky había estado moviendo la mano en el aire, despacio. Ahora, al ver que ella callaba, dijo:
– Podría volver a…, podría volver a ser director de orquesta. Esa música, antes de caerme… ¿La has oído? Podría volver a ser director de orquesta…
– Leo, ¿me estás escuchando? Nunca serás un director de orquesta de verdad. Nunca lo fuiste, ni siquiera entonces. Nunca serás capaz de servir a la gente de esta ciudad; aunque ellos quisieran que lo hicieras, no podrías. Porque no te importan sus vidas. Ésa es la verdad. Tu música siempre girará en torno a esa pequeña y estúpida herida. Nunca será más que eso, nunca será nada más profundo, no tendrá valor para nadie más. Yo, al menos, en mi modesta medida, puedo decir que he hecho lo que he podido. Que he hecho todo lo que he podido para ayudar a la gente infeliz de esta ciudad. Pero tú, mírate. Lo único que te ha importado ha sido esa herida. Por eso ni siquiera entonces fuiste un músico de verdad. Y no llegarás a serlo nunca. Leo, ¿me escuchas? Quiero que lo oigas. Nunca serás más que un charlatán. Un impostor, un impostor cobarde e irresponsable…
Un hombre corpulento y de cara rubicunda irrumpió de pronto a través del telón.
– ¡Su tabla de planchar, señor Brodsky! -anunció en tono jovial, alzando ante él el artilugio. Luego, al intuir la situación, retrocedió discretamente.
La señorita Collins se quedó mirando al recién llegado, y luego, mirando por última vez a Brodsky, salió corriendo por la abertura del telón.
La cara de Brodsky seguía vuelta hacia el techo, pero había cerrado los ojos. Abriéndome paso entre los presentes, me arrodillé a su lado y le tomé el pulso.
– Nuestros marineros -dijo entre dientes-. Nuestros marineros. Nuestros marineros borrachos. ¿Dónde están ahora? ¿Dónde estás tú? ¿Dónde estás?
– Soy yo -dije-. Ryder. Señor Brodsky, debemos buscar ayuda rápidamente.
– Ryder. -Abrió los ojos y me miró-. Ryder. Tal vez es cierto. Lo que ella ha dicho.
– No se preocupe, señor Brodsky. Su música ha sido magnífica. Sobre todo los dos primeros movimientos…
– No, no, Ryder. No me refiero a eso. Eso apenas importa ahora. Me refiero a las otras cosas que ha dicho. Que voy a ir solo. A algún sitio oscuro, solitario. Quizá sea cierto. -De pronto levantó la cabeza del suelo y me miró a los ojos-. No quiero ir, Ryder -me dijo en un susurro-. No quiero ir…
– Señor Brodsky, intentaré que vuelva. Como le digo, los dos primeros movimientos, sobre todo, han supuesto una enorme innovación. Estoy seguro de que ella entrará en razón. Discúlpeme, por favor, sólo será un momento…
Liberé mi brazo de la presa de su mano y salí a toda prisa a través de la abertura del telón.