Y sin embargo, mientras él seguía atravesando el escenario, caí en la cuenta de que muy probablemente me había equivocado a ese respecto. Porque por mucho que esperé a que el auditorio se quedara boquiabierto ante la invalidez de Brodsky, tal momento nunca llegó. Hasta donde pude ver, en efecto, nadie pareció darse cuenta de que le faltaba una pierna, y la gente siguió esperando callada y expectante a que Brodsky llegara al estrado del director de orquesta.
Tal vez fuera debido a la fatiga, o tal vez a la tensión, pero Brodsky no parecía ya capaz del airoso caminar con la tabla que yo le había visto un rato antes en el pasillo. Caminaba a trompicones, y pensé que, dado que el público aún no había descubierto que le faltaba una pierna, tales andares pronto despertarían serias sospechas de embriaguez. Le faltaban aún unos metros para llegar al estrado cuando se detuvo y miró con enfado la tabla de planchar, que -según pude ver- había empezado a abrírsele de nuevo. La sacudió un poco, y siguió andando. Pero al cabo de unos pasos algo cedió en el mecanismo de la tabla, porque ésta empezó a desplegarse en el preciso instante en que él cargaba todo su peso en ella, y Brodsky y tabla se desplomaron en el suelo hechos un ovillo.
La reacción del público fue muy extraña. En lugar de lanzar los gritos de alarma que habrían sido lógicos, el público, en el curso de los primeros segundos, mantuvo un reprobador silencio. Luego se alzó un murmullo en la sala, una suerte de «mmmmm» colectivo, como si la gente evitara aún sacar conclusiones pese a los desalentadores indicios. De modo similar, los tres tramoyistas que se acercaron a Brodsky para brindarle ayuda, lo hicieron con notoria parsimonia, e incluso con cierto rictus de disgusto. En cualquier caso, antes de que llegaran a él, Brodsky, que había estado pugnando con la tabla en el suelo, les gritó airadamente que se fueran. Los tres hombres se detuvieron en seco sobre el escenario, y luego siguieron mirando a Brodsky con algo no muy distinto a la fascinación morbosa.
Brodsky siguió debatiéndose en el suelo unos instantes. Había momentos en que parecía tratar de ponerse en pie, pero en otros parecía empeñado en liberar alguna parte de su ropa que había quedado atrapada en el mecanismo de la tabla. Y en un momento dado se puso a proferir una sarta de juramentos
(presumiblemente dirigidos a la tabla de planchar) que el sistema de amplificación captó con toda claridad. Miré de nuevo a la señorita Collins y vi que se había echado hacia adelante en su asiento. Pero luego, cuando vio que la batalla de Brodsky proseguía, empezó a recuperar lentamente su postura normal y volvió a ponerse el dedo en la barbilla.
Por fin, Brodsky logró cierto progreso. Consiguió enderezar la tabla sin que se le desplegara, y se aupó sobre ella hasta ponerse en pie. Se mantuvo allí orgullosamente, sobre su única pierna, aferrado a la tabla con ambas manos, con los codos proyectados hacia afuera, como a punto de montarse encima de ella. Miró con furia a los tres tramoyistas, y al ver que se replegaban hacia los bastidores dirigió la mirada hacia el auditorio.
– Lo sé, lo sé -dijo, y aunque no estaba hablando en voz alta, los micrófonos situados en el proscenio hacían que sus palabras resultaran perfectamente audibles-. Sé lo que estáis pensando. Pero estáis equivocados.
Miró hacia abajo y volvió a quedarse absorto en su problema. Luego se irguió un poco más, y empezó a pasar la mano por la superficie acolchada de la tabla como si acabara de caer en la cuenta de la finalidad original del artilugio. Finalmente volvió a mirar al auditorio, y dijo:
– Aparten de su mente tales pensamientos. Eso… -hizo un gesto con la cabeza en dirección al suelo- no ha sido más que un desdichado accidente. Nada más.
Otro murmullo recorrió la sala de conciertos. Y luego volvió el silencio.
En los segundos siguientes, Brodsky siguió allí de pie, agachado sobre la tabla de planchar, sin moverse, con la mirada fija en el estrado del director de orquesta. Me di cuenta de que estaba midiendo la distancia que le separaba del estrado, y un momento después, en efecto, reanudó la marcha. Avanzaba levantando la tabla entera y dejándola caer de golpe contra el suelo, y a continuación arrastraba su única pierna. Al principio el público pareció quedarse estupefacto, pero luego, a medida que Brodsky avanzaba ininterrumpidamente hacia el estrado, hubo quienes pensaron que se trataba de alguna especie de número circense, y se pusieron a aplaudir. Tal reacción fue rápidamente tomada como pie por el resto de la sala, y el trayecto que le quedaba a Brodsky hasta el estrado fue subrayado por una salva de fuertes aplausos.
Al llegar a su destino, Brodsky dejó la tabla a un lado y, asiéndose a la barandilla semicircular del estrado, buscó la postura adecuada. Apoyó el cuerpo sobre la barandilla y, una vez hubo logrado el equilibrio, cogió la batuta.
El aplauso que había premiado el número de la tabla de planchar cesó por fin, y volvió a instalarse en la sala una atmósfera de callada expectación. También los músicos miraban a Brodsky con cierto nerviosismo. Pero Brodsky parecía saborear la sensación de volverse a ver frente a una orquesta después de tantos años, y por espacio de unos segundos sonrió y miró a su alrededor. Y por fin alzó la batuta. Los músicos se aprestaron a tocar, pero Brodsky cambió de opinión en el último momento, bajó la batuta y se volvió hacia el auditorio. Sonrió con afabilidad, y dijo:
– Todos pensáis que soy un borracho inmundo. Veamos si es eso lo que soy.
El micrófono más cercano se hallaba a cierta distancia, y sólo parte del auditorio pareció oír su comentario. En cualquier caso, instantes después había vuelto a levantar la batuta al aire y la orquesta había acometido las primeras y ásperas semibreves de Verticality, de Mullery.
A mí no me pareció una forma particularmente extraña de abrir la pieza, pero vi claramente que no era lo que el público esperaba. Muchos de los presentes dieron un respingo en sus asientos, y, cuando las disonancias se prolongaron hasta el sexto y séptimo compás, pude ver en algunas caras expresiones cercanas al pánico. Incluso algunos miembros de la orquesta miraban con ansiedad ora a Brodsky, ora a la partitura. Pero Brodsky seguía haciendo que las notas fueran ganando en intensidad, manteniendo siempre un tempo exageradamente lento. Luego llegó el duodécimo compás, y las notas estallaban y caían como revoloteando. Algo como un suspiro recorrió el auditorio, e instantes después la melodía volvió a remontar el vuelo…
Brodsky, de cuando en cuando, se afianzaba en la barandilla con la mano libre, pero para entonces se había adentrado ya en alguna honda dimensión de sí mismo, y parecía mantener el equilibrio sin necesidad de apoyo material alguno. Hizo oscilar el torso. Meció ambos brazos al aire en ademán de abandono. Durante los primeros pasajes del primer movimiento, advertí que algunos miembros de la orquesta miraban al auditorio con un mohín de culpabilidad, como diciendo: «¡Sí,
de verdad, es lo que nos dijo que hiciéramos!» Pero luego, progresivamente, los músicos fueron embebiéndose en la visión de la pieza de Brodsky. Fueron los violinistas quienes primero sucumbieron al embrujo de la versión brodskiana, y luego -según pude comprobar- fueron cada vez más los miembros de la orquesta que fueron adentrándose en sus interpretaciones. Cuando Brodsky los adentró en la melancolía del segundo movimiento, la orquesta parecía haber aceptado por completo su dominio. El auditorio, para entonces, también había superado su primer desasosiego, y permanecía absolutamente inmóvil.
Brodsky aprovechó la mayor laxitud formal del segundo movimiento para adentrarse en territorios aún más extraños, y hasta yo -habituado como estaba a todo tipo de aproximación a Mullery- acabé por sentirme fascinado. Brodsky tenía muy poco en cuenta la estructura externa de la música -las concesiones del compositor a la tonalidad y la melodía que ornaban la superficie de la obra-, y se centraba en las peculiares formas vivas ocultas tras la «cascara». Había cierta calidad levemente sórdida en todo ello, algo cercano al exhibicionismo, que sugería que el propio Brodsky se sentía profundamente turbado ante la naturaleza de lo que estaba desvelando, pero no podía resistirse a la compulsión de seguir hacia adelante. El efecto resultaba turbador, pero irresistible.
Volví a estudiar al auditorio que se sentaba bajo mis pies. No había duda de que aquel auditorio provinciano había quedado emocionalmente «enganchado» por Brodsky, y ahora me parecía muy posible que el turno de preguntas y respuestas no me resultara tan difícil como había imaginado. Era obvio que si Brodsky había logrado convencer a aquel auditorio con su trabajo, lo que yo pudiera responder a las preguntas resultaba algo mucho menos agobiante. Mi tarea consistiría esencialmente en endosar a aquella gente algo de lo que ya estuviera previamente convencida (en cuyo caso, aun con mi precario nivel de investigación, no había razón para que no pudiera salir airoso con unos cuantos diplomáticos y ocasionalmente humorísticos comentarios). Si, por el contrario, Brodsky dejaba al auditorio confuso e indeciso, yo, con independencia de mi estatus y experiencia, vería considerablemente entorpecida mi tarea. La atmósfera de la sala de conciertos seguía siendo inquieta, y al recordar la atormentada cólera del tercer movimiento, me pregunté qué sucedería cuando Brodsky llegara a él.
Entonces, en ese preciso instante, se me ocurrió buscar a mis padres entre el auditorio. Y casi simultáneamente, me vino a la cabeza el pensamiento de que, si no los había visto ya en las numerosas ocasiones en que había estudiado el auditorio, las probabilidades de dar con ellos ahora eran muy escasas. Sin embargo, me asomé casi temerariamente al borde del armario, y volví a barrer el auditorio con la mirada. Había ciertas partes de la sala que no alcanzaba a ver por mucho que estirara el cuello, y caí en la cuenta de que tarde o temprano tendría que bajar a la sala de conciertos. Y entonces, si seguía sin encontrarles, podría al menos interrogar a Hoffman o a la señorita Stratmann sobre el paradero de mis padres. En cualquiera de los casos, comprendí que no podía permitirme pasar más tiempo mirando desde aquel lugar de privilegio y, volviéndome con sumo cuidado, me dispuse a salir de aquel armario.
Una vez fuera, en lo alto de la pequeña escalera, vi que la cola había aumentado considerablemente. Ahora había unas veinte personas como mínimo, y experimenté un gran sentimiento de culpa por haberme demorado tanto en el armario. La gente de la cola hablaba con agitación y nerviosismo, pero al verme calló y guardó silencio. Mientras bajaba los escalones mascullé unas vagas palabras de disculpa, y al alejarme apresuradamente por el pasillo vi que quien iba detrás de mí en la cola empezaba a subir ansiosamente la escalera hacia la puerta del armario.