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La partida de cartas se fue haciendo más y más tumultuosa, y al poco todos gritaban y lanzaban vítores y risotadas. El público circundante les dirigía miradas reprobadoras, pero poco después el grueso de los espectadores, gradualmente, fue también poniéndose a charlar, aunque en tono mucho más discreto.

El hombre calvo no parecía darse cuenta de nada, y continuó recitando con vehemencia, uno tras otro, sus poemas. Luego, unos veinte minutos después de su salida al escenario, hizo una pausa y, juntando varias hojas, dijo:

– Y ahora entramos en mi segundo período. Como algunos de ustedes ya saben, mi segundo período fue propiciado por un incidente clave. Un incidente que hizo que ya no me fuera posible utilizar las herramientas creativas que hasta entonces venía utilizando. A saber: el descubrimiento de que mi mujer me había sido infiel.

Bajó la cabeza como si el recuerdo de lo que acababa de confesar aún siguiera mortificándolo. Fue entonces cuando alguien del grupo bullicioso gritó:

– ¡Pues lo que está claro es que utilizaba unas herramientas equivocadas!

Sus compañeros se echaron a reír, y una segunda voz gritó:

– El mal operario siempre echa la culpa a su herramienta.

– Y su mujer también, al parecer -gritó la primera voz.

Tal intercambio de gritos, claramente dirigidos al mayor número de presentes posible, provocó toda una oleada de risitas solapadas. Quién sabe hasta qué punto era consciente de ellas el hombre calvo, pero el caso es que calló, y que, sin mirar a los alborotadores, volvió a hurgar en sus papeles. Tal vez tenía pensado añadir algo a modo de introducción de su segundo período, pero abandonó la idea y acometió de nuevo las recitaciones.

El segundo período poético del hombre calvo no se diferenciaba en nada del primero, y la impaciencia del auditorio crecía por momentos. Hasta el punto de que minutos después, cuando uno de los alborotadores gritó algo que no alcancé a entender, gran parte del auditorio se echó a reír abiertamente. El hombre calvo pareció advertir por vez primera que estaba perdiendo el control del público, y, tras alzar la mirada a mitad de un verso, se quedó quieto, parpadeando frente a las luces, como pasmado. Una de las opciones que se le presentaban era abandonar el escenario. Otra, más digna, habría consistido en leer otros tres o cuatro poemas más antes de retirarse. El hombre calvo, sin embargo, optó por otra salida completamente diferente. Se puso a leer a un ritmo atropellado, despavorido, los poemas que le quedaban, tal vez con intención de dar término a su programa cuanto antes. Lo que consiguió fue no sólo volverse un tanto incoherente, sino insuflar nuevos ánimos a sus enemigos, que ahora lo sabían contra las cuerdas. Los cada vez más numerosos comentarios en voz alta -ya no sólo proferidos por el grupo de alborotadores- eran acogidos con estallidos de risa de un extremo a otro de la sala.

Al final, el hombre calvo hizo un último intento por recuperar el control del auditorio. Dejó la carpeta a un lado y, sin decir palabra, se puso a mirar desde el atril con aire suplicante. El público, que hasta el momento se había estado riendo, se calmó -quizá tanto por curiosidad cuanto por remordimiento- y acabó callándose. Y cuando el hombre calvo volvió a hablar, su voz había recuperado cierta autoridad.

– Les prometí una pequeña sorpresa -dijo-. Hela aquí: un nuevo poema. Lo he terminado la semana pasada. Y lo he compuesto especialmente para esta ocasión. Se titula, sencillamente, «Brodsky el conquistador». Y ahora, si me permiten…

Volvió a revolver en sus papeles, pero ahora el público permaneció en silencio. Al cabo se inclinó hacia adelante y empezó a recitar. Tras los primeros versos, alzó rápidamente la mirada y pareció sorprenderse del silencio reinante. Siguió leyendo, y a medida que lo hacía iba ganando seguridad en sí mismo, y poco después movía las manos con arrogancia para subrayar tal o cual verso clave.

Yo había pensado que el poema sería una especie de retrato global de Brodsky, pero pronto se hizo patente que abordaba únicamente las batallas de Brodsky con el alcohol. Las primeras estrofas trazaban comparaciones entre Brodsky y diversos héroes míticos. Había imágenes de Brodsky arrojando lanzas contra los invasores desde la cima de una colina; de Brodsky luchando cuerpo a cuerpo con una serpiente de mar; de Brodsky encadenado a una roca… El público seguía escuchando en actitud respetuosa, incluso solemne. Miré a la señorita Collins, pero no aprecié en ella ningún cambio de talante. Seguía, como antes, mirando al poeta con expresión interesada, aunque distante, y con un dedo a un lado de la barbilla.

Al cabo de varios minutos, el poema cambió de registro. Abandonó el decorado mítico, y se centró en incidentes reales del pasado reciente de Brodsky, incidentes que -según pude inferir- habían llegado a formar parte de la épica local. La mayoría de las referencias, claro está, eran para mí ininteligibles, pero pude apreciar que tenían por objeto reconsiderar y dignificar el papel de Brodsky en cada episodio. Desde un punto de vista literario, esta parte del poema se me antojó harto superior a la primera, pero la introducción de tales elementos concretos y familiares produjo el efecto de arruinar todo ascendiente que el hombre calvo hubiera podido lograr hasta el momento sobre sus oyentes. Una referencia a la «tragedia del autobús-albergue», por ejemplo, no consiguió sino arrancar un murmullo de risitas, que no hizo sino extenderse cuando el poema abordó el incidente en el que Brodsky «superado en número y cansado de batallar», hubo de «rendirse finalmente tras la cabina telefónica». Pero fue cuando el hombre calvo hizo mención de la «deslumbrante muestra de valentía en la excursión escolar» cuando la sala entera prorrumpió en sonoras carcajadas.

A partir de entonces vi con absoluta claridad que ya nada podría salvar al hombre calvo. Las estrofas finales, dedicadas a loar la recién recuperada sobriedad de Brodsky, fueron acogidas, verso a verso, con auténticos vendavales de carcajadas. Cuando volví a mirar a la señorita Collins, vi que el dedo que mantenía en la barbilla se acariciaba con movimientos rápidos la piel, pero por lo demás no había cambiado de actitud. El hombre calvo, ahora prácticamente inaudible en aquel mar de carcajadas y apostillas, llegó al final del poema y, recogiendo sus papeles con expresión indignada, se retiró del escenario con paso digno. Una parte del auditorio, quizá juzgando que las cosas habían ido demasiado lejos, aplaudió con generosidad la intervención del hombre calvo.

Durante los minutos que siguieron el escenario permaneció vacío, y el público pronto volvió a charlar animada y ruidosamente. Al estudiar las caras de la gente, consideré de interés el hecho de que, aunque muchos de los presentes se intercambiaban miradas de regocijo, un gran número de ellos parecía hacer gestos airados en dirección a los alborotadores. Y de pronto un foco iluminó el escenario, y apareció en él el señor Hoffman.

El director del hotel parecía furioso; avanzó con paso vivo hacia el centro del escenario y se plantó ante el atril sin ninguna ceremonia.

– ¡Damas y caballeros, por favor! -gritó, pese a que el tumulto se apaciguaba ya-. ¡Por favor! Les ruego piensen en la importancia de esta velada. Citando al señor Von Winterstein, «¡no estamos aquí para asistir a un cabaret!».

La contundencia de tal reconvención no fue bien acogida por parte del auditorio, y un irónico «uuuhhh» se alzó en el grupo de debajo del armario. Pero Hoffman prosiguió:

– Sobre todo, me siento muy afectado al comprobar la persistencia de ese concepto estúpidamente anticuado que muchos de ustedes tienen del señor Brodsky. Dejando a un lado los otros grandes méritos del poema del señor Ziegler, su postulado cardinal, es decir, el hecho de que el señor Brodsky haya derrotado de una vez por todas a los demonios que un día lo asediaron, no admite refutación alguna. Aquellos de ustedes que acaban de mofarse de la elocuente articulación de este punto por parte del señor Ziegler, estoy seguro de que muy pronto…, ¡sí, dentro de escasos minutos!, se sentirán avergonzados. ¡Sí, avergonzados! ¡Tan avergonzados como yo acabo de sentirme, en nombre de toda la ciudad, hace unos segundos!

Dio una fuerte palmada en el atril, y una parte sorprendentemente numerosa del auditorio estalló en sonoros y farisaicos aplausos. Hoffman, visiblemente aliviado, pero sin saber muy bien cómo reaccionar ante tal recibimiento, inclinó desmañadamente la cabeza varias veces. Luego, antes de que los aplausos hubieran cesado por completo, recuperó el dominio de sí mismo y declaró con voz sonora ante el micrófono:

– ¡El señor Brodsky merece ser una figura destacada de nuestra comunidad! Un manantial cultural para nuestra juventud. Un guía para aquellos más maduros en edad, quizá, pero que sin embargo se sienten perdidos y desolados ante estos negros capítulos de la historia de nuestra ciudad. ¡El señor Brodsky no merece menos! ¡Miren, mírenme! ¡Apuesto mi reputación, mi credibilidad por esto que ahora les estoy diciendo! Pero ¿qué necesidad tengo de decir esto? Dentro de un momento todos ustedes lo comprobarán con sus propios ojos y oídos. Esto no se parece en nada a la presentación que tenía pensado hacer, y lamento haberme visto obligado a decir lo que he dicho. Pero dejémonos de dilaciones. Permítanme que les presente a nuestros muy estimados invitados de la orquesta de la Stuttgart Nagel Foundation, esta noche dirigida por nuestro…, por… ¡el señor Leo Brodsky!

Sonó una salva de aplausos y el señor Hoffman se retiró del escenario. Durante los minutos que siguieron no sucedió nada, y al cabo se iluminó el foso de la orquesta y aparecieron los músicos. Hubo otra salva de aplausos, seguida de un tenso silencio mientras los miembros de la orquesta se movían en sus asientos, afinaban los instrumentos y disponían a su gusto los atriles. Hasta el grupo de alborotadores de debajo de mi armario pareció aceptar la seriedad de lo que estaba a punto de tener lugar; habían guardado las cartas y permanecían sentados y atentos, con la mirada fija en el escenario.

La orquesta, finalmente, pareció estar preparada, y un foco iluminó un extremo del escenario. Transcurrió otro minuto sin que sucediera nada, y al cabo se oyó un ruido sordo entre bastidores. El ruido se hizo más intenso, y al final Brodsky irrumpió en el círculo de luz. Y entonces se detuvo, tal vez para que el público tuviera tiempo de reaccionar ante su presencia.

A muchos de los presentes, ciertamente, les habría sido harto difícil reconocerle. Con el frac, la resplandeciente camisa blanca y el pelo bien peinado, su porte era verdaderamente impresionante. No había duda, sin embargo, de que la vieja tabla de planchar que utilizaba como muleta desmerecía un tanto su apariencia de conjunto. Al avanzar hacia el estrado del director de orquesta -la tabla de planchar producía un ruido sordo sobre el tablado a cada paso-, reparé en el arreglo que había llevado a cabo en la pernera vacía. Su deseo de que ésta no le bailara al desplazarse era perfectamente comprensible. Pero en lugar de atarla a la altura del muñón, Brodsky la había cortado y había dejado un sinuoso bajo un par de centímetros por debajo de la rodilla. Me hacía cargo de que una solución enteramente elegante no habría sido factible, pero aquel bajo sinuoso se me antojó demasiado llamativo, algo que no haría sino atraer la atención hacia su minusvalía.

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