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– Y mi padre… -Elizabeth hizo una pausa pensando en su pobre padre, que aguardaba noche tras noche en casa-, mi padre lo sabía.

– La paciencia de un santo -dijo Tom.

Elizabeth paseó la vista por el pequeño bar, el mismo viejo piano que seguía en su rincón. Lo único que había cambiado en el establecimiento era la edad de todo lo que contenía.

– Aquella noche… -dijo Elizabeth y se le arrasaron los ojos de lágrimas-, quiero darle las gracias.

Tom se limitó a asentir con pesadumbre.

– ¿Ha vuelto a verla desde entonces? -preguntó ella

Tom negó con la cabeza.

– ¿Y cree… cree que la verá? -preguntó Elizabeth con la voz un poco rota.

– No en esta vida, Elizabeth -respondió Tom confirmándole lo que siempre había sabido en lo más hondo de su ser.

– Papá… -susurró Elizabeth para sí y se fue del bar para regresar a la noche fría.

La pequeña Elizabeth se alejó corriendo del pub; notaba cada gota de lluvia que azotaba su cuerpo, el dolor en el pecho cada vez que inhalaba aire frío, y el agua que le salpicaba las piernas al pisar los charcos. Corría hacia casa.

Elizabeth subió al coche dando un pequeño salto y salió a toda velocidad del pueblo hacia el camino recto que conducía a la morada de su padre. Unos faros que venían de frente la obligaron a dar marcha atrás y aguardar a que el coche pasara antes de continuar su viaje.

Su padre lo había sabido todo este tiempo y nunca le había dicho nada. No había querido destrozar sus ilusiones acerca de su madre, a quien ella había tenido siempre en un pedestal. La había considerado un espíritu libre y a su padre le había tenido por una fuerza opresiva, como un cazador de mariposas. Tenía que verle cuanto antes para disculparse, para poner las cosas en su sitio.

Enfiló de nuevo el camino y se topó con un tractor que avanzaba hacia ella resoplando, cosa inaudita a tan altas horas. Retrocedió una vez más hasta la entrada del camino. Pero su creciente impaciencia la empujó a abandonar el coche y a ponerse a correr. Corrió tanto como pudo por el camino que la llevaba a casa.

– Papá -sollozaba la pequeña Elizabeth mientras corría por el camino de su casa. Lo llamaba con voz cada vez más fuerte y por primera vez aquella noche el viento la ayudó trasladando sus palabras hasta la vivienda.

Se encendió una luz, luego otra y vio que se abría la puerta principal.

– ¡Papá! -gritó todavía más fuerte y corrió aún más deprisa.

Brendan estaba sentado ante la ventana del dormitorio tomando a sorbos una taza de té con la vista perdida en la noche oscura, esperando con toda su alma que la visión que estaba aguardando se dignara aparecer. Las había ahuyentado a todas, había hecho exactamente lo contrario de lo que deseaba y él era el único culpable. Lo único que podía hacer era esperar. Esperar a que una de sus tres mujeres apareciera. Aunque una de ellas, lo sabía a ciencia cierta, nunca podría ni querría regresar.

Un movimiento a lo lejos atrajo su atención y se enderezó en el asiento como un perro guardián. Una mujer corría hacia él, su melena negra flotaba tras ella, su imagen se desdibujaba por culpa de la lluvia que arremetía contra la ventana y chorreaba por el cristal.

Era ella.

La taza y el platillo se le cayeron al suelo y se levantó derribando la silla hacia atrás.

– Gránnie -susurró.

Agarró el bastón y se dirigió, tan deprisa como le permitieron las piernas, a la puerta principal. La abrió y forzó la vista en la noche tormentosa para ver a su esposa.

Oyó los lejanos jadeos de la mujer que corría.

– Papá -le oyó decir.

No, imposible que estuviera diciendo eso, su Gránnie no diría eso.

– Papá -oyó sollozar otra vez.

Esos sonidos le hicieron retroceder más de veinte años en el tiempo. Era su niña, su niña que corría otra vez hacia casa bajo la lluvia porque le necesitaba.

– ¡Papá! -volvió a gritar Elizabeth.

– Estoy aquí -respondió Brendan, en voz baja al principio y luego a voz en cuello-. ¡Estoy aquí!

Oyó que su hija lloraba, la vio abrir la verja chirriante, calada hasta los huesos, y tal como hiciera veinte años atrás tendió los brazos para recibirla con un fuerte abrazo.

– Estoy aquí, no te preocupes -la tranquilizó dándole palmaditas en la cabeza y meciéndola-. Papá está aquí.


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