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– Por otro de tus éxitos -brindó Mark y bebió un sorbo de la copa llena de burbujas.

Elizabeth sonrió, henchida de orgullo.

– Ahora sí que estamos lejos de casa, ¿verdad? -reflexionó con la vista perdida en el panorama y viendo el reflejo de la fiesta que tenía lugar detrás de ella. Distinguió al propietario, Henry Hakala, que se abría paso entre la concurrencia.

– Elizabeth, por fin te encuentro. -Extendió los brazos a modo de bienvenida-. ¿Qué hace la estrella de la noche en este rincón, alejada de todo el mundo? -preguntó.

Elizabeth hizo las presentaciones de rigor.

– Henry, te presento a Mark Leeson, mi novio; Mark, él es Henry Hakala, propietario del Club Zoo.

– Entonces usted es la persona que ha estado reteniendo a mi novia hasta las tantas cada noche -bromeó Mark estrechando la mano de Henry.

Henry se rió.

– Me ha salvado la vida. ¿Tres semanas para hacer todo esto? -Con un ademán abarcó la vibrante decoración de la sala con estampados de cebra en las paredes, pieles de oso cubriendo los sofás, alfombras de falso leopardo a través del suelo entarimado, plantas enormes en maceteros cromados y bambúes delimitando la zona de la barra-. Era un plazo de entrega muy ajustado pero sabía que Elizabeth lo conseguiría. Lo que no me imaginaba es que lo hiciera tan bien. -Parecía agradecido-. En fin, los discursos están a punto de empezar. Sólo quiero decir unas palabras, mencionar los nombres de unos cuantos inversores -murmuró entre dientes-, y dar las gracias a todo el fantástico equipo que ha trabajado tan duro. Así que no te marches, Elizabeth, porque te voy a poner en el punto de mira de todos los presentes dentro de un momento.

– Oh -Elizabeth se puso colorada-, por favor, no.

– Créeme, te lloverán las ofertas a cientos después de que lo haga -dijo antes de dirigirse hacia el micrófono decorado con una especie de parra.

– Disculpe, señora Egan. -Un miembro del personal se aproximó a ella-. Tiene una llamada en el mostrador de la entrada.

Elizabeth frunció el ceño.

– ¿Yo? ¿Una llamada? ¿Está seguro?

– Usted es la señora Egan, ¿verdad?

Elizabeth asintió confundida. ¿Quién la estaría llamando allí?

– Es una muchacha, dice que es su hermana -explicó el empleado en voz baja.

– Oh. -El pulso se le aceleró mucho-. ¿Saoirse? -preguntó pasmada.

– Sí, eso es -dijo el muchacho mostrándose aliviado-. No estaba seguro de recordarlo bien.

En ese instante sintió que la música sonaba más alto, el ritmo de los tambores le martilleaba la cabeza, los estampados de pieles se juntaban y se hacían borrosos. Saoirse no la llamaba nunca; tenía que estar ocurriendo algo grave.

– Déjalo correr, Elizabeth -instó Mark en un tono bastante convincente-. Diga a la mujer del teléfono que la señora Egan está ocupada en este momento -dijo Mark al barman-. Ésta es tu noche, disfrútala -añadió en voz baja a Elizabeth.

– No, no, no le diga nada -tartamudeó Elizabeth. Debían de ser las tres de la madrugada en Irlanda. ¿Por qué telefoneaba tan tarde Saoirse?-. Atenderé la llamada, gracias -le dijo al muchacho.

– Elizabeth, el discurso está a punto de empezar -advirtió Mark mientras se iba haciendo el silencio en la sala y los invitados se congregaban delante del micrófono-. No puedes perdértelo -agregó entre dientes-. Este es tu momento de gloria.

– No, no, no puedo -replicó Elizabeth con voz temblorosa y se alejó enfilando en dirección al teléfono.

– ¿Diga? -dijo instantes después con una voz que ponía en evidencia su preocupación.

– ¿Elizabeth? -sollozó la voz de Saoirse.

– Soy yo, Saoirse. ¿Ocurre algo malo? -preguntó notando que el corazón le latía alocadamente.

En el club reinaba el silencio mientras Henry desgranaba su discurso.

– Sólo quería que… -Saoirse se quedó pasmada sin saber qué decir y se calló.

– ¿Querías que qué? ¿Va todo bien? -preguntó Elizabeth con premura.

La voz de Henry atronaba.

– …Y por último pero no por ello menos importante quiero dar las gracias a la maravillosa Elizabeth Egan de Morgan Designs por diseñar tan maravillosamente este lugar en tan poco tiempo. Ha creado algo completamente distinto de lo que hay ahí fuera ahora mismo, convirtiendo el Club Zoo en el más frecuentado, moderno y novedoso de la noche neoyorquina, garantizando que la cola de gente deseosa de entrar dé la vuelta a la manzana. Está en un rincón de allí al fondo. Elizabeth, salúdanos con la mano, deja que todo el mundo sepa quién eres para que te me puedan arrebatar.

Los presentes se volvieron en silencio buscando a la diseñadora con la mirada.

– Vaya -resonó la voz de Henry-, bueno, estaba allí hace un segundo. Quizás algún avispado ya se la haya llevado para hacerle un encargo.

Todos rieron.

Elizabeth miró hacia la sala y vio a Mark que, con dos copas de champán en las manos, se encogía de hombros en respuesta a cuantos se volvían hacia él y se reía. Fingía reír.

– Saoirse. -A Elizabeth se le quebró la voz-. Por favor, dime si pasa algo malo. ¿Has vuelto a meterte en líos?

Silencio. En vez del hilo de voz sollozante que Elizabeth había oído antes, la voz de Saoirse sonó con fuerza.

– No -espetó-. No, estoy bien. Todo va bien. Que lo pases bien en la fiesta.

Y colgó.

Elizabeth suspiró y colgó el teléfono lentamente.

Dentro el discurso había terminado y los tambores volvían a llenar la estancia; y las conversaciones así como las bebidas continuaron fluyendo.

Ni ella ni Mark estaban de humor para fiestas.

Elizabeth veía una figura gigantesca erguida en la distancia mientras conducía por el camino que llevaba a la granja de su padre. Había salido temprano del trabajo y andaba buscando a Saoirse. Hacía varios días que nadie la había visto, ni siquiera el dueño del pub del pueblo, lo cual era toda una novedad.

Siempre había resultado complicado indicar a la gente el modo de llegar hasta la granja, ya que quedaba muy aislada del resto de la localidad. El camino ni siquiera tenía nombre, cosa que a Elizabeth le parecía apropiada; era un camino que todos olvidaban. Los carteros y los repartidores de leche novatos siempre tardaban unos cuantos días en encontrar la dirección, los políticos nunca hacían campaña delante de la casa, los niños nunca llamaban a la puerta la noche de Halloween, víspera de Todos los Santos. Cuando era niña Elizabeth había intentado convencerse de que su madre simplemente se había perdido y no lograba encontrar el camino de la casa.

Recordaba haberle contado esa teoría a su padre, el cual apenas esbozó una sonrisa y contestó:

– ¿Sabes qué, Elizabeth? No estás muy equivocada.

Aquélla fue la única explicación que recibió, si es que cabía considerarla como tal. Nunca comentaban la desaparición de su madre. Los vecinos y los parientes que iban a visitarlos bajaban la voz cuando Elizabeth estaba cerca. Nadie le contaba lo que había ocurrido y ella se guardaba de preguntar. No quería que aquel incómodo silencio se cerniera sobre ellos ni que su padre saliera hecho una furia de la casa cuando se mencionaba el nombre de su madre. Si no mencionar a su madre garantizaba que todos fueran felices, Elizabeth estaba más que dispuesta a complacerlos, como de costumbre.

De todos modos no creía que realmente quisiera saberlo. El misterio de no saber resultaba más placentero. Le permitía crear escenas en su mente, pintar a su madre en mundos exóticos y emocionantes y dormirse imaginándola en una isla desierta, comiendo bananas y cocos y enviando a Elizabeth mensajes en botellas. Cada mañana inspeccionaba la costa con los binoculares de su padre en busca de una botella flotante.

Otra teoría era que se había convertido en una estrella de Hollywood. Elizabeth se sentaba con la nariz pegada a la pantalla del televisor durante la función de tarde del domingo aguardando el gran debut de su madre. Pero acabó cansándose de buscar, esperar, imaginar y no preguntar, y con el tiempo hasta llegó a perder el interés.

La figura no se movía de la ventana del viejo dormitorio de Elizabeth. Habitualmente su padre la esperaba en el jardín. Hacía años que Elizabeth no pisaba el interior de la casa. Aguardó fuera por espacio de unos minutos y tras constatar que ni su padre ni Saoirse daban señales de vida se apeó del coche, empujó despacio la verja cuyo chirrido de goznes le puso la piel de gallina y avanzó tambaleándose sobre las losas irregulares del sendero de entrada por culpa de los tacones altos. La hierba se asomaba a las grietas para estudiar al extraño que entraba sin autorización en su territorio.

Elizabeth llamó dos veces a la puerta verde y descascarillada y acto seguido apartó el puño, cogiéndoselo con la otra mano como si se hubiese quemado. Aunque no contestó nadie sabía que había alguien en el dormitorio de la derecha. Dentro reinaban la quietud, y el conocido olor a humedad de lo que antaño consideraba su hogar la alcanzó haciéndola parar en seco unos instantes. Una vez se hubo adaptado a las emociones que el olfato había despertado en su fuero interno, se decidió a entrar.

Carraspeó.

– ¿Hola?

No obtuvo respuesta.

– ¿Hola? -repitió con más fuerza. Su voz de adulta sonaba mal en el hogar de su infancia.

Comenzó por dirigirse a la cocina confiando en que su padre la oyera y saliera a su encuentro. Lo último que deseaba era volver a ver su antiguo dormitorio. Los tacones altos resonaban en el suelo de piedra, otro ruido característico de la casa. Contuvo el aliento al entrar en la cocina comedor. Todo y nada seguía igual. Los olores, el reloj en la repisa de la chimenea, el mantel de encaje, la estera, el sillón junto al fuego, la tetera roja encima de la cocina Aga, las cortinas. Todo seguía teniendo su sitio, había envejecido y acusaba el paso del tiempo, pero aún era parte de la casa. Era como si nadie hubiese vivido allí desde que Elizabeth se marchara. Y tal vez nadie lo había hecho de verdad.

Se quedó un rato plantada en medio de la habitación pasando revista a los adornos, extendiendo el brazo para tocarlos, pero haciéndolo sólo con las puntas de los dedos. Todo seguía igual. Se sintió como si estuviera en un museo; hasta el sonido de los llantos, las risas, las disputas y el amor habían sido conservados y flotaban en el aire como el humo de un cigarrillo.

Finalmente no aguantó más; necesitaba hablar con su padre, averiguar dónde estaba Saoirse, y para ello tendría que ir a su dormitorio. Giró lentamente el pomo de latón que todavía colgaba suelto de la puerta como en su infancia. Abrió la puerta empujándola, no entró ni miró en derredor. Sólo miró directamente a su padre, sentado en un sillón delante de la ventana, inmóvil.

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