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– Sólo que el sucesor suele ser sordo o antipático frente al que lo precedió.

Creí que le iba a simpatizar mi aguda gracejada. Por el contrario, la ojerosa mirada se le oscureció aún más…

– La gratitud, señor Valdivia, la gratitud y la ingratitud. La primera es rara moneda política. La segunda, morralla de todos los días.

Se quitó discretamente una lagaña del ojo.

– Póngase a pensar cuántos presidentes salidos del PRI fueron leales con su antecesor. Después de todo, en el sistema PRI-Presidente el que llegaba a sentarse en la Silla del Águila llegaba por decisión del que ya estaba sentado allí. El Tapado pasaba a ser el Ungido. ¡Un perverso efecto del sistema! El nuevo mandamás tenía que probar cuanto antes que no dependía de quien lo nombró. Qué paradoja o mejor dicho, qué parajoda, señor Valdivia. Un sistema de Partido único en el cual la oposición siempre ganaba, porque el nuevo Presidente tenía que darle en la madre a su antecesor…

– Hubo excepciones -dije muy cartesianamente.

El Anciano escogió tres bolillos de la canasta de pan y dejó otros ocho adentro. No tuvo que decir más, aunque con el dedo de Dios escribió invisiblemente sobre el mantel 1940-1994.

– Pero ahora vivimos en democracia -comenté con forzado optimismo.

– Y el Presidente en turno sigue teniendo favoritos para sucederle, en su cabeza está pesando y sopesando quién servirá mejor al país, quién le será más leal, quién le respetará a su gente y quién no…

– Pero ahora el candidato del Presidente no será, como en tiempos de usted, el mero mero…

– No, pero el expresidente saliente será, letalmente, el expresidente, gane quien gane las elecciones. Y sucede que todo expresidente tiene esqueletos en el armario. Hermanos pillos, amantes insaciables, hermanitas impresentables, hijos perdularios, hombres de paja para los negocios, amigos de toda la vida que no pueden ser condenados a muerte, qué sé yo… ¿Qué le queda a uno sino compensar la extravagancia de sus allegados con una austeridad monástica? Ya ven lo que dicen de mí. Que me acuesto temprano para no gastar las velas.

– Sabe usted todo -le di mi mejor sonrisa. No me la contestó.

– Sufrir y aprender -suspiró y miró de nuevo con ensoñación hacia la masa brumosa del castillo de San Juan de Ulúa, la fortaleza que vigila la entrada del puerto.

Me percaté de que, atento al gesto y palabra de El Anciano del Portal, no había puesto una mirada atenta en la mole grisácea de Ulúa, que parecía una arquitectura aparte, inserta en el pasado, cargada de contingencias inamovibles…

– ¿Mira usted el castillo que es prisión? ¿Imagina la cantidad de políticos que debían estar allí purgando sus ofensas a la nación?

– Ya que usted lo dice, señor…

Se encogió de hombros, crujiendo levemente.

– Tenemos dos reglas de oro para la política mexicana. Una es benigna: la no reelección. Otra es más severa: el exilio. Pero la razón es la misma: todo malhechor es reincidente, mi joven amigo.

Me miró desde las profundidades de sus ojeras.

– ¿Sabe usted? Es un error creer que el Presidente sólo domina a los débiles. Lo más necesario pero lo más difícil es dominar a los poderosos. Le doy una regla y si quiere pásesela a los aspirantes a puestos públicos. Es esta. Si alguien quiere formar parte del Gabinete, primero debe ingerir un litro de vinagre por la nariz. Es la mejor preparación para llegar a la Presidencia, se lo aseguro…

El mozo de La Parroquia se acercó con la humeante y enorme cafetera. El Anciano se excusó. No me había invitado a beber un tercer café. Me arrimó el vaso de vidrio. El fantástico servidor cumplió con ese rito extraordinario que conocen todos los que desayunan en La Parroquia. El mozo levanta la cafetera por encima de su cabeza. La inclina y hace que el chorro del aromático líquido (¿así se dice?) caiga precisamente dentro del vaso.

Parece -es- un acto de magia. Fue en ese momento, inoportunamente, cuando le pregunté al exjefe del Estado:

– Y usted, señor Presidente, ¿se inclina por alguien para la sucesión de Lorenzo Terán?

El viejo pudo guardar silencio, mirar los cuervos anidándose para pasar una buena noche en los laureles de la plaza: nubes de aves buscando guarida nocturna con un alboroto que por fortuna opaco mis palabras, aunque El Anciano las escuchase. Le puedo decir desde ya, señora, que no he conocido oído más fino que el del expresidente al que, estúpidamente, quienes le pedían favores lo conducían al rincón más apartado del despacho para decirle:

– Como dicen que en el fondo es usted muy buena gente…

Yo no sé si El Anciano del Portal es buena o mala gente. Sólo sé que es un viejo astuto, que se las sabe todas y que no suelta prenda. ¿Me oyó, no me oyó, no quiso que el camarero oyese? El hecho, mi admirada aunque cruel amiga, es que el viejo empleó esos minutos de silencio, interrumpido sólo por el alborotado (¿o plañidero?) graznar de las aves crepusculares, para darme una clase de cómo se dice todo sin decir nada en la política mexicana.

Le ruego repetir ante un espejo cada una de las indicaciones mímicas del viejo expresidente.

Se llevó un dedo al lóbulo de la oreja y se lo restregó. Hay que saber escuchar.

Luego se pasó las manos por los ojos, tapándolos. Si te vi, no me acuerdo.

Acto seguido, tiró con el índice del párpado inferior de un ojo, abriéndolo desmesuradamente. Mucho ojo. Cuidado. Alerta.

Acto inmediato, arqueó una sola ceja como para comunicar escepticismo. No te dejes tomar el pelo por este individuo.

Y al mismo tiempo, hizo un gesto de volar con una sola mano. Cuidado con este. Es más largo que la cuaresma. Sabe sostener un engaño.

Y acabó con el dedo índice sobre una de las aletas nasales. No te dejes engañar. Huéletelas.

Enumero, querida amiga, la rápida sucesión de señas que siguió al simbolismo nasal. La mano sobre el corazón. Ambas manos agitadas en signo de separación de asuntos incomparables. La mano a la bragueta para indicar muchos güevos. El pulgar levantado como César que otorga vida en el Circo Máximo y en seguida volteado para condenar a muerte. El dedo índice cortando el gaznate como una navaja. El índice y el pulgar unidos para formar la perfecta "O" del éxito. La mueca de los labios para inyectar escepticismo en la ilusión de triunfo. Los ojos achicados por la duda y el "¿qué te crees?" Los hombros levantados con resignación, "¿qué se le va a hacer?" Las manos abiertas con el "ni modo" fatal. Luego su famoso dedo índice levantado en ominosa advertencia. Y finalmente el mismo dedo pasado por los labios como invisible zíper. Ni una palabra. Chitón. El silencio es oro.

Después de esta muestra de soberanía gestual, mi admirada y deseada señora, qué me quedaba sino agradecerle a El Anciano del Portal sus consejos, su tiempo, su atención. Me miró con la máscara de la imparcialidad. Quiso que viera en él a un personaje interpretando un papel. El benigno Patriarca de Provincia. El Sabio Cincinato Mexicano. Me estaba educando: -Niño: juega al pendejo. Hay que saber pasar por idiota. Sé el Pacheco del drama. Puro gesto. Ni una palabra. El maestro de la perífrasis. El malabarista de lo no dicho por sobrentendido. El rey del eufemismo.

Me retiré dando las gracias mientras El Anciano me inclinaba la cabeza, una cacatúa se le paraba en el hombro y el mesero le ofrecía la caja con fichas de dominó.

El sol se ponía alarmantemente, los cuervos graznaban escondidos y el castillo-prisión de San Juan de Ulúa, tan turbio durante el día, cobraba resplandores de leyenda al caer la noche.

Posdata: Me ha retirado usted el derecho a tutearla mientras no me muestre a la altura de las circunstancias. Me ha enviado como un párvulo a recibir lecciones de El Anciano del Portal como si la nueva Academia de Platón se encontrase en la plaza central de este vagabundo puerto. No crea que me ofende. Nada más me acicatea. Vale. NV

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