Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Le pasó el mate vacío a la Maga, que se había acurrucado a sus pies con la pava entre las rodillas. Empezaba a sentirse bien. Sintió los dedos de la Maga en un tobillo, en los cordones del zapato. Se lo dejó quitar, suspirando. La Maga sacó la media empapada y le envolvió el pie en una hoja doble del Figaro Littéraire. El mate estaba muy caliente y muy amargo.

A Gregorovius le gustó la caña, no era como el barack pero se le parecía. Hubo un catálogo minucioso de bebidas húngaras y checas, algunas nostalgias. Se oía llover bajito, todos estaban tan bien, sobre todo Rocamadour que llevaba más de una hora sin chistar. Gregorovius hablaba de Transilvania, de unas aventuras que había tenido en Salónica. Oliveira se acordó de que en la mesa de luz había un paquete de Gauloises y una zapatillas de abrigo. Tanteando se acercó a la cama. «Desde París cualquier mención de algo que esté más allá de Viena suena a literatura», decía Gregorovius, con la voz del que pide disculpas. Horacio encontró los cigarrillos, abrió la puerta de la mesa de luz para sacar las zapatillas. En la penumbra veía vagamente el perfil de Rocamadour boca arriba. Sin saber demasiado por qué le rozó la frente con un dedo. «Mi madre no se animaba a mencionar la Transilvania, tenía miedo de que la asociaran con historias de vampiros, como si eso… Y el tokay, usted sabe…» De rodillas al lado de la cama, Horacio miró mejor. «Imagínese desde Montevideo», decía la Maga. «Uno cree que la humanidad es una sola cosa, pero cuando se vive del lado del Cerro… ¿El tokay es un pájaro?» «Bueno, en cierto modo.» La reacción natural, en esos casos. A ver: primero… («¿Qué quiere decir en cierto modo? ¿Es un pájaro o no es un pájaro?») Pero no había más que pasar un dedo por los labios, la falta de respuesta. «Me he permitido una figura poco original, Lucía. En todo buen vino duerme un pájaro.» La respiración artificial, una idiotez. Otra idiotez, que le temblaran en esa forma las manos, estaba descalzo y con la ropa mojada (habría que friccionarlo con alcohol, a lo mejor obrando enérgicamente). «Un soir, l’âme du vin chantait dans les bouteilles», escandía Ossip. «Ya Anacreonte, creo…» Y se podía casi palpar el silencio resentido de la Maga, su nota mental: Anacreonte, autor griego jamás leído. Todos lo conocen menos yo. ¿Y de quién sería ese verso, un soir, l’âme du vin? La mano de Horacio se deslizó entre las sábanas, le costaba un esfuerzo terrible tocar el diminuto vientre de Rocamadour, los muslos fríos, más arriba parecía haber como un resto de calor pero no, estaba tan frío. «Calzar en el molde», pensó Horacio. «Gritar, encender la luz, armar la de mil demonios normal y obligatoria. ¿Por qué?» Pero a lo mejor, todavía… «Entonces quiere decir que este instinto no me sirve de nada, esto que estoy sabiendo desde abajo. Si pego el grito es de nuevo Berthe Trépat, de nuevo la estúpida tentativa, la lástima. Calzar en el guante, hacer lo que debe hacerse en esos casos. Ah, no, basta. ¿Para qué encender la luz y gritar si sé que no sirve para nada? Comediante, perfecto cabrón comediante. Lo más que se puede hacer es…» Se oía el tintinear del vaso de Gregorovius contra la botella de caña. «Sí, se parece muchísimo al barack.» Con un Gauloise en la boca, frotó un fósforo mirando fijamente. «Lo vas a despertar», dijo la Maga, que estaba cambiando la yerba. Horacio sopló brutalmente el fósforo. Es un hecho conocido que si las pupilas, sometidas a un rayo luminoso, etc. Quod erat demostrandum. «Como el barack, pero un poco menos perfumado», decía Ossip.

– El viejo está golpeando otra vez -dijo la Maga. -Debe ser un postigo-dijo Gregorovius.

– En esta casa no hay postigos. Se ha vuelto loco, seguro. Oliveira se calzó las zapatillas y volvió al sillón. El mate estaba estupendo, caliente y muy amargo. Arriba golpearon dos veces, sin mucha fuerza.

– Está matando las cucarachas -propuso Gregorovius.

– No, se ha quedado con sangre en el ojo y no quiere dejarnos dormir. Subí a decirle algo, Horacio.

– Subí vos -dijo Oliveira-. No sé por qué, pero a vos te tiene más miedo que a mí. Por lo menos no saca a relucir la xenofobia, el apartheid y otras segregaciones.

– Si subo le voy a decir tantas cosas que va a llamar a la policía.

– Llueve demasiado. Trabajátelo por el lado moral, elogiale las decoraciones de la puerta. Aludí a tus sentimientos de madre, esas cosas. Andá, haceme caso.

– Tengo tan pocas ganas -dijo la Maga.

– Andá, linda -dijo Oliveira en voz baja.

– ¿Pero por qué querés que vaya yo?

– Por darme el gusto. Vas a ver que la termina. Golpearon dos veces, y después una vez. La Maga se levantó y salió de la pieza. Horacio la siguió, y cuando oyó que subía la escalera encendió la luz y miró a Gregorovius. Con un dedo le mostró la cama. Al cabo de un minuto apagó la luz mientras Gregorovius volvía al sillón.

– Es increíble -dijo Ossip, agarrando la botella de caña en la oscuridad.

– Por supuesto. Increíble, ineluctable, todo eso. Nada de necrologías, viejo. En esta pieza ha bastado que yo me fuera un día para que pasaran las cosas más extremas. En fin, lo uno servirá de consuelo para lo otro.

– No entiendo -dijo Gregorovius.

– Me entendés macanudamente bien. Ça va, ça va. No te podés imaginar lo poco que me importa.

Gregorovius se daba cuenta de que Oliveira lo estaba tuteando, y que eso cambiaba las cosas, como si todavía se pudiera… Dijo algo sobre la cruz roja, las farmacias de turno.

– Hacé lo que quieras, a mí me da lo mismo -dijo Oliveira-. Lo que es hoy… Qué día, hermano.

Si hubiera podido tirarse en la cama, quedarse dormido por un par de años. «Gallina», pensó. Gregorovius se había contagiado de su inmovilidad, encendía trabajosamente la pipa. Se oía hablar desde muy lejos, la voz de la Maga entre la lluvia, el viejo contestándole con chillidos. En algún otro piso golpearon una puerta, gente que salía a protestar por el ruido.

– En el fondo tenés razón -admitió Gregorovius-. Pero hay una responsabilidad legal, creo.

– Con lo que ha pasado ya estamos metidos hasta las orejas -dijo Oliveira-. Especialmente ustedes dos, yo siempre puedo probar que llegué demasiado tarde. Madre deja morir infante mientras atiende amantes sobre alfombra.

– Si querés dar a entender…

– No tiene ninguna importancia, che.

– Pero es que es mentira, Horacio.

– Me da igual, la consumación es un hecho accesorio. Yo ya no tengo nada que ver con todo esto, subí porque estaba mojado y quería tomar mate. Che, ahí viene gente.

– Habría que llamar a la asistencia pública -dijo Gregorovius.

– Bueno, dale. ¿No te parece que es la voz de Ronald?

– Yo no me quedo aquí -dijo Gregorovius, levantándose-. Hay que hacer algo, te digo que hay que hacer algo.

– Pero si yo estoy convencidísimo, che. La acción, siempre la acción. Die Tätigkeit, viejo. Zás, éramos pocos y parió la abuela. Hablen bajo, che, que van a despertar al niño.

– Salud -dijo Ronald.

– Hola -dijo Babs, luchando por meter el paraguas.

– Hablen bajo -dijo la Maga que llegaba detrás de ellos-. ¿Por qué no cerrás el paraguas para entrar?

– Tenés razón -dijo Babs-. Siempre me pasa igual en todas partes. No hagás ruido, Ronald. Venimos nada más que un momento para contarles lo de Guy, es increíble. ¿Se les quemaron los fusibles?

– No, es por Rocamadour.

– Hablá bajo -dijo Ronald-. Y meté en un rincón ese paraguas de mierda.

– Es tan difícil cerrarlo -dijo Babs-. Con lo fácil que se abre.

– El viejo me amenazó con la policía -dijo la Maga, cerrando la puerta-. Casi me pega, chillaba como un loco. Ossip, usted tendría que ver lo que tiene en la pieza, desde la escalera se alcanza a ver algo. Una mesa llena de botellas vacías y en el medio un molino de viento tan grande que parece de tamaño natural, como los del campo en el Uruguay. Y el molino daba vueltas por la corriente de aire, yo no podía dejar de espiar por la rendija de la puerta, el viejo se babeaba de rabia.

35
{"b":"125398","o":1}