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– Ça alors -dijo Etienne.

– Sí, la gran época de Armstrong -dijo Ronald, examinando la pila de discos que había elegido Babs-. Como el período del gigantismo en Picasso, si quieres. Ahora están los dos hechos unos cerdos. Pensar que los médicos inventan curas de rejuvenecimiento… Nos van a seguir jodiendo otros veinte años, verás.

– A nosotros no -dijo Etienne-. Nosotros ya les hemos pegado un tiro en el momento justo, y ojalá me lo peguen a mí cuando sea la hora.

– La hora justa, casi nada pedís, pibe -dijo Oliveira, bostezando-. Pero es cierto que ya les pegamos el tiro de gracia. Con una rosa en vez de una bala, por decirlo así. Lo que sigue es costumbre y papel carbónico, pensar que Armstrong ha ido ahora por primera vez a Buenos Aires, no te podés imaginar los miles de cretinos convencidos de que estaban escuchando algo del otro mundo, y Satchmo con más trucos que un boxeador viejo, esquivando el bulto, cansado y monetizado y sin importarle un pito lo que hace, pura rutina, mientras algunos amigos que estimo y que hace veinte años se tapaban las orejas si les ponías Mahogany Hall Stomp, ahora pagan qué sé yo cuántos mangos la platea para oír esos refritos. Claro que mi país es un puro refrito, hay que decirlo con todo cariño.

– Empezando por ti -dijo Perico detrás de un diccionario-. Aquí has venido siguiendo el molde de todos tus connacionales que se largaban a París para hacer su educación sentimental. Por lo menos en España eso se aprende en el burdel y en los toros, coño.

– Y en la condesa de Pardo Bazán -dijo Oliveira, bostezando de nuevo-. Por lo demás tenés bastante razón, pibe. Yo en realidad donde debería estar es jugando al truco con Traveler. Verdad que no lo conocés. No conocés nada de todo eso. ¿Para qué hablar?

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Salió del rincón donde estaba metido, puso un pie en una porción del piso después de examinarlo como si fuera necesario escoger exactamente el lugar para poner el pie, después adelantó el otro con la misma cautela, y a dos metros de Ronald y Babs empezó a encogerse hasta quedar impecablemente instalado en el suelo.

– Llueve -dijo Wong, mostrando con el dedo el tragaluz de la bohardilla.

Disolviendo la nube de humo con una lenta mano, Oliveira contempló a Wong desde un amistoso contento. -Menos mal que alguien se decide a situarse al nivel del mar, no se ven más que zapatos y rodillas por todos lados. ¿Dónde está su vaso, che?

– Por ahí -dijo Wong.

A la larga resultó que el vaso estaba lleno y a tiro. Se pusieron a beber, apreciativos, y Ronald les soltó un John Coltrane que hizo bufar a Perico. Y después un Sidney Bechet época París merengue, un poco como tomada de pelo a las fijaciones hispánicas.

– ¿Es cierto que usted prepara un libro sobre la tortura?

– Oh, no es exactamente eso dijo Wong.

– ¿Qué es, entonces?

– En China se tenía un concepto distinto del arte.

– Ya lo sé, todos hemos leído al chino Mirbeau. ¿Es cierto que usted tiene fotos de torturas, tomadas en Pekín en mil novecientos veinte o algo así?

– Oh, no dijo Wong, sonriendo-. Están muy borrosas, no vale la pena mostrarlas.

– ¿Es cierto que siempre lleva la peor en la cartera? -Oh, no -dijo Wong.

– ¿Y que la ha mostrado a unas mujeres en un café? -Insistían tanto dijo Wong-. Lo peor es que no comprendieron nada.

– A ver -dijo Oliveira, estirando la mano.

Wong se puso a mirarle la mano, sonriendo. Oliveira estaba demasiado borracho para insistir. Bebió más vodka y cambió de postura. Le pusieron una hoja de papel doblada en cuatro en la mano. En lugar de Wong había una sonrisa de gato de Cheshire y una especie de reverencia entre el humo. El poste debía medir unos dos metros, pero había ocho postes solamente que era el mismo poste repetido ocho veces en cuatro series de dos fotos cada una, que se miraban de izquierda a derecha y de arriba abajo, el poste era exactamente el mismo a pesar de ligeras diferencias de enfoque, lo único que iba cambiando era el condenado sujeto al poste, las caras de los asistentes (había una mujer a la izquierda) y la posición del verdugo, siempre un poco a la izquierda por gentileza hacia el fotógrafo, algún etnólogo norteamericano o danés con buen pulso pero una Kodak año veinte, instantáneas bastante malas, de manera que aparte de la segunda foto, cuando la suerte de los cuchillos había decidido oreja derecha y el resto del cuerpo desnudo se veía perfectamente nítido, las otras fotos, entre la sangre que iba cubriendo el cuerpo y la mala calidad de la película o del revelado, eran bastante decepcionantes sobre todo a partir de la cuarta, en que el condenado no era más qué una masa negruzca de la que sobresalía la boca abierta y un brazo muy blanco, las tres últimas fotos eran prácticamente idénticas salvo la actitud del verdugo, en la sexta foto agachado junto a la bolsa de los cuchillos, sacando la suerte (pero debía trampear, porque si empezaban por los cortes más profundos…), y mirando mejor se alcanzaba a ver que el torturado estaba vivo porque un pie se desviaba hacia afuera a pesar de la presión de las sogas, y la cabeza estaba echada hacia atrás; la boca siempre abierta, en el suelo la gentileza china debía haber amontonado abundante aserrín porque el charco no aumentaba, hacía un óvalo casi perfecto en torno al poste. «La séptima es la crítica», la voz de Wong venía desde muy atrás del vodka y el humo, había que mirar con atención porque la sangre chorreaba desde los dos medallones de las tetillas profundamente cercenadas (entre la segunda y tercera foto), pero se veía que en la séptima había salido un cuchillo decisivo porque la forma de los muslos ligeramente abiertos hacia afuera parecía cambiar, y acercándose bastante la foto a la cara se veía que el cambio no era en los muslos sino entre las ingles, en lugar de la mancha borrosa de la primera foto había como un agujero chorreado, una especie de sexo de niña violada de donde saltaba la sangre en hilos que resbalaban por los muslos. Y si Wong desdeñaba la octava foto debía tener razón porque el condenado ya no podía estar vivo, nadie deja caer en esa forma la cabeza de costado. «Según mis informes la operación total duraba una hora y media», observó ceremoniosamente Wong. La hoja de papel se plegó en cuatro, una billetera de cuero negro se abrió como un caimancito para comérsela entre el humo. «Por supuesto, Pekín ya no es el de antes. Lamento haberle mostrado algo bastante primitivo, pero otros documentos no se pueden llevar en el bolsillo, hacen falta explicaciones, una iniciación…» La voz llegaba de tan lejos que parecía una prolongación de las imágenes, una glosa de letrado ceremonioso. Por encima o por debajo Big Bill Broonzy empezó a salmodiar See, see, rider, como siempre todo convergía desde dimensiones inconciliables, un grotesco collage que había que ajustar con vodka y categorías kantianas, esos tranquilizantes contra cualquier coagulación demasiado brusca de la realidad. O, como casi siempre, cerrar los ojos y volverse atrás, al mundo algodonoso de cualquier otra noche escogida atentamente de entre la baraja abierta’. See, see, rider, cantaba Big Bill, otro muerto, see what you have done.

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