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Hubiera sido tan fácil organizar un esquema coherente, un orden de pensamiento y de vida, una armonía. Bastaba la hipocresía de siempre, elevar el pasado a valor de experiencia, sacar partido de las arrugas de la cara, del aire vivido que hay en las sonrisas o los silencios de más de cuarenta años. Después uno se ponía un traje azul, se peinaba las sienes plateadas y entraba en las exposiciones de pintura, en la Sade y en el Richmond, reconciliado con el mundo. Un escepticismo discreto, un aire de estar de vuelta, un ingreso cadencioso en la madurez, en el matrimonio, en el sermón paterno a la hora del asado o de la libreta de clasificaciones insatisfactoria. Te lo digo porque yo he vivido mucho. Yo que he viajado. Cuando yo era muchacho. Son todas iguales, te lo digo yo. Te hablo por experiencia, m’hijo. Vos todavía no conocés la vida.

Y todo eso tan ridículo y gregario podía ser peor todavía en otros planos, en la meditación siempre amenazada por los idola fori, las palabras que falsean las intuiciones, las petrificaciones simplificantes, los cansancios en que lentamente se va sacando del bolsillo del chaleco la bandera de la rendición. Podía ocurrir que la traición se consumara en una perfecta soledad, sin testigos ni cómplices: mano a mano, creyéndose más allá de los compromisos personales y los dramas de los sentidos, más allá de la tortura ética de saberse ligado a una raza o por lo menos a un pueblo y una lengua. En la más completa libertad aparente, sin tener que rendir cuentas a nadie, abandonar la partida, salir de la encrucijada y meterse por cualquiera de los caminos de la circunstancia, proclamándolo el necesario o el único. La Maga era uno de esos caminos, la literatura era otro (quemar inmediatamente el cuaderno aunque Gekrepten se re-tor-cie-ra las manos), la fiaca era otro, y la meditación al soberano cuete era otro. Parado delante de una pizzería de Corrientes al mil trescientos, Oliveira se hacía las grandes preguntas: «Entonces, ¿hay que quedarse como el cubo de la rueda en mitad de la encrucijada? ¿De que sirve saber o creer saber que cada camino es falso si no lo caminamos con un propósito que ya no sea el camino mismo? No somos Buda, che, aquí no hay árboles donde sentarse en la postura del loto. Viene un cana y te hace la boleta.»

Caminar con un propósito que ya no fuera el camino mismo. De tanta cháchara (qué letra, la ch, madre de la chancha, el chamamé y el chijete) no le quedaba más resto que esa entrevisión. Sí, era una fórmula meditable. Así la visita al Cerro, después de todo, habría tenido un sentido, así la Maga dejaría de ser un objeto perdido para volverse la imagen de una posible reunión -pero no ya con ella sino más acá o más allá de ella; por ella, pero no ella-. Y Manú, y el circo, y esa increíble idea del loquero de la que hablaban tanto en estos días, todo podía ser significativo siempre que se lo extrapolara, hinevitable hextrapolación a la hora metafísica, siempre fiel a la cita ese vocablo cadensioso. Oliveira empezó a morder la pizza, quemándose las encías como le pasaba siempre por glotón, y se sintió mejor. Pero cuantas veces había cumplido el mismo ciclo en montones de esquinas y cafés de tantas ciudades, cuantas veces había llegado a conclusiones parecidas, se había sentido mejor, había creído poder empezar a vivir de otra manera, por ejemplo una tarde en que se había metido a escuchar un concierto insensato, y después… Después había llovido tanto, para qué darle vueltas al asunto. Era como con Talita, más vueltas le daba, peor. Esa mujer estaba empezando a sufrir por culpa de él, no por nada grave, solamente que él estaba ahí y todo parecía cambiar entre Talita y Traveler, montones de esas pequeñas cosas que se daban por supuestas y descontadas, de golpe se llenaban de filos y lo que empezaba siendo un puchero a la española acababa en un arenque a la Kierkegaard, por no decir más. La tarde del tablón había sido una vuelta al orden, pero Traveler había dejado pasar la ocasión de decir lo que había que decir para que ese mismo día Oliveira se mandara mudar del barrio y de sus vidas, no solamente no había dicho nada sino que le había conseguido el empleo en el circo, prueba de que. En ese caso apiadarse hubiera sido tan idiota como la otra vez: lluvia, lluvia. ¿Seguiría tocando el piano Berthe Trépat?

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Talita y Traveler hablaban enormemente de locos célebres o de otros más secretos, ahora que Ferraguto se había decidido a comprar la clínica y cederle el circo con gato y todo a un tal Suárez Melián. Les parecía, sobre todo a Talita, que el cambio del circo a la clínica era una especie de paso adelante, pero Traveler no veía muy clara la razón de ese optimismo. A la espera de un mejor entendimiento andaban muy excitados y continuamente salían a sus ventanas o a la puerta de calle para cambiar impresiones con la señora de Gutusso, don Bunche, don Crespo y hasta con Gekrepten si andaba a tiro. Lo malo era que en esos días se hablaba mucho de revolución, de que Campo de Mayo se iba a levantar, y a la gente eso le parecía mucho más importante que la adquisición de la clínica de la calle Trelles. Al final Talita y Traveler se ponían a buscar un poco de normalidad en un manual de psiquiatría. Como de costumbre cualquier cosa los excitaba, y el día del pato, no se sabía por qué, las discusiones llegaban a un grado de violencia tal que Cien Pesos se enloquecía en su jaula y don Crespo esperaba el paso de cualquier conocido para iniciar un movimiento de rotación con el índice de la mano izquierda apoyado en la sien del mismo lado. En esas ocasiones espesas nubes de plumas de pato empezaban a salir por la ventana de la cocina, y había un golpear de puertas y una dialéctica cerrada y sin cuartel que apenas cedía con el almuerzo, oportunidad en la cual el pato desaparecía hasta el último tegumento.

A la hora del café con caña Mariposa una tácita reconciliación los acercaba a textos venerados, a números agotadísimos de unas revistas esotéricas, tesoros cosmológicos que se sentían necesitados de asimilar como una especie de preludio a la nueva vida. De piantados hablaban mucho, Porque tanto Traveler como Oliveira habían condescendido a sacar papeles viejos y exhibir parte de su colección de fenómenos iniciada en común cuando incurrían en una bien olvidada Facultad y proseguida luego por separado. El estudio de esos documentos les llevaba sus buenas sobremesas, y Talita se había ganado el derecho de participación gracias a sus números de Renovigo (Periódiko Rebolusionario Bilingue), publicación mexicana en lengua ispamerikana de la Editorial Lumen, y en la que un montón de locos trabajaban con resultados exaltantes. De Ferraguto sólo tenían noticias cada tanto, porque el circo ya estaba prácticamente en manos de Suárez Melián, pero parecía seguro que les entregarían la clínica hacia mediados de marzo. Una o dos veces Ferraguto se había aparecido por el circo para ver al gato calculista, del que evidentemente le iba a costar separarse, y en cada caso se había referido a la inminencia de la gran tratativa y a las-pesadas-responsabilidades que caerían sobre todos ellos (suspiro). Parecía casi seguro que a Talita le iban a confiar la farmacia, y la pobre estaba nerviosísima repasando unos apuntes del tiempo del unto. Oliveira y Traveler se divertían enormemente a costa de ella, pero cuando volvían al circo los dos andaban tristes y miraban a la gente y al gato como si un circo fuera algo inapreciablemente raro.

– Aquí todos están mucho más locos -decía Traveler-. No se va a poder comparar, che.

Oliveira se-encogía-de-hombros, incapaz de decir que en el fondo le daba lo mismo, y miraba a lo alto de la carpa, se perdía bobamente en unas rumias inciertas.

– Vos, claro, has cambiado de un sitio a otro -refunfuñaba Traveler-. Yo también, pero siempre aquí, siempre en este meridiano…

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