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– Una farmacéutica está al servicio de la verdad, aunque se localice en los sitios más íntimos. Si supieras con qué emoción me puse el primer supositorio esa tarde, después de dejarte. Era enorme y verde.

– El eucaliptus -decía Talita-. Alegrate de que no te vendí esos que huelen a ajo a veinte metros.

Pero de a ratos se quedaban tristes y comprendían vagamente que una vez más se habían divertido como recurso extremo contra la melancolía porteña y una vida sin demasiado (¿Qué agregar a «demasiado»? Vago malestar en la boca del estómago, el ladrillo negro como siempre).

Talita explicándole las melancolías de Traveler a la señora de Gutusso:

– Le agarra a la hora de la siesta, es como algo que le sube de la pleura.

– Debe ser alguna inflamación de adentro -dice la señora de Gutusso-. El pardejón, que le dicen.

– Es del alma, señora. Mi esposo es poeta, créame.

Encerrado en el water, con una toalla contra la cara, Traveler llora de risa.

– ¿No será alguna alergia, que le dicen? Mi nene el Vítor, usted lo ve jugando ahí entre los malvones y es propiamente una flor, créame, pero cuando le agarra la alergia al apio se pone que es un cuasimodo. Mire, se le van cerrando esos ojitos tan negros que tiene, la boca se le hincha que parece un sapo, y al rato ya no puede ni abrir los dedos de los pies.

– Abrir los dedos de los pies no es tan necesario -dice Talita.

Se oyen los rugidos ahogados de Traveler en el water, y Talita cambia rápidamente de conversación para despistar a la señora de Gutusso. Por lo regular Traveler abandona su escondite sintiéndose muy triste, y Talita lo comprende. Habrá que hablar de la comprensión de Talita. Es una comprensión irónica, tierna, como lejana. Su amor por Traveler está hecho de cacerolas sucias, de largas vigilias, de una suave aceptación de sus fantasías nostálgicas y su gusto por los tangos y el truco. Cuando Traveler está triste y piensa que nunca ha viajado (y Talita sabe que eso no le importa, que sus preocupaciones son más profundas) hay que acompañarlo sin hablar mucho, cebarle mate, cuidar de que no le falte tabaco, cumplir el oficio de mujer cerca del hombre pero sin taparle la sombra, y eso es difícil. Talita es muy feliz con Traveler, con el circo, peinando al gato calculista antes de que salga a escena, llevando las cuentas del Director. A veces piensa modestamente que está mucho más cerca que Traveler de esas honduras elementales que lo preocupan, pero toda alusión metafísica la asusta un poco y termina por convencerse de que él es el único capaz de hacer la perforación y provocar el chorro negro y aceitoso. Todo eso flota un poco, se viste de palabras o figuras, se llama lo otro, se llama la risa o el amor, y también es el circo y la vida para darle sus nombres más exteriores y fatales y no hay tu tía.

A falta de lo otro, Traveler es un hombre de acción. La califica de acción restringida porque no es cosa de andarse matando. A lo largo de cuatro décadas ha pasado por etapas fácticas diversas: fútbol (en Colegiales, centrofoward nada malo), pedestrismo, política (un mes en la cárcel de Devoto en 1934), cunicultura y apicultura (granja en Manzanares, quiebra al tercer mes, conejos apestados y abejas indómitas), automovilismo (copiloto de Marimón, vuelco en Resistencia, tres costillas rotas), carpintería fina (perfeccionamiento de muebles que se remontan al cielo raso una vez usados, fracaso absoluto), matrimonio y ciclismo en la avenida General Paz los sábados, en bicicleta alquilada. La urdidumbre de esa acción es una biblioteca mental surtida, dos idiomas, pluma fácil, interés irónico por la soteriología y las bolas de cristal, tentativa de creación de una mandrágora plantando una batata en una palangana con tierra y esperma, la batata criándose al modo estentóreo de las batatas, invadiendo la pensión, saliéndose por las ventanas, sigilosa intervención de Talita armada de unas tijeras, Traveler explorando el tallo de la batata, sospechando algo, renuncia humillada a la mandrágora fruto de horca, Alraune, rémoras de infancia. A veces Traveler hace alusiones a un doble que tiene más suerte que él, y a Talita, no sabe por qué, no le gusta eso, lo abraza y lo besa inquieta, hace todo lo que puede para arrancarlo a esas ideas. Entonces se lo lleva a ver a Marilyn Monroe, gran favorita de Traveler, y-tasca-el-freno de unos celos puramente artísticos en la oscuridad del cine Presidente Roca.

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Talita no estaba muy segura de que a Traveler lo alegrara la repatriación de un amigo de la juventud, porque lo primero que hizo Traveler al enterarse de que el tal Horacio volvía violentamente a la Argentina en el motoscafo Andrea C, fue soltarle un puntapié al gato calculista del circo y proclamar que la vida era una pura joda. De todos modos lo fue a esperar al puerto con Talita y con el gato calculista metido en una canasta. Oliveira salió del galpón de la aduana llevando una sola y liviana valija, y al reconocer a Traveler levantó las cejas con aire entre sorprendido y fastidiado.

– Qué decís, che.

– Salú -dijo Traveler, apretándole la mano con una emoción que no había esperado.

– Mirá -dijo Oliveira- vamos a una parrilla del puerto a comernos unos chorizos.

– Te presento a mi mujer -dijo Traveler.

Oliveira dijo: «Mucho gusto» y le alargó la mano casi sin mirarla. En seguida preguntó quién era el gato y por qué lo llevaban en canasta al puerto. Talita, ofendida por la recepción, lo encontró positivamente desagradable y anunció que se volvía al circo con el gato.

– Y bueno -dijo Traveler. Ponelo del lado de la ventanilla en el bondi, ya sabés que no le gusta nada el pasillo. En la parrilla, Oliveira empezó a tomar vino tinto y a comer chorizos y chinchulines. Como no hablaba gran cosa, Traveler le contó del circo y de cómo se había casado con Talita. Le hizo un resumen de la situación política y deportiva del país, deteniéndose especialmente en la grandeza y decadencia de Pascualito Pérez. Oliveira dijo que en París se había cruzado con Fangio y que el chueco parecía dormido. A Traveler le empezó a dar hambre y pidió unas achuras. Le gustó que Oliveira aceptara con una sonrisa el primer cigarrillo criollo y que lo fumara apreciativamente. Se internaron juntos en otro litro de tinto, y Traveler habló de su trabajo, de que no había perdido la esperanza de encontrar algo mejor, es decir con menos trabajo y más guita, todo el tiempo esperando que Oliveira le dijese alguna cosa, no sabía qué, un rumbo cualquiera que los afirmara en ese encuentro después de tanto tiempo.

– Bueno, contá algo -propuso.

– El tiempo -dijo Oliveira- era muy variable, pero de cuando en cuando había días buenos. Otra cosa: Como muy bien dijo César Bruto, si a París vas en octubre, no dejes de ver el Louvre. ¿Qué más? Ah, sí, una vez llegué hasta Viena. Hay unos cafés fenomenales, con gordas que llevan al perro y al marido a comer strudel.

– Está bien, está bien -dijo Traveler-. No tenés ninguna obligación de hablar, si no te da la gana.

– Un día se me cayó un terrón de azúcar debajo de la mesa de un café. En París, no en Viena.

– Para hablar tanto de los cafés no valía la pena que cruzaras el charco.

– A buen entendedor -dijo Oliveira, cortando con muchas precauciones una tira de chinchulines-. Esto sí que no lo tenés en la Ciudad Luz, che. La de argentinos que me lo han dicho. Lloran por el bife, y hasta conocí a una señora que se acordaba con nostalgia del vino criollo. Según ella el vino francés no se presta para tomarlo con soda.

– Qué barbaridad -dijo Traveler.

– Y por supuesto el tomate y la papa son más sabrosos aquí que en ninguna parte.

– Se ve -dijo Traveler- que te codeabas con la crema.

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