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«Lo malo de todo esto», pensó, «es que desemboca inevitablemente en el animula vagula blandula. ¿Qué hacer? Con esta pregunta empecé a no dormir. Oblomov, cosa facciamo? Las grandes voces de la Historia instan a la acción: Hamlet, revenge! ¿Nos vengamos, Hamlet, o tranquilamente Chippendale y zapatillas y un buen fuego? El sirio, después de todo, elogió escandalosamente a Marta, es sabido. ¿Das la batalla, Aduna? No podés negar los valores, rey indeciso. La lucha por la lucha misma, vivir peligrosamente, pensá en Mario el Epicúreo, en Richard Hillary, en Kyo, en T.E. Lawrence… Felices los que eligen, los que aceptan ser elegidos, los hermosos héroes, los hermosos santos, los escapistas perfectos».

Quizá. ¿Por qué no? Pero también podía ser que su punto de vista fuera el de la zorra mirando las uvas. Y también podía ser que tuviese razón, pero una razón mezquina y lamentable, una razón de hormiga contra cigarra. Si la lucidez desembocaba en la inacción, ¿no se volvía sospechosa, no encubría una forma particularmente diabólica de ceguera? La estupidez del héroe militar que salta con el polvorín, Cabral soldado heroico cubriéndose de gloria, insinuaban quizá una supervisión, un instantáneo asomarse a algo absoluto, por fuera de toda conciencia (no se le pide eso a un sargento), frente a lo cual la clarividencia ordinaria, la lucidez de gabinete, de tres de la mañana en la cama y en mitad de un cigarrillo, eran menos eficaces que las de un topo.

Le habló de todo eso a la Maga, que se había despertado y se acurrucaba contra él maullando soñolienta. La Maga abrió los ojos, se quedó pensando.

– Vos no podrías -dijo-. Vos pensás demasiado antes de hacer nada.

– Parto del principio de que la reflexión debe preceder a la acción, bobalina.

– Partís del principio -dijo la Maga -. Qué complicado. Vos sos como un testigo, sos el que va al museo y mira los cuadros. Quiero decir que los cuadros están ahí y vos en el museo, cerca y lejos al mismo tiempo. Yo soy un cuadro, Rocamadour es un cuadro. Etienne es un cuadro, esta pieza es un cuadro. Vos creés que estás en esta pieza pero no estás. Vos estás mirando la pieza, no estás en la pieza.

– Esta chica lo dejaría verde a Santo Tomás -dijo Oliveira.

– ¿Por qué Santo Tomás? -dijo la Maga -. ¿Ese idiota que quería ver para creer?

– Sí, querida -dijo Oliveira, pensando que en el fondo la Maga había embocado el verdadero santo. Feliz de ella que podía creer sin ver, que formaba cuerpo con la duración, el continuo de la vida. Feliz de ella que estaba dentro de la pieza, que tenía derecho de ciudad en todo lo que tocaba y convivía, pez río abajo, hoja en el árbol, nube en el cielo, imagen en el poema. Pez, hoja, nube, imagen: exactamente eso, a menos que…

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Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de una frase de clochard, de una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo. La Maga hablaba de sus amigas de Montevideo, de años de infancia, de un tal Ledesma, de su padre. Oliveira escuchaba sin ganas, lamentando un poco no poder interesarse; Montevideo era lo mismo que Buenos Aires y él necesitaba consolidar una ruptura precaria (¿qué estaría haciendo Traveler, ese gran vago, en qué líos majestuosos se habría metido desde su partida? Y la pobre boba de Gekrepten, y los cafés del centro), por eso escuchaba displicente y hacía dibujos en el pedregullo con una ramita mientras la Maga explicaba por qué Chempe y Graciela eran buenas chicas, y cuánto le había dolido que Luciana no fuera a despedirla al barco, Luciana era una snob, eso no lo podía aguantar en nadie.

– ¿Qué entendés por snob? -preguntó Oliveira, más interesado.

– Bueno -dijo la Maga, agachando la cabeza con el aire de quien presiente que va a decir una burrada- yo me vine en tercera clase, pero creo que si hubiera venido en segunda Luciana hubiera ido a despedirme.

– La mejor definición que he oído nunca -dijo Oliveira.

– Y además estaba Rocamadour -dijo la Maga.

Así fue como Oliveira se enteró de la existencia de Rocamadour, que en Montevideo se llamaba modestamente Carlos Francisco. La Maga no parecía dispuesta a proporcionar demasiados detalles sobre la génesis de Rocamadour, aparte de que se había negado a un aborto y ahora empezaba a lamentarlo.

– Pero en el fondo no lo lamento, el problema es cómo voy a vivir, Madame Irène me cobra mucho, tengo que tomar lecciones de canto, todo eso cuesta.

La Maga no sabía demasiado bien por qué había venido a París, y Oliveira se fue dando cuenta de que con una ligera confusión en materia de pasajes, agencias de turismo y visados, lo mismo hubiera podido recalar en Singapur que en Ciudad del Cabo; lo único importante era haber salido de Montevideo, ponerse frente a frente con eso que ella llamaba modestamente «la vida». La gran ventaja de París era que sabía bastante francés (more Pitman) y que se podían ver los mejores cuadros, las mejores películas, la Kultur en sus formas más preclaras. A Oliveira lo enternecía este panorama (aunque Rocamadour había sido un sosegate bastante desagradable, no sabía por qué), y pensaba en algunas de sus brillantes amigas de Buenos Aires, incapaces de ir más allá de Mar del Plata a pesar de tantas metafísicas ansiedades de experiencia planetaria. Esta mocosa, con un hijo en los brazos para colmo, se metía en una tercera de barco y se largaba a estudiar canto a París sin un vintén en el bolsillo. Por si fuera poco ya le daba lecciones sobre la manera de mirar y de ver; lecciones que ella no sospechaba, solamente su manera de pararse de golpe en la calle para espiar un zaguán donde no había nada, pero más allá un vislumbre verde, un resplandor, y entonces colarse furtivamente para que la portera no se enojara, asomarse al gran patio con a veces una vieja estatua o un brocal con hiedra, o nada, solamente el gastado pavimento de redondos adoquines, verdín en las paredes, una muestra de relojero, un viejito tomando sombra en un rincón, y los gatos, siempre inevitablemente los minouche morrongos miaumiau kitten kat chat cat gatoo grises y blancos y negros y de albañal, dueños del tiempo y de las baldosas tibias, invariables amigos de la Maga que sabía hacerles cosquillas en la barriga y les hablaba un lenguaje entre tonto y misterioso, con citas a plazo fijo, consejos y advertencias. De golpe Oliveira se extrañaba andando con la Maga, de nada le servía irritarse porque a la Maga se le volcaban casi siempre los vasos de cerveza o sacaba el pie de debajo de una mesa justo para que el mozo tropezara y se pusiera a maldecir; era feliz a pesar de estar todo el tiempo exasperado por esa manera de no hacer las cosas como hay que hacerlas, de ignorar resueltamente las grandes cifras de la cuenta y quedarse en cambio arrobada delante de la cola de un modesto 3, o parada en medio de la calle (el Renault negro frenaba a dos metros y el conductor sacaba la cabeza y puteaba con el acento de Picardía), parada como si tal cosa para mirar desde el medio de la calle una vista del Panteón a lo lejos, siempre mucho mejor que la vista que se tenía desde la vereda. Y cosas por el estilo.

Oliveira ya conocía a Perico y a Ronald. La Maga le presentó a Etienne y Etienne les hizo conocer a Gregorovius; el Club de la Serpiente se fue formando en las noches de Saint-Germain-des-Prés. Todo el mundo aceptaba en seguida a la Maga como una presencia inevitable y natural, aunque se irritaran por tener que explicarle casi todo lo que se estaba hablando, o porque ella hacía volar un cuarto kilo de papas fritas por el aire simplemente porque era incapaz de manejar decentemente un tenedor y las papas fritas acababan casi siempre en el pelo de los tipos de la otra mesa, y había que disculparse o decirle a la Maga que era una inconsciente. Dentro del grupo la Maga funcionaba muy mal, Oliveira se daba cuenta de que prefería ver por separado a todos los del Club, irse por la calle con Etienne o con Babs, meterlos en su mundo sin pretender nunca meterlos en su mundo pero metiéndolos porque era gente que no estaba esperando otra cosa que salirse del recorrido ordinario de los autobuses y de la historia, y así de una manera o de otra todos los del Club le estaban agradecidos a la Maga aunque la cubrieran de insultos a la menor ocasión. Etienne, seguro de sí mismo como un perro o un buzón, se quedaba lívido cuando la Maga le soltaba una de las suyas delante de su último cuadro, y hasta Perico Romero condescendía a admitir que-para-ser-hembra-la-Maga-se-las-traía. Durante semanas o meses (la cuenta de los días le resultaba difícil a Oliveira, feliz, ergo sin futuro) anduvieron y anduvieron por París mirando cosas, dejando que ocurriera lo que tenía que ocurrir, queriéndose y peleándose y todo esto al margen de las noticias de los diarios, de las obligaciones de familia y de cualquier forma de gravamen fiscal o moral.

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