– Era uruguayo, aunque no lo parezca.
– No parece -dijo la Maga, rehabilitándose.
– En realidad, Lautréamont… Pero Ronald se está enojando, ha puesto a uno de sus ídolos. Habría que callarse, una lástima. Hablemos muy bajo y usted me cuenta Montevideo.
– Ah, merde alors -dijo Etienne mirándolos furioso. El vibráfono tanteaba el aire, iniciando escaleras equívocas, dejando un peldaño en blanco saltaba cinco de una vez y reaparecía en lo más alto, Lionel Hampton balanceaba Save it pretty mamma, se soltaba y caía rodando entre vidrios, giraba en la punta de un pie, constelaciones instantáneas, cinco estrellas, tres estrellas, diez estrellas, las iba apagando con la punta del escarpín, se hamacaba con una sombrilla japonesa girando vertiginosamente en la mano, y toda la orquesta entró en la caída final, una trompeta bronca, la tierra, vuelta abajo, volatinero al suelo, finibus, se acabó. Gregorovius oía en un susurro Montevideo vía la Maga, y quizá iba a saber por fin algo más de ella, de su infancia, si verdaderamente se llamaba Lucía como Mimí, estaba a esa altura del vodka en que la noche empieza a ponerse magnánima, todo le juraba fidelidad y esperanza, Guy Monod había replegado las piernas y los duros zapatos ya no se clavaban en la rabadilla de Gregorovius, la Maga se apoyaba un poco en él, livianamente sentía la tibieza de su cuerpo, cada movimiento que hacía para hablar o seguir la música. Entrecerradamente Gregorovius alcanzaba a distinguir el rincón donde Ronald y Wong elegían y pasaban los discos, Oliveira y Babs en el suelo, apoyados en una manta esquimal clavada en la pared, Horacio oscilando cadencioso en el tabaco, Babs perdida de vodka y alquiler vencido y unas tinturas que fallaban a los trescientos grados, un azul que se resolvía en rombos anaranjados, algo insoportable. Entre el humo los labios de Oliveira se movían en silencio, hablaba para adentro, hacia atrás, a otra cosa que retorcía imperceptiblemente las tripas de Gregorovius, no sabía por qué, a lo mejor porque esa como ausencia de Horacio era una farsa, le dejaba a la Maga para que jugara un rato pero él seguía ahí, moviendo los labios en silencio, hablándose con la Maga entre el humo y el jazz, riéndose para adentro de tanto Lautréamont y tanto Montevideo.
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12
A Gregorovius siempre le habían gustado las reuniones del Club, porque en realidad eso no era en absoluto un club y respondía así a su más alto concepto del género. Le gustaba Ronald por su anarquía, por Babs, por la forma en que se estaban matando minuciosamente sin importárseles nada, entregados a la lectura de Carson McCullers, de Miller, de Raymond Queneau, al jazz como un modesto ejercicio de liberación, al reconocimiento sin ambages de que los dos habían fracasado en las artes. Le gustaba, por así decirlo, Horacio Oliveira, con el que tenía una especie de relación persecutoria, es decir que a Gregorovius lo exasperaba la presencia de Oliveira en el mismo momento en que se lo encontraba, después de haberlo estado buscando sin confesárselo, y a Horacio le hacían gracia los misterios baratos con que Gregorovius envolvía sus orígenes y sus modos de vida, lo divertía que Gregorovius estuviera enamorado de la Maga y creyera que él no lo sabía, y los dos se admitían y se rechazaban en el mismo momento, con una especie de torear ceñido que era al fin y al cabo uno de los tantos ejercicios que justificaban las reuniones del Club. Jugaban mucho a hacerse los inteligentes, a organizar series de alusiones que desesperaban a la Maga y ponían furiosa a Babs, les bastaba mencionar de paso cualquier cosa, como ahora que Gregorovius pensaba que verdaderamente entre él y Horacio había una especie de persecución desilusionada, y de inmediato uno de ellos citaba al mastín del cielo, I fled Him, etc., y mientras la Maga los miraba con una especie de humilde desesperación, ya el otro estaba en el volé tan alto, tan alto que a la caza le di alcance, y acababan riéndose de ellos mismos pero ya era tarde, porque a Horacio le daba asco ese exhibicionismo de la memoria asociativa, y Gregorovius se sentía aludido por ese asco que ayudaba a suscitar, y entre los dos se instalaba como un resentimiento de cómplices, y dos minutos después reincidían, y eso, entre otras cosas, eran las sesiones del Club.
– Pocas veces se ha tomado aquí un vodka tan malo -dijo Gregorovius llenando el vaso-. Lucía, usted me estaba por contar de su niñez. No es que me cueste imaginármela a orillas del río, con trenzas y un color rosado en las mejillas, como mis compatriotas de Transilvania, antes de que se le fueran poniendo pálidas con este maldito clima luteciano.
– ¿Luteciano? -preguntó la Maga.
Gregorovius suspiró. Se puso a explicarle y la Maga lo escuchaba humildemente y aprendiendo, cosa que siempre hacía con gran intensidad hasta que la distracción venía a salvarla. Ahora Ronald había puesto un viejo disco de Hawkins, y la Maga parecía resentida por esas explicaciones que le estropeaban la música y no eran lo que ella esperaba siempre de una explicación, una cosquilla en la piel, una necesidad de respirar hondo como debía respirar Hawkins antes de atacar otra vez la melodía y como a veces respiraba ella cuando Horacio se dignaba explicarle de veras un verso oscuro, agregándole esa otra oscuridad fabulosa donde ahora, si él le hubiese estado explicando lo de los lutecianos en vez de Gregorovius, todo se hubiera fundido en una misma felicidad, la música de Hawkins, los lutecianos, la luz de las velas verdes, la cosquilla, la profunda respiración que era su única certidumbre irrefutable, algo sólo comparable a Rocamadour o la boca de Horacio o a veces un adagio de Mozart que ya casi río se podía escuchar de puro arruinado que estaba el disco.
– No sea así -dijo humildemente Gregorovius-. Lo que yo quería era entender un poco mejor su vida, eso que es usted y que tiene tantas facetas.
– Mi vida -dijo la Maga -. Ni borracha la contaría. Y no me va a entender mejor porque le cuente mi infancia, por ejemplo. No tuve infancia, además.
– Yo tampoco. En Herzegovina.
– Yo en Montevideo. Le voy a decir una cosa, a veces sueño con la escuela primaria, es tan horrible que me despierto gritando. Y los quince años, yo no sé si usted ha tenido alguna vez quince años.
– Creo que sí -dijo Gregorovius inseguro.
– Yo sí, en una casa con patio y macetas donde mi papá tomaba mate y leía revistas asquerosas. ¿A usted le vuelve su papá? Quiero decir el fantasma.
– No, en realidad más bien mi madre -dijo Gregorovius-. La de Glasgow, sobre todo. Mi madre en Glasgow a veces vuelve, pero no es un fantasma; un recuerdo demasiado mojado, eso es todo. Se va con alka seltzer, es fácil. ¿Entonces a usted…?
– Qué sé yo -dijo la Maga, impaciente-. Es esa música, esas velas verdes, Horacio ahí en ese rincón, como un indio. ¿Por qué le tengo que contar cómo vuelve? Pero hace unos días me había quedado en casa esperando a Horacio, ya había caído la noche, yo estaba sentada cerca de la cama y afuera llovía, un poco como en ese disco. Sí, era un poco así, yo miraba la cama esperando a Horacio, no sé cómo la colcha de la cama estaba puesta de una manera, de golpe vi a mi papá de espaldas y con la cara tapada como siempre que se emborrachaba y se iba a dormir. Se veían las piernas, la forma de una mano sobre el pecho. Sentí que se me paraba el pelo, quería gritar, en fin, eso que una siente, a lo mejor usted ha tenido miedo alguna vez… Quería salir corriendo, la puerta estaba tan lejos, en el fondo de pasillos y más pasillos, la puerta cada vez más lejos y se veía subir y bajar la colcha rosa, se oía el ronquido de mi papá, de un momento a otro iba a asomar una mano, los ojos, y después la nariz como un gancho, no, no vale la pena que le cuente todo eso, al final grité tanto que vino la vecina de abajo y me dio té, y después Horacio me trató de histérica.