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Estiraba el brazo, mostrando vagamente una geografía bonaerense.

– Los cambios, vos sabés… -decía Oliveira.

Al rato de hablar así se ahogaban de risa, y el público los miraba de reojo porque distraían la atención.

En momentos de confidencia, los tres admitían que estaban admirablemente preparados para sus nuevas funciones. Por ejemplo, cosas como la llegada de La Nación de los domingos les provocaban una tristeza sólo comparable a la que les producían las colas de la gente en los cines y la tirada del Reader’s Digest.

– Los contactos están cada vez más cortados -decía sibilinamente Traveler. Hay que pegar un grito terrible.

– Ya lo pegó anoche el coronel Flappa -contestaba Talita-. Consecuencia, estado de sitio.

– Eso no es un grito, hija, apenas un estertor. Yo te hablo de las cosas que soñaba Yrigoyen, las cuspideaciones históricas, las prometizaciones augurales, esas esperanzas de la raza humana tan venida a menos por estos lados.

– Vos ya hablás como el otro -decía Talita, mirándolo preocupada pero disimulando la ojeada caracterológica. El otro seguía en el circo, dándole la última mano a Suárez Melián y asombrándose de a ratos de que todo le estuviera resultando tan indiferente. Tenía la impresión de haberle pasado su resto de mana a Talita y a Traveler, que cada vez se excitaban más pensando en la clínica, a él lo único que realmente le gustaba en esos días era jugar con el gato calculista, que le había tomado un cariño enorme y le hacía cuentas exclusivamente para su placer. Como Ferraguto había dado instrucciones de que al gato no se le sacara a la calle más que en una canasta y con un collar de identificación idéntico a los de la batalla de Okinawa, Oliveira comprendía los sentimientos del gato y apenas estaban a dos cuadras del circo metía la canasta en una fiambrería de confianza, le sacaba el collar al pobre animal, y los dos se iban por ahí a mirar latas vacías en los baldíos o a mordisquear pastitos, ocupación delectable. Después de esos paseos higiénicos, a Oliveira le resultaba casi tolerable ingresar en las tertulias del patio de don Crespo, en la ternura de Gekrepten emperrada en tejerle cosas para el invierno. La noche en que Ferraguto telefoneó a la pensión para avisarle a Traveler la fecha inminente de la gran tratativa, estaban los tres perfeccionando sus nociones de lengua ispamerikana, extraídas con infinito regocijo de un número de Renovigo. Se quedaron casi tristes, pensando que en la clínica los esperaba la seriedad, la ciencia, la abnegación y todas esas cosas.

– ¿Ké bida no es trajedia? -leyó Talita en excelente ispamerikano.

Así siguieron hasta que llegó la señora de Gutusso con las últimas noticias radiales sobre el coronel Flappa y sus tanques, por fin algo real y concreto que los dispersó en seguida para sorpresa de la informante, ebria de sentimiento patrio.

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50

De la parada del colectivo a la calle Trelles no había más que un paso, o sea tres cuadras y pico. Ferraguto y la Cuca ya estaban con el administrador cuando llegaron Talita y Traveler. La gran tratativa ocurría en una sala del primer piso, con dos ventanas que daban al patio jardín donde se paseaban los enfermos y se veía subir y bajar un chorrito de agua de una fuente de porlan. Para llegar hasta la sala, Talita y Traveler habían tenido que recorrer varios pasillos y habitaciones de la planta baja, donde señoras y caballeros los habían interpelado en correcto castellano para mangarles la entrega benévola de uno que otro atado de cigarrillos. El enfermero que los acompañaba parecía encontrar ese intermedio perfectamente natural, y las circunstancias no favorecieron un primer interrogatorio de ambientación. Casi sin tabaco llegaron a la sala de la gran tratativa donde Ferraguto les presentó al administrador con palabras vistosas. A la mitad de la lectura de un documento ininteligible se apareció Oliveira y hubo que explicarle entre bisbiseos y señas de truco que todo iba perfectamente y que nadie entendía gran cosa. Cuando Talita le susurró sucintamente su subida sh sh, Oliveira la miró extrañado porque él se había metido directamente en un zaguán que daba a una puerta, ésa. En cuanto al Dire, estaba de negro riguroso.

El calor que hacía era de los que engolaban más a fondo la voz de los locutores que cada hora pasaban primero el parte meteorológico y segundo los desmentidos oficiales sobre el levantamiento de Campo de Mayo y las adustas intenciones del coronel Flappa. El administrador había interrumpido la lectura del documento a las seis menos cinco para encender su transistor japonés y mantenerse, según afirmó previo pedido de disculpas, en contacto con los hechos. Frase que determinó en Oliveira la inmediata aplicación del gesto clásico de los que se han olvidado algo en el zaguán (y que al fin y al cabo, pensó, el administrador tendría que admitir como otra forma de contacto con los hechos) y a pesar de las miradas fulminantes de Traveler y Talita se largó sala afuera por la primera puerta a tiro y que no era la misma por la que había entrado.

De un par de frases del documento había inferido que la clínica se componía de planta baja y cuatro pisos, más un pabellón en el fondo del patio-jardín. Lo mejor sería darse una vuelta por el patio jardín, si encontraba el camino, pero no hubo ocasión porque apenas había andado cinco metros un hombre joven en mangas de camisa se le acercó sonriendo, lo tomó de una mano y lo llevó, balanceando el brazo como los chicos, hasta un corredor donde había no pocas puertas y algo que debía ser la boca de un montacargas. La idea de conocer la clínica de la mano de un loco era sumamente agradable, y lo primero que hizo Oliveira fue sacar cigarrillos para su compañero, muchacho de aire inteligente que aceptó un pitillo y silbó satisfecho. Después resultó que era un enfermero y que Oliveira no era un loco, los malentendidos usuales en esos casos. El episodio era barato y poco promisorio, pero entre piso y piso Oliveira y Remorino se hicieron amigos y la topografía de la clínica se fue mostrando desde adentro, con anécdotas, feroces púas contra el resto del personal y puestas en guardia de amigo a amigo. Estaban en el cuarto donde el doctor Ovejero guardaba sus cobayos y una foto de Mónica Vitti, cuando un muchacho bizco apareció corriendo para decirle a Remorino que si ese señor que estaba con él era el señor Horacio Oliveira, etcétera. Con un suspiro, Oliveira bajó dos pisos y volvió a la sala de la gran tratativa donde el documento se arrastraba a su fin entre los rubores menopáusicos de la Cuca Ferraguto y los bostezos desconsiderados de Traveler. Oliveira se quedó pensando en la silueta vestida con un piyama rosa que había entrevisto al doblar un codo del pasillo del tercer piso, un hombre ya viejo que andaba pegado a la pared acariciando una paloma como dormida en su mano. Exactamente en el momento en que la Cuca Ferraguto soltaba una especie de berrido.

– ¿Cómo que tienen que firmar el okey?

– Callate, querida -dijo el Dire-. El señor quiere significar…

– Está bien claro -dijo Talita que siempre se había entendido bien con la Cuca y la quería ayudar. El traspaso exige el consentimiento de los enfermos.

– Pero es una locura -dijo la Cuca muy ad hoc.

– Mire, señora -dijo el administrador tirándose del chaleco con la mano libre-. Aquí los enfermos son muy especiales, y la ley Méndez Delfino es de lo más clara al respecto. Salvo ocho o diez culias familias ya han dado el okey, los otros se han pasado la vida de loquero en loquero, si me permite el término, y nadie responde por ellos. En ese caso de ley faculta al administrador para que, en los períodos lúcidos de estos sujetos, los consulte sobre si están de acuerdo en que la clínica pase a un nuevo propietario. Aquí tiene los artículos marcados -agregó mostrándole un libro encuadernado en rojo de donde salían unas tiras de la Razón Quinta -. Los lee y se acabó.

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