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– Usted tiene que quedarse -dijo el administrador-. Testigo.

– Estoy en la casa -dijo Oliveira-. Mire la ley Méndez Delfino, está previsto.

– Voy con vos -dijo Traveler. Volvemos en cinco minutos.

– No se alejen del precinto -dijo el administrador.

– Faltaría más -dijo Traveler. Vení, hermano, me parece que por este lado se baja al jardín. Qué decepción, no te parece.

– La unanimidad es aburrida -dijo Oliveira-. Ni uno solo se le ha plantado al chalecudo. Mirá que la tienen con la muerte del perro. Vamos a sentarnos cerca de la fuente, el chorrito de agua tiene un aire lustral que nos hará bien.

– Huele a nafta -dijo Traveler-. Muy lustral, en efecto.

– En realidad, ¿qué estábamos esperando? Ya ves que al final todos firman, no hay diferencia entre ellos y nosotros. Ninguna diferencia. Vamos a estar estupendamente acá.

– Bueno -dijo Traveler-, hay una diferencia, y es que ellos andan de rosa.

– Mirá -dijo Oliveira, señalando los pisos altos. Ya era casi de noche, y en las ventanas del segundo y tercer piso se encendían y apagaban rítmicamente las luces. Luz en una ventana y sombra en la de al lado. Viceversa. Luz en un piso, sombra en el de arriba, viceversa.

– Se armó -dijo Traveler-. Mucha firma, pero ya empiezan a mostrar la hilacha.

Decidieron acabar el cigarrillo al lado del chorrito lustral, hablando de nada y mirando las luces que se encendían y apagaban. Fue entonces cuando Traveler aludió a los cambios, y después de un silencio oyó cómo Horacio se reía bajito en la sombra. Insistió; queriendo alguna certidumbre y sin saber cómo plantear una materia que le resbalaba de las palabras y las ideas.

– Como si fuéramos vampiros, como si un mismo sistema circulatorio nos uniera, es decir nos desuniera. A veces vos y yo, a veces los tres, no nos llamemos a engaño. No sé cuándo empezó, es así y hay que abrir los ojos. Yo creo que aquí no hemos venido solamente porque el Dire nos trae. Era fácil quedarse en el circo con Suárez Melián, conocemos el trabajo y nos aprecian. Pero no, había que entrar aquí. Los tres. El primer culpable soy yo, porque no quería que Talita creyera… En fin, que te dejaba de lado en este asunto para librarme de vos. Cuestión de amor propio, te das cuenta.

– En realidad -dijo Oliveira-, yo no tengo por qué aceptar. Me vuelvo al circo o mejor me voy del todo. Buenos Aires es grande. Ya te lo dije un día.

– Sí, pero te vas después de esta conversación, es decir que lo hacés por mí, y es justamente lo que no quiero.

– De todas maneras aclarame eso de los cambios.

– Qué sé yo, si quiero explicarlo se me nubla todavía más. Mirá, es algo así: Si estoy con vos no hay problema, pero apenas me quedo solo parece como si me estuvieras presionando, por ejemplo desde tu pieza. Acordate el otro día cuando me pediste los clavos. Talita también lo siente, me mira y yo tengo la impresión de que la mirada te está destinada, en cambio cuando estamos los tres juntos ella se pasa las horas sin darse casi cuenta de que estás ahí. Te habrás percatado, supongo.

– Sí. Dale.

– Eso es todo, y por eso no me parece bien contribuir a que te cortes solo. Tiene que ser algo que decidas vos mismo, y ahora que he hecho la macana de hablarte del asunto, ni siquiera vos vas a tener libertad para decidir, porque te vas a plantear la cosa desde el ángulo de la responsabilidad y estamos sonados. Lo ético, en este caso, es perdonarle la vida a un amigo, y yo no lo acepto.

– Ah -dijo Oliveira-. De manera que vos no me dejás ir, y yo no me puedo ir. Es una situación ligeramente en piyama rosa, no te parece.

– Más bien, sí.

– Fíjate qué curioso.

– ¿Qué cosa?

– Se apagaron todas las luces al mismo tiempo.

– Deben haber llegado a la última firma. La clínica es del Dire, viva Ferraguto.

– Me imagino que ahora habrá que darles el gusto y matar al perro. Es increíble la inquina que le tienen.

– No es inquina dijo Traveler. Aquí tampoco las pasiones parecen muy violentas por el momento.

– Vos tenés una necesidad de soluciones radicales, viejo. A mí me pasó lo mismo tanto tiempo, y después… Empezaron a caminar de vuelta, con cuidado porque el jardín estaba muy oscuro y no se acordaban de la disposición de los canteros. Cuando pisaron la rayuela, ya cerca de la entrada, Traveler se rió en voz baja y levantando un pie empezó a saltar de casilla en casilla. En la oscuridad el dibujo de tiza fosforecía débilmente.

– Una de estas noches -dijo Oliveira-, te voy a contar de allá. No me gusta, pero a lo mejor es la única manera de ir matando al perro, por así decirlo.

Traveler saltó fuera de la rayuela, y en ese momento las luces del segundo piso se encendieron de golpe. Oliveira, que iba a agregar algo más, vio salir de la sombra la cara de Traveler, y en el instante que duró la luz antes de volver a apagarse le sorprendió una mueca, un rictus (del latín rictus, abertura de boca: contracción de los labios, semejante a la sonrisa).

– Hablando de matar al perro -dijo Traveler, no sé si habrás advertido que el médico principal se llama Ovejero. Esas cosas.

– No es eso lo que querías decirme.

– Mira quién para quejarse de mis silencios o mis sustituciones -dijo Traveler. Claro que no es eso, pero qué más da. Esto no se puede hablar. Si vos querés hacer la prueba… Pero algo me dice que ya es medio tarde, che. Se enfrió la pizza, no hay vuelta que darle. Mejor nos ponemos a trabajar en seguida, va a ser una distracción.

Oliveira no contestó, y subieron a la sala de la gran tratativa donde el administrador y Ferraguto se estaban tomando una caña doble. Oliveira se apiló en seguida pero Traveler fue a sentarse en el sofá donde Talita leía una novela con cara de sueño. Tras la última firma, Remorino había hecho desaparecer el registro y los enfermos asistentes a la ceremonia. Traveler notó que el administrador había apagado la luz del cielo raso, reemplazándola por una lámpara del escritorio; todo era blando y verde, se hablaba en voz baja y satisfecha. Oyó combinar planes para un mondongo a la genovesa en un restaurante del centro. Talita cerró el libro y lo miró soñolienta, Traveler le pasó una mano por el pelo y se sintió mejor. De todas maneras la idea del mondongo a esa hora y con ese calor era insensata.

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Porque en realidad él no le podía contar nada a Traveler. Si empezaba a tirar del ovillo iba a salir una hebra de lana, metros de lana, lanada, lanagnórisis, lanatúrner, lannapurna, lanatomía, lanata, lanatalidad, lanacionalidad, lanaturalidad, la lana hasta lanáusea pero nunca el ovillo. Hubiera tenido que hacerle sospechar a Traveler que lo que le contara no tenía sentido directo (¿pero qué sentido tenía?) y que tampoco era una especie de figura o de alegoría. La diferencia insalvable, un problema de niveles que nada tenían que ver con la inteligencia o la información, una cosa era jugar al truco o discutir a John Donne con Traveler, todo transcurría en un territorio de apariencia común; pero lo otro, ser una especie de mono entre los hombres, querer ser un mono por razones que ni siquiera el mono era capaz de explicarse empezando porque de razones no tenían nada y su fuerza estaba precisamente en eso, y así sucesivamente.

Las primeras noches en la clínica fueron tranquilas; el personal saliente desempeñaba todavía sus funciones, y los nuevos se limitaban a mirar, recoger experiencia y reunirse en la farmacia donde Talita, de blanco vestida, redescubría emocionada las emulsiones y los barbitúricos. El problema era sacarse de encima a la Cuca Ferraguto, instalada como fierro en el departamento del administrador, porque la Cuca parecía decidida a imponer su férula a la clínica, y el mismo Dire escuchaba respetuoso el new deal resumido en términos tales como higiene, disciplina, diospatriayhogar, piyamas grises y té de tilo. Asomándose a cada rato a la farmacia, la Cuca prestaba-un-oído-atento a los supuestos diálogos profesionales del nuevo equipo. Talita le merecía cierta confianza porque la chica tenía su diploma ahí colgado, pero el marido y el compinche eran sospechosos. El problema de la Cuca era que a pesar de todo siempre le habían caído horriblemente simpáticos, lo que la obligaba a debatir cornelianamente el deber y los metejones platónicos, mientras Ferraguto organizaba la administración y se iba acostumbrando de a poco a sustituir tragasables por esquizofrénicos y fardos de pasto por ampollas de insulina. Los médicos, en número de tres, acudían por la mañana y no molestaban gran cosa. El interno, tipo dado al póker, ya había intimado con Oliveira y Traveler; en su consultorio del tercer piso se armaban potentes escaleras reales, y pozos de entre diez y cien mangos pasaban de mano en mano que te la voglio dire.

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