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Alzando apenas la cabeza Pola veía el almanaque del PTT, una vaca rosa en un campo verde con un fondo de montañas violetas bajo un cielo azul, jueves 1, viernes 2, sábado 3, domingo 4, lunes 5, martes 6, Saint Mamert, Sainte Solange, Saint Achille, Saint Servais, Sait Boniface, lever 4 h.12, coucher 19 h.23, lever 4 h.10, coucher 19 h.24, lever coucher, lever coucher, levercoucher, coucher, coucher, coucher.

Pegando la cara al hombro de Oliveira besó una piel transpirada, tabaco y sueño. Con una mano lejanísima y libre le acariciaba el vientre, iba y venía por los muslos, jugaba con el vello, enredaba los dedos y tiraba un poco, suavemente, para que Horacio se enojara y la mordiera jugando. En la escalera se arrastraban unas zapatillas, Saint Ferdinand, Sainte Pétronille, Saint Fortuné, Sainte Blandine, un, deux, un, deux, derecha, izquierda, derecha, izquierda, bien, mal, bien, mal, adelante, atrás, adelante, atrás. Una mano andaba por su espalda, bajaba lentamente, jugando a la araña, un dedo, otro, otro, Saint Fortuné, Sainte Blandine, un dedo aquí, otro más allá, otro encima, otro debajo. La caricia la penetraba despacio, desde otro plano. La hora del lujo, del surplus, morderse despacio, buscar el contacto con delicadeza de exploración, con titubeos fingidos, apoyar la punta de la lengua contra una piel, clavar lentamente una uña, murmurar, coucher 19 h.24, Saint Ferdinand. Pola levantó un poco la cabeza y miró a Horacio que tenía los ojos cerrados. Se preguntó si también haría eso con su amiga, la madre del chico. A él no le gustaba hablar de la otra, exigía como un respeto al no referirse más que obligadamente a ella. Cuando se lo preguntó, abriéndole un ojo con dos dedos y besándolo rabiosa en la boca que se negaba a contestar, lo único consolador a esa hora era el silencio, quedarse así uno contra otro, oyéndose respirar, viajando de cuando en cuando con un pie o una mano hasta el otro cuerpo, emprendiendo blandos itinerarios sin consecuencias, restos de caricias perdidas en la cama, en el aire, espectros de besos, menudas larvas de perfumes o de costumbre. No, no le gustaba hacer eso con su amiga, solamente Pola podía comprender, plegarse tan bien a sus caprichos. Tan a la medida que era extraordinario. Hasta cuando gemía, porque en un momento había gemido, había querido librarse pero ya era demasiado tarde, el lazo estaba cerrado y su rebelión no había servido más que para ahondar el goce y el dolor, el doble malentendido que tenían que superar porque era falso, no podía ser que en un abrazo, a menos que sí, a menos que tuviera que ser así.

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Sumamente hormiga, Wong acabó por descubrir en la biblioteca de Morelli un ejemplar dedicado a Die Vervirrungen des Zöglings Törless, de Musil, con el siguiente pasaje enérgicamente subrayado:

¿Cuáles son las cosas que me parecen extrañas? Las más triviales. Sobre todo, los objetos inanimados. ¿Qué es lo que parece extraño en ellos? Algo que no conozco. ¡Pero es justamente eso! ¿De dónde diablos saco esa noción de «algo»? Siento que está ahí, que existe. Produce en mí un efecto, como si tratara de hablar. Me exaspero, como quien se esfuerza por leer en los labios torcidos de un paralítico, sin conseguirlo. Es como si tuviera un sentido adicional, uno más que los otros, pero que no se ha desarrollado del todo, un sentido que está ahí y se hace notar, pero que no funciona. Para mí el mundo está lleno de voces silenciosas. ¿Significa eso que soy un vidente, o que tengo alucinaciones?

Ronald encontró esta cita de La carta de Lord Chandos, de Hofmannsthal:

Así como había visto cierto día con un vidrio de aumento la piel de mi dedo meñique, semejante a una llanura con surcos y hondonadas, así veía ahora a los hombres y sus acciones. Ya no conseguía percibirlos con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se descomponía en fragmentos que se fragmentaban a su vez; nada conseguía captar por medio de una noción definida.

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Tampoco Pola hubiera comprendido por qué de noche él retenía el aliento para escucharla dormir, espiando los rumores de su cuerpo. Boca arriba, colmada, alentaba pesadamente y apenas si alguna vez, desde algún sueño incierto, agitaba una mano o soplaba alzando el labio inferior y proyectando el aire contra la nariz. Horacio se mantenía inmóvil, la cabeza un poco levantada o apoyada en el puño, el cigarrillo colgando. A las tres de la mañana la rue Dauphine callaba, la respiración de Pola iba y venía, entonces había como un leve corrimiento, un menudo torbellino instantáneo, un agitarse interior como de segunda vida, Oliveira se enderezaba lentamente y acercaba la oreja a la piel desnuda, se apoyaba contra el curvo tambor tenso y tibio, escuchaba. Rumores, descensos y caídas, ludiones y murmullos, andar de cangrejos y babosas, un mundo negro y apagado deslizándose sobre felpa, estallando aquí y allá y disimulándose otra vez (Pola suspiraba, se movía un poco). Un cosmos líquido, fluido, en gestación nocturna, plasma subiendo y bajando, la máquina opaca y lenta moviéndose a desgano, y de pronto un chirrido, una carrera vertiginosa casi contra la piel, una fuga y un gorgoteo de contención o de filtro, el vientre de Pola un cielo negro con estrellas gordas y pausadas, cometas fulgurantes, rodar de inmensos planetas vociferantes, el mar con un plancton de susurro, sus murmuradas medusas, Pola microcosmo, Pola resumen de la noche universal en su pequeña noche fermentada donde el yoghourt y el vino blanco se mezclaban con la carne y las legumbres, centro de una química infinitamente rica y misteriosa y remota y contigua.

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La vida, como un comentario de otra cosa que no alcanzamos, y que está ahí al alcance del salto que no damos.

La vida, un ballet sobre un tema histórico, una historia sobre un hecho vivido, un hecho vivido sobre un hecho real. La vida, fotografía del número, posesión en las tinieblas (¿mujer, monstruo?), la vida, proxeneta de la muerte, espléndida baraja, tarot de claves olvidadas que unas manos gotosas rebajan a un triste solitario.

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