Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

– Los alfileres se los había clavado todos en el pecho, y solamente uno en el sexo. ¿Vos ya sabías que Pola estaba enferma cuando pisoteaste la muñeca verde?

– Sí.

– A Adgalle le va a interesar enormemente. ¿Conocés el sistema del retrato envenenado? Se mezcla el veneno con los colores y se espera la luna favorable para pintar el retrato. Adgalle lo intentó con su padre, pero hubo interferencias… De todos modos el viejo murió tres años después de una especie de difteria. Estaba solo en el castillo, teníamos un castillo en esa época, y cuando empezó a asfixiarse quiso intentar una traqueotomía delante del espejo, clavarse un canuto de ganso o algo así. Lo encontraron al pie de la escalera, pero no se por qué te cuento esto.

– Porque sabés que no me importa, supongo.

– Sí, puede ser -dijo Gregorovius-. Vamos a hacer café, a esta hora se siente la noche aunque no se la vea. Oliveira agarró el diario. Mientras Ossip ponía la cacerola en la chimenea, empezó a leer otra vez la noticia. Rubia, de unos cuarenta y dos años. Qué estupidez pensar que. Aunque claro. Les travaux du grand barrage d’Assouan ont commencé. Avant cinq ans, la vallée moyenne du Nil sera transformée en un inmense lac. Des édifices prodigieux, qui comptent parmi les plus admirables de la planète…

(-107)

30

– Un malentendido como todo, che. Pero el café es digno de la ocasión. ¿Te tomaste toda la caña?

– Vos sabés, el velatorio…

– El cuerpecito, claro.

– Ronald bebió como un animal. Estaba realmente afligido nadie sabía por qué. Babs, celosa. Hasta Lucía lo miraba sorprendida. Pero el relojero del sexto trajo una botella de aguardiente, y alcanzó para todos.

– ¿Vino mucha gente?

– Esperá, estábamos los del Club, vos no estabas («No, yo no estaba»), el relojero del sexto, la portera y la hija, una señora que parecía una polilla, el cartero de los telegramas se quedó un rato, y los de la policía olfateaban el infanticidio: cosas así.

– Me asombra que no hayan hablado de autopsia.

– Hablaron. Babs armó una de a pie, y Lucía… Vino una mujer, estuvo mirando, tocando… Ni cabíamos en la escalera, todo el mundo afuera y un frío. Algo hicieron, pero al final nos dejaron tranquilos. No sé cómo el certificado fue a parar a mi cartera, si querés verlo.

– No, seguí contando. Yo te escucho aunque no parezca. Dale nomás, che. Estoy muy conmovido. No se nota pero podés creerme. Yo te escucho, dale viejo. Me represento perfectamente la escena. No me vas a decir que Ronald no ayudó a bajarlo por la escalera.

– Sí, él y Perico y el relojero. Yo acompañaba a Lucía.

– Por delante.

– Y Babs cerraba la marcha con Etienne.

– Por detrás.

– Entre el cuarto y el tercer piso se oyó un golpe terrible. Ronald dijo que era el viejo del quinto, que se vengaba. Cuando llegue mamá le voy a pedir que trabe relación con el viejo.

– ¿Tu mamá? ¿Adgalle?

– Es mi madre, en fin, la de Herzegovina. Esta casa le va a gustar, ella es profundamente receptiva y aquí han pasado cosas… No me refiero solamente a la muñeca verde.

– A ver, explicá por qué es receptiva tu mamá, y por qué la casa. Hablemos, che, hay que rellenar los almohadones. Dale con la estopa.

(-57)

31

Hacía mucho que Gregorovius había renunciado a la ilusión de entender, pero de todos modos le gustaba que los malentendidos guardaran un cierto orden, una razón. Por más que se barajaran las cartas del tarot, tenderlas era siempre una operación consecutiva, que se llevaba a cabo en el rectángulo de una mesa o sobre el acolchado de una cama. Conseguir que el tomador de brebajes pampeanos accediera a revelar el orden de su deambular. En el peor de los casos que lo inventara en el momento; después le sería difícil escapar de su propia tela de araña. Entre mate y mate Oliveira condescendía a recordar algún momento del pasado o contestar preguntas. A su vez preguntaba, irónicamente interesado en los detalles del entierro, la conducta de la gente. Pocas veces se refería directamente a la Maga, pero se veía que sospechaba alguna mentira. Montevideo, Lucca, un rincón de París. Gregorovius se dijo que Oliveira hubiera salido corriendo si hubiera tenido una idea del paradero de Lucía. Parecía especializarse en causas perdidas. Perderlas primero y después largarse atrás como un loco.

– Adgalle va a saborear su estadía en París -dijo Oliveira cambiando la yerba-. Si busca un acceso a los infiernos no tenés más que mostrarle algunas de estas cosas. En un plano modesto, claro, pero también el infierno se ha abaratado. Las nekías de ahora: un viaje en el metro a las seis y media o ir a la policía para que te renueven la carte de séjour.

– A vos te hubiera gustado encontrar la gran entrada, ¿eh? Diálogo con Ayax, con Jacques Clément, con Keitel, con Troppmann.

– Sí, pero hasta ahora el agujero más grande es el del lavabo. Y ni siquiera Traveler entiende, mirá si será poca cosa. Traveler es un amigo que no conocés.

– Vos -dijo Gregorovius, mirando el suelo- escondés el juego.

– ¿Por ejemplo?

– No sé, es un pálpito. Desde que te conozco no hacés más que buscar, pero uno tiene la sensación de que ya llevás en el bolsillo lo que andás buscando.

– Los místicos han hablado de eso, aunque sin mencionar los bolsillos.

– Y entre tanto le estropeás la vida a una cantidad de gente.

– Consienten, viejo, consienten. No hacía falta más que un empujoncito, paso yo y listo. Ninguna mala intención. -¿Pero qué buscás con eso, Horacio?

– Derecho de ciudad.

– ¿Aquí?

– Es una metáfora. Y como París es otra metáfora (te lo he oído decir alguna vez) me parece natural haber venido para eso.

– ¿Pero Lucía? ¿Y Pola?

– Cantidades heterogéneas -dijo Oliveira-. Vos te creés que por ser mujeres las podés sumar en la misma columna. Ellas, ¿no buscan también su contento? Y vos, tan puritano de golpe, ¿no te has colado aquí gracias a una meningitis o lo que le hayan encontrado al chico? Menos mal que ni vos ni yo somos cursis, porque de aquí salía uno muerto y el otro con las esposas puestas. Propiamente para Cholokov, creeme. Pero ni siquiera nos detestamos, se está tan abrigado en esta pieza.

– Vos -dijo Gregorovius, mirando otra vez el suelo escondés el juego.

– Elucidá, hermano, me harás un favor.

– Vos -insistió Gregorovius- tenés una idea imperial en el fondo de la cabeza. ¿Tu derecho de ciudad? Un dominio de ciudad. Tu resentimiento: una ambición mal curada. Viniste aquí para encontrar tu estatua esperándote al borde de la Place Dauphine. Lo que no entiendo es tu técnica. La ambición, ¿por qué no? Sos bastante extraordinario en algunos aspectos. Pero hasta ahora todo lo que te he visto hacer ha sido lo contrario de lo que hubieran hecho otros ambiciosos. Etienne, por ejemplo, y no hablemos de Perico.

– Ah -dijo Oliveira-. Los ojos a vos te sirven para algo, parece.

– Exactamente lo contrario -repitió Ossip-, pero sin renunciar a la ambición. Y eso no me lo explico.

– Oh, las explicaciones, vos sabés… Todo es muy confuso, hermano. Ponele que eso que llamás ambición no pueda fructificar más que en la renuncia. ¿Te gusta la fórmula?

No es eso, pero lo que yo quisiera decir es justamente indecible. Hay que dar vueltas alrededor como un perro buscándose la cola. Con eso y con lo que te dije del derecho de ciudad tendría que bastarte, montenegrino del carajo.

– Entiendo oscuramente. Entonces vos… No será una vía como el vedanta o algo así, espero.

– No, no.

43
{"b":"125398","o":1}