– Por todo eso -dijo Horacio- cantemos y fumemos. Emmanuèle, arriba, vieja llorona.
Et tous nos amours -bramó Emmanuèle.
– II est beau -dijo uno de los pederastas, mirando a Horacio con ternura-. Il a l’air farouche.
El otro pederasta había sacado un tubo de latón del bolsillo y miraba por un agujero, sonriendo y haciendo muecas. El pederasta más joven le arrebató el tubo y se puso a mirar. «No se ve nada, Jo», dijo. «Sí que se ve, rico», dijo Jo. «No, no, no, no.» «Sí que se ve, sí que se ve. LOOK THROUGH THE PEEPHOLE AND YOU’LL SEE PATTERNS PRETTY AS CAN BE.» «Es de noche, Jo.» Jo sacó una caja de fósforos y encendió uno delante del calidoscopio. Chillidos de entusiasmo, patterns pretty as can be. Et tous nos amours, declamó Emmanuèle sentándose en el piso del camión. Todo estaba tan bien, todo llegaba a su hora, la rayuela y el calidoscopio, el pequeño pederasta mirando y mirando, oh Jo, no veo nada, más luz, más luz, Jo. Tumbado en el banco, Horacio saludó al Oscuro, la cabeza del Oscuro asomando en la pirámide de bosta con dos ojos como estrellas verdes, patterns pretty as can be, el Oscuro tenía razón, un camino al kibbutz, tal vez el único camino al kibbutz, eso no podía ser el mundo, la gente agarraba el calidoscopio por el mal lado, entonces había que darlo vuelta con ayuda de Emmanuèle y de Pola y de París y de la Maga y de Rocamadour, tirarse al suelo como Emmanuèle y desde ahí empezar a mirar desde la montaña de bosta, mirar el mundo a través del ojo del culo, and you’ll see patterns pretty as can be, la piedrita tenía que pasar por el ojo del culo, metida a patadas por la punta del zapato, y de la Tierra al Cielo las casillas estarían abiertas, el laberinto se desplegaría como una cuerda de reloj rota haciendo saltar en mil pedazos el tiempo de los empleados, y por los mocos y el semen y el olor de Emmanuèle y la bosta del Oscuro se entraría al camino que llevaba al kibbutz del deseo, no ya subir al Cielo (subir, palabra hipócrita, Cielo, flatus vocis), sino caminar con pasos de hombre por una tierra de hombres hacia el kibbutz allá lejos pero en el mismo plano, como el Cielo estaba en el mismo plano que la Tierra en la acera roñosa de los juegos, y un día quizá se entraría en el mundo donde decir Cielo no sería un repasador manchado de grasa, y un día alguien vería la verdadera figura del mundo, patterns pretty as can be, y tal vez, empujando la piedra, acabaría por entrar en el kibbutz.
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DEL LADO DE ACA
Il faut voyager loin en aimant sa maison,
Apollinaire, Les mamelles de Tirésias.
37
Le daba rabia llamarse Traveler, él que nunca se había movido de la Argentina como no fuera para cruzar a Montevideo y una vez a Asunción del Paraguay, metrópolis recordadas con soberana indiferencia. A los cuarenta años seguía adherido a la calle Cachimayo, y el hecho de trabajar como gestor y un poco de todo en el circo «Las Estrellas» no le daba la menor esperanza de recorrer los caminos del mundo more Barnum; la zona de operaciones del circo se extendía de Santa Fe a Carmen de Patagones, con largas recaladas en la capital federal, La Plata y Rosario. Cuando Talita, lectora de enciclopedias, se interesaba por los pueblos nómadas y las culturas trashumantes, Traveler gruñía y hacía un elogio insincero del patio con geranios, el catre y el no te salgás del rincón donde empezó tu existencia. Entre mate y mate sacaba a relucir una sapiencia que impresionaba a su mujer, pero se lo veía demasiado dispuesto a persuadir. Dormido se le escapaban algunas veces vocablos de destierro, de desarraigo, de tránsitos ultramarinos, de pasos aduaneros y alidadas imprecisas. Si Talita se burlaba de él al despertar, empezaba por darle de chirlos en la cola, y después se reían como locos y hasta parecía como si la autotraición de Traveler les hiciera bien a los dos. Una cosa había que reconocer y era que, a diferencia de casi todos sus amigos, Traveler no le echaba la culpa a la vida o a la suerte por no haber podido viajar a gusto. Simplemente se bebía una ginebra de un trago, y se trataba a sí mismo de cretinacho.
– Por supuesto, yo soy el mejor de sus viajes -decía Talita cuando se le presentaba la oportunidad- pero es tan tonto que no se da cuenta. Yo, señora, lo he llevado en alas de la fantasía hasta el borde mismo del horizonte.
La señora así interpelada creía que Talita hablaba en serio, y contestaba dentro de la línea siguiente:
– Ah, señora, los hombres son tan incomprensibles (sic por incomprensivos).
O:
– Créame, lo mismo somos yo y mi Juan Antonio. Siempre se lo digo, pero él como si llovería.
O:
– Cómo la comprendo, señora. La vida es una lucha.
O:
– No se haga mala sangre, doña. Basta la salud y un pasar.
Después Talita se lo contaba a Traveler, y los dos se retorcían en el piso de la cocina hasta destrozarse la ropa. Para Traveler no había nada más prodigioso que esconderse en el water y escuchar, con un pañuelo o una camiseta metidos en la boca, cómo Talita hacía hablar a las señoras de la pensión «Sobrales» y a algunas otras que vivían en el hotel de enfrente. En los ratos de optimismo, que no le duraban mucho, planeaba una pieza de radioteatro para tomarles el pelo a esas gordas sin que se dieran cuenta, forzándolas a llorar copiosamente y sintonizar todos los días la audición. Pero de todas maneras no había viajado, y era como una piedra negra en el medio de su alma.
– Un verdadero ladrillo -explicaba Traveler, tocándose el estómago.
– Nunca vi un ladrillo negro -decía el Director del circo, confidente eventual de tanta nostalgia.
– Se ha puesto así a fuerza de sedentarismo. ¡Y pensar que ha habido poetas que se quejaban de ser heimatlos, Ferraguto!
– Hábleme en castilla, che -decía el Director a quien el invocativo dramáticamente personalizado producía un cierto sobresalto.
– No puedo, Dire murmuraba Traveler, disculpándose tácitamente por haberlo llamado por su nombre-. Las bellas palabras extranjeras son como oasis, como escalas. ¿Nunca iremos a Costa Rica? ¿A Panamá, donde antaño los galeones imperiales…? ¡Gardel murió en Colombia, Dire, en Colombia!
– Nos falta el numerario, che -decía el Director, sacando el reloj-. Me voy al hotel que mi Cuca debe estar que brama.
Traveler se quedaba solo en la oficina y se preguntaba cómo serían los atardeceres en Connecticut. Para consolarse pasaba revista a las cosas buenas de su vida. Por ejemplo, una de las buenas cosas de su vida había sido entrar una mañana de 1940 en el despacho de su jefe, en Impuestos Internos, con un vaso de agua en la mano. Había salido cesante, mientras el jefe se absorbía el agua de la cara con un papel secante. Esa había sido una de las buenas cosas de su vida, porque justamente ese mes iban a ascenderlo, así como casarse con Talita había sido otra buena cosa (aunque los dos sostuvieran lo contrario) puesto que Talita estaba condenada por su diploma de farmacéutica a envejecer sin apelación en el esparadrapo, y Traveler se había apersonado a comprar unos supositorios contra la bronquitis, y de la explicación que había solicitado a Talita el amor había soltado sus espumas como el shampoo bajo la ducha. Incluso Traveler sostenía que se había enamorado de Talita exactamente en el momento en que ella, bajando los ojos, trataba de explicarle por qué el supositorio era más activo después y no antes de una buena evacuación del vientre.
– Desgraciado -decía Talita a la hora de las rememoraciones-. Bien que entendías las instrucciones, pero te hacías el sonso para que yo te lo tuviera que explicar.