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– Pero usted dijo que no la conocía.

– Estaba en Horacio, estúpido. Estúpido, estúpido Ossip. Pobre Ossip, tan estúpido. En su canadiense, en la piel del cuello, usted ha visto que Horacio tiene una piel en el cuello de la canadiense. Y Pola estaba ahí cuando él entraba, y en su manera de mirar, y cuando Horacio se desnudaba ahí, en ese rincón, y se bañaba parado en esa cubeta, ¿la ve, Ossip?, entonces de su piel iba saliendo Pola, yo la veía como un ectoplasma y me aguantaba las ganas de llorar pensando que en casa de Pola yo no estaría así, nunca Pola me sospecharía en el pelo o en los ojos o en el vello de Horacio. No sé por qué, al fin y al cabo nos hemos querido bien. No sé por qué. Porque no sé pensar y él me desprecia, por esas cosas.

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28

Andaban en la escalera.

– A lo mejor es Horacio -dijo Gregorovius.

– A lo mejor -dijo la Maga -. Más bien parecería el relojero del sexto piso, siempre vuelve tarde. ¿A usted no le gustaría escuchar música?

– ¿A esta hora? Se va a despertar el niño.

– No, vamos a poner muy bajo un disco, sería perfecto escuchar un cuarteto. Se puede poner tan bajo que solamente escucharemos nosotros, ahora va a ver.

– No era Horacio -dijo Gregorovius.

– No sé -dijo la Maga, encendiendo un fósforo y mirando unos discos apilados en un rincón-. A lo mejor se ha sentado ahí afuera, a veces le da por ahí. A veces llega hasta la puerta y cambia de idea. Encienda el tocadiscos, ese botón blanco al borde de la chimenea.

Había una caja como de zapatos y la Maga de rodillas puso el disco tanteando en la oscuridad y la caja de zapatos zumbó levemente, un lejano acorde se instaló en el aire al alcance de las manos. Gregorovius empezó a llenar la pipa, todavía un poco escandalizado. No le gustaba Schoenberg pero era otra cosa, la hora, el chico enfermo, una especie de transgresión. Eso, una transgresión. Idiota, por lo demás. Pero a veces le daban ataques así en que un orden cualquiera se vengaba del abandono en que lo tenía. Tirada en el suelo, con la cabeza casi metida en la caja de zapatos, la Maga parecía dormir.

De cuando en cuando se oía un ligero ronquido de Rocamadour, pero Gregorovius se fue perdiendo en la música, descubrió que podía ceder y dejarse llevar sin protesta, de legar por un rato en un vienés muerto y enterrado. La Maga fumaba, tirada en el suelo, su rostro sobresalía una y otra vez en la sombra, con los ojos cerrados y el pelo sobre la cara, las mejillas brillantes como si estuviera llorando, pero no debía estar llorando, era estúpido imaginar que pudiera estar llorando, más bien contraía los labios rabiosamente al oír el golpe seco en el cielo raso, el segundo golpe, el tercero. Gregorovius se sobresaltó y estuvo a punto de gritar al sentir una mano que le sujetaba el tobillo.

– No haga caso, es el viejo de arriba.

– Pero si apenas oímos nosotros.

– Son los caños -dijo misteriosamente la Maga -. Todo se mete por ahí, ya nos ha pasado otras veces.

– La acústica es una ciencia sorprendente -dijo Gregorovius.

– Ya se cansará -dijo la Maga -. Imbécil.

Arriba seguían golpeando. La Maga se enderezó furiosa, y bajó todavía más el volumen del amplificador. Pasaron ocho o nueve acordes, un pizzicato, y después se repitieron los golpes.

– No puede ser -dijo Gregorovius-. Es absolutamente imposible que el tipo oiga nada.

– Oye más fuerte que nosotros, eso es lo malo.

– Esta casa es como la oreja de Dionisos.

– ¿De quién? El muy infeliz, justo en el adagio. Y sigue golpeando, Rocamadour se va a despertar.

– Quizá sería mejor…

– No, no quiero. Que rompa el techo. Le voy a poner un disco de Mario del Mónaco para que aprenda, lástima que no tengo ninguno. El cretino, bestia de porquería.

– Lucía -rimó dulcemente Gregorovius-. Es más de medianoche.

– Siempre la hora -rezongó la Maga -. Yo me voy a ir de esta pieza. Más bajo no puedo poner el disco, ya no se oye nada. Espere, vamos a repetir el último movimiento. No haga caso.

Los golpes cesaron, por un rato el cuarteto se encaminó a su fin sin que se oyeran siquiera los ronquidos espaciados de Rocamadour. La Maga suspiró, con la cabeza casi metida en el altoparlante… Empezaron a golpear otra vez.

– Qué imbécil -dijo la Maga -. Y todo es así, siempre.

– No se obstine, Lucía.

– No sea sonso, usted. Me hartan, los echaría a todos a empujones. Si me da la gana de oír a Schoenberg, si por un rato…

Se había puesto a llorar, de un manotazo levantó el pickup con el último acorde y como estaba al lado de Gregorovius, inclinada sobre el amplificador para apagarlo, a Gregorovius le fue fácil tomarla por la cintura y sentarla en una de sus rodillas. Empezó a pasarle la mano por el pelo, despejándole la cara. La Maga lloraba entrecortadamente, tosiendo y echándole a la cara el aliento cargado de tabaco.

– Pobrecita, pobrecita -repetía Gregorovius, acompañando la palabra con sus caricias-. Nadie la quiere a ella, nadie. Todos son tan malos con la pobre Lucía

– Estúpido -dijo la Maga, tragándose los mocos con verdadera unción-. Lloro porque me da la gana, y sobre todo para que no me consuelen. Dios mío, qué rodillas puntiagudas, se me clavan como tijeras.

– Quédese un poco así -suplicó Gregorovius.

– No me da la gana dijo la Maga -. ¿Y por qué sigue golpeando el idiota ese?

– No le haga caso, Lucía. Pobrecita…

– Le digo que sigue golpeando, es increíble.

– Déjelo que golpee -aconsejó incongruentemente Gregorovius.

– Usted era el que se preocupaba antes -dijo la Maga, soltándole la risa en la cara.

– Por favor, si usted supiera…

– Oh, yo lo sé todo, pero quédese quieto. Ossip -dijo de golpe la Maga, comprendiendo-, el tipo no golpeaba por el disco. Podemos poner otro si queremos.

– Madre mía, no.

– ¿Pero no oye que sigue golpeando?

– Voy a subir y le romperé la cara dijo Gregorovius.

– Ahora mismo -apoyó la Maga, levantándose de un salto y dándole paso-. Dígale que no hay derecho a despertar a la gente a la una de la mañana. Vamos, suba, es la puerta de la izquierda, hay un zapato clavado.

– ¿Un zapato clavado en la puerta?

– Sí, el viejo está completamente loco. Hay un zapato y un pedazo de acordeón verde. ¿Por qué no sube?

– No creo que valga la pena dijo cansadamente Gregorovius-. Todo es tan distinto, tan inútil. Lucía, usted no comprendió que… En fin, de todas maneras ese sujeto se podría dejar de golpear.

La Maga fue hasta un rincón, descolgó algo que en la sombra parecía un plumero, y Gregorovius oyó un tremendo golpe en el cielo raso. Arriba se hizo el silencio.

– Ahora podremos escuchar lo que nos dé la gana -dijo la Maga.

«Me pregunto», pensó Gregorovius, cada vez más cansado.

– Por ejemplo -dijo la Maga – una sonata de Brahms. Qué maravilla, se ha cansado de golpear. Espere que encuentre el disco, debe andar por aquí. No se ve nada.

«Horacio está ahí afuera», pensó Gregorovius. «Sentado en el rellano, con la espalda apoyada en la puerta, oyendo todo. Como una figura de tarot, algo que tiene que resolverse, un poliedro donde cada arista y cada cara tiene su sentido inmediato, el falso, hasta integrar el sentido mediato, la revelación. Y así Brahms, yo, los golpes en el techo, Horacio: algo que se va encaminando lentamente hacia la explicación. Todo inútil, por lo demás.» Se preguntó qué pasaría si tratara de abrazar otra vez a la Maga en la oscuridad. «Pero él está ahí, escuchando. Sería capaz de gozar oyéndonos, a veces es repugnante.» Aparte de que le tenía miedo, eso le costaba reconocerlo.

– Debe ser éste -dijo la Maga -. Sí, es la etiqueta con una parte plateada y dos pajaritos. ¿Quién está hablando ahí afuera?

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