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«Un poliedro, algo cristalino que cuaja poco a poco en la oscuridad» pensó Gregorovius. «Ahora ella va a decir esto y afuera va a ocurrir lo otro y yo… Pero no sé lo que es esto y lo otro.»

– Es Horacio -dijo la Maga. -Horacio y una mujer.

– No, seguro que es el viejo de arriba. -¿El del zapato en la puerta?

– Sí, tiene voz de vieja, es como una urraca. Anda siempre con un gorro de astrakán.

– Mejor no ponga el disco -aconsejó Gregorovius-. Esperemos a ver qué pasa.

– Al final no podremos escuchar la sonata de Brahms -dijo la Maga furiosa.

«Ridícula subversión de valores», pensó Gregorovius. «Están a punto de agarrarse a patadas en el rellano, en plena oscuridad o algo así, y ella sólo piensa en que no va a poder escuchar su sonata.» Pero la Maga tenía razón, era como siempre la única que tenía razón. «Tengo más prejuicios de lo que pensaba», se dijo Gregorovius. «Uno cree que porque hace la vida del affranchi, acepta los parasitismos materiales y espirituales de Lutecia, está ya del lado preadamita. Pobre idiota, vamos.»

– The rest is silence -dijo Gregorovius suspirando.

– Silence my foot -dijo la Maga, que sabía bastante inglés-. Ya va a ver que la empiezan de nuevo. El primero que va a hablar va a ser el viejo. Ahí está. Mais qu’est-ce que vous foutez? -remedó la Maga con una voz de nariz-. A ver qué le contesta Horacio. Me parece que se está riendo bajito, cuando empieza a reírse no encuentra las palabras, es increíble. Yo voy a ver lo que pasa.

– Estábamos tan bien -murmuró Gregorovius como si viera avanzar al ángel de la expulsión. Gérard David, Van der Weiden, el Maestro de Flemalle, a esa hora todos los ángeles no sabía por qué eran malditamente flamencos, con caras gordas y estúpidas pero recamados y resplandecientes y burguesamente condenatorios (Daddy-ordered-it, so-you-better-beat-it-you-lousy-sinners). Toda la habitación llena de ángeles, I looked up to heaven and what did I see/A band of angels comin’ after me, el final de siempre, ángeles policías, ángeles cobradores, ángeles ángeles. Pudrición de las pudriciones, como el chorro de aire helado que le subía por dentro de los pantalones, las voces iracundas en el rellano, la silueta de la Maga en el vano de la puerta.

– C’est pas des façons, ça -decía el viejo-. Empêcher les gens de dormir à cette heure c’est trop con. J’me plaindrai à la Police, moi, et puis qu’est-ce que vous foutez là, vous planqué par terre contre la porte? J’aurais pu me casser la gueule, merde alors.

– Andá a dormir, viejito -decía Horacio, tirado cómodamente en el suelo.

– Dormir, moi, avec le bordel que fait votre bonne femme? Ça alors comme culot, mais je vous préviens, ça ne passera pas comme ça, vous aurez de mes nouvelles.

– Mais de mon frère le Poéte on a eu des nouvelles -dijo Horacio, bostezando-. ¿Vos te das cuenta este tipo?

– Un idiota -dijo la Maga -. Uno pone un disco bajito, y golpea. Uno saca el disco, y golpea lo mismo. ¿Qué es lo que quiere, entonces?

– Bueno, es el cuento del tipo que sólo dejó caer un zapato, che.

– No lo conozco dijo la Maga.

– Era previsible -dijo Oliveira-. En fin, los ancianos me inspiran un respeto mezclado con otros sentimientos, pero a éste yo le compraría un frasco de formol para que se metiera adentro y nos dejara de joder.

– Et en plus ça m’insulte dans son charabia de sales metèques -dijo el viejo-. On est en France, ici. Des salauds, quoi. On devrait vous mettre à la porte, c’est une honte. Q’est-ce que fait le Gouvernement, je me demande. Des Arabes, tous des fripouilles, bande de tueurs.

– Acabala con los sales metèques, si supieras la manga de franchutes que juntan guita en la Argentina -dijo Oliveira-. ¿Qué estuvieron escuchando, che? Yo recién llego, estoy empapado.

– Un cuarteto de Schoenberg. Ahora yo quería escuchar muy bajito una sonata de Brahms.

– Lo mejor va a ser dejarla para mañana -contemporizó Oliveira, enderezándose sobre un codo para encender un Gauloise-. Rentrez chez vous, monsieur, on vous emmerdera plus pour ce soir.

– Des fainéants -dijo el viejo-. Des tueurs, tous.

A la luz del fósforo se veía el gorro de astrakán, una bata grasienta, unos ojillos rabiosos. El gorro proyectaba sombras gigantescas en la caja de la escalera, la Maga estaba fascinada. Oliveira se levantó, apagó el fósforo de un soplido y entró en la pieza cerrando suavemente la puerta.

– Salud -dijo Oliveira-. No se ve ni medio, che.

– Salud -dijo Gregorovius-. Menos mal que te lo sacaste de encima.

– Per modo di dire. En realidad el viejo tiene razón, y además es viejo.

– Ser viejo no es un motivo -dijo la Maga.

– Quizá no sea un motivo pero sí un salvoconducto.

– Vos dijiste un día que el drama de la Argentina es que está manejada por viejos.

– Ya cayó el telón sobre ese drama -dijo Oliveira-. Desde Perón es al revés, los que tallan son los jóvenes y es casi peor, qué le vas a hacer. Las razones de edad, de generación, de títulos y de clase son un macaneo inconmensurable. Supongo que si todos estamos susurrando de manera tan incómoda se debe a que Rocamadour duerme el sueño de los justos.

– Sí, se durmió antes de que empezáramos a escuchar música. Estás hecho una sopa, Horacio.

– Fui a un concierto de piano -explicó Oliveira.

– Ah -dijo la Maga -. Bueno, sacate la canadiense, y yo te cebo un mate bien caliente.

– Con un vaso de caña, todavía debe quedar media botella por ahí.

– ¿Qué es la caña? -preguntó Gregorovius-. ¿Es eso que llaman grapa?

– No, más bien como el barack. Muy bueno para después de los conciertos, sobre todo cuando ha habido primeras audiciones y secuelas indescriptibles. Si encendiéramos una lucecita nimia y tímida que no llegara a los ojos de Rocamadour.

La Maga prendió una lámpara y la puso en el suelo, fabricando una especie de Rembrandt que Oliveira encontró apropiado. Vuelta del hijo pródigo, imagen de retorno aunque fuera momentáneo y fugitivo, aunque no supiera bien por qué había vuelto subiendo poco a poco las escaleras y tirándose delante de la puerta para oír desde lejos el final del cuarteto y los murmullos de Ossip y la Maga. «Ya deben haber hecho el amor como gatos», pensó, mirándolos. Pero no, imposible que hubieran sospechado su regreso esa noche, que estuvieran tan vestidos y con Rocamadour instalado en la cama. Si Rocamadour instalado entre dos sillas, si Gregorovius sin zapatos y en mangas de camisa… Además, qué carajo importaba si el que estaba ahí de sobra era él, chorreando canadiense, hecho una porquería.

– La acústica -dijo Gregorovius-. Qué cosa extraordinaria el sonido que se mete en la materia y trepa por los pisos, pasa de una pared a la cabecera de una cama, es para no creerlo. ¿Ustedes nunca tomaron baños de inmersión?

– A mí me ha ocurrido -dijo Oliveira, tirando la canadiense a un rincón y sentándose en un taburete.

– Se puede oír todo lo que dicen los vecinos de abajo, basta meter la cabeza en el agua y escuchar. Los sonidos se transmiten por los caños, supongo. Una vez, en Glasgow, me enteré de que los vecinos eran trotzkistas.

– Glasgow suena a mal tiempo, a puerto lleno de gente triste -dijo la Maga.

– Demasiado cine -dijo Oliveira-. Pero este mate es como un indulto, che, algo increíblemente conciliatorio.

Madre mía, cuánta agua en los zapatos. Mirá, un mate es como un punto y aparte. Uno lo toma y después se puede empezar un nuevo párrafo.

– Ignoraré siempre esas delicias pampeanas -dijo Gregorovius-. Pero también se habló de una bebida, creo.

– Traé la caña -mandó Oliveira-. Yo creo que quedaba más de media botella.

– ¿La compran aquí? -preguntó Gregorovius.

«¿Por qué diablos habla en plural?», pensó Oliveira. «Seguro que se han revolcado toda la noche, es un signo inequívoco. En fin.»

– No, me la manda mi hermano, che. Tengo un hermano rosarino que es una maravilla. Caña y reproches, todo viene en abundancia.

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