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– Música, melancólico alimento para los que vivimos de amor -había citado por cuarta vez Traveler, templando la guitarra antes de proferir el tango Cotorrita de la suerte.

Don Crespo se interesó por la referencia y Talita subió a buscarle los cinco actos en versión de Astrana Marín. La calle Cachimayo estaba ruidosa al caer la noche pero en el patio de don Crespo, aparte del canario Cien Pesos no se oía más que la voz de Traveler que llegaba a la parte de la obrerita juguetona y pizpireta / la que diera a su casita la alegría. Para jugar a la escoba de quince no hace falta hablar, y Gekrepten le ganaba vuelta tras vuelta a Oliveira que alternaba con la señora de Gutusso en la tarea de aflojar monedas de veinte. La cotorrita de la suerte (que augura la vida o muerte) había sacado entre tanto un papelito rosa: Un novio, larga vida. Lo que no impedía que la voz de Traveler se ahuecara para describir la rápida enfermedad de la heroína, y la tarde en que morra tristemente / preguntando a su mamita: «¿No llegó?». Trrán.

– Qué sentimiento -dijo la señora de Gutusso-. Hablan mal del tango, pero no me lo va a comparar con los calipsos y otras porquerías que pasan por la radio. Alcánceme los porotos, don Horacio.

Traveler apoyó la guitarra en una maceta, chupó a fondo el mate y sintió que la noche iba a caerle pesada. Casi hubiera preferido tener que trabajar, o sentirse enfermo, cualquier distracción. Se sirvió una copa de caña y la bebió de un trago, mirando a don Crespo que con los anteojos en la punta de la nariz se internaba desconfiado en los proemios de la tragedia. Vencido, privado de ochenta centavos, Oliveira vino a sentarse cerca y también se tomó una copa.

– El mundo es fabuloso -dijo Traveler en voz baja-. Ahí dentro de un rato será la batalla de Actium, si el viejo aguanta hasta esa parte. Y al lado estas dos locas guerreando por porotos a golpes de siete de velos.

– Son ocupaciones como cualquiera -dijo Oliveira-. ¿Te das cuenta de la palabra? Estar ocupado, tener una ocupación. Me corre frío por la columna, che. Pero mirá, para no ponernos metafísicos te voy a decir que mi ocupación en el circo es una estafa pura. Me estoy ganando esos pesos sin hacer nada.

– Esperó a que debutemos en San Isidro, va a ser más duro. En Villa del Parque teníamos todos los problemas resueltos, sobre todo el de una coima que lo traía preocupado al Dire. Ahora hay que empezar con gente nueva y vas a estar bastante ocupado, ya que te gusta el término.

– No me digas. Qué macana, che, yo en realidad me estaba mandando la parte. ¿Así que va a haber que trabajar?

– Los primeros días, después todo entra en la huella. Decime un poco, ¿vos nunca trabajaste cuando andabas por Europa?

– El mínimo imponible dijo Oliveira-. Era tenedor de libros clandestino. El viejo Trouille, qué personaje para Céline. Algún día te tengo que contar, si es que vale la pena, y no la vale.

– Me gustaría -dijo Traveler.

– Sabés, todo está tan en el aire. Cualquier cosa que te dijera sería como un pedazo del dibujo de la alfombra. Falta el coagulante, por llamarlo de alguna manera: zás, todo se ordena en su justo sitio y te nace un precioso cristal con todas sus facetas. Lo malo -dijo Oliveira mirándose las uñas- es que a lo mejor ya se coaguló y no me di cuenta, me quedé atrás como los viejos que oyen hablar de cibernética y mueven despacito la cabeza pensando en que ya va a ser la hora de la sopa de fideos finos.

El canario Cien Pesos produjo un trino más chirriante que otra cosa.

– En fin -dijo Traveler-. A veces se me ocurre como que no tendrías que haber vuelto.

– Vos lo pensás -dijo Oliveira-. Yo lo vivo. A lo mejor es lo mismo en el fondo, pero no caigamos en fáciles deliquios. Lo que nos mata a vos y a mí es el pudor, che. Nos pasearnos desnudos por la casa, con gran escándalo de algunas señoras, pero cuando se trata de hablar… Comprendés, de a ratos se me ocurre que podría decirte… No sé, tal vez en el momento las palabras servirían de algo, nos servirían. Pero como no son las palabras de la vida cotidiana y del mate en el patio, de la charla bien lubricada, uno se echa atrás, precisamente al mejor amigo es al que menos se le pueden decir cosas así. ¿No te ocurre a veces confiarte mucho más a un cualquiera?

– Puede ser -dijo Traveler afinando la guitarra-. Lo malo es que con esos principios ya no se ve para qué sirven los amigos.

– Sirven para estar ahí, y en una de esas quién te dice.

– Como quieras. Así va a ser difícil que nos entendamos como en otros tiempos.

– En nombre de los otros tiempos se hacen las grandes macanas en éstos -dijo Oliveira-. Mirá, Manolo, vos hablás de entendernos, pero en el fondo te das cuenta que yo también quisiera entenderme con vos, y vos quiere decir mucho más que vos mismo. La joroba es que el verdadero entendimiento es otra cosa. Nos conformamos con demasiado poco. Cuando los amigos se entienden bien entre ellos, cuando los amantes se entienden bien entre ellos, cuando las familias se entienden bien entre ellas, entonces nos creemos en armonía. Engaño puro, espejo para alondras. A veces siento que entre dos que se rompen la cara a trompadas hay mucho más entendimiento que entre los que están ahí mirando desde afuera. Por eso… Che, pero yo realmente podría colaborar en La Nación de los domingos.

– Ibas bien -dijo Traveler afinando la prima- pero al final te dio uno de esos ataques de pudor de que hablabas antes. Me hiciste pensar en la señora de Gutusso cuando se cree obligada a aludir a las almorranas del marido.

– Este Octavio César dice cada cosa -rezongó don Crespo, mirándolos por encima de los anteojos-. Aquí habla de que Marco Antonio había comido una carne muy extraña en los Alpes. ¿Qué me representa con esa frase? Chivito, me imagino.

– Más bien bípedo implume -dijo Traveler.

– En esta obra el que no está loco le anda cerca dijo respetuosamente don Crespo-. Hay que ver las cosas que hace Cleopatra.

– Las reinas son tan complicadas -dijo la señora de Gutusso-. Esa Cleopatra armaba cada lío, salió en una película. Claro que eran otros tiempos, no había religión.

– Escoba -dijo Talita, recogiendo seis barajas de un saque.

– Usted tiene una suerte…

– Lo mismo pierdo al final. Manú, se me acabaron las monedas.

– Cambiale a don Crespo que a lo mejor ha entrado en el tiempo faraónico y te da piezas de oro puro. Mirá, Horacio, eso que decías de la armonía…

– En fin -dijo Oliveira-, ya que insistís en que me dé vuelta los bolsillos y ponga las pelusas sobre la mesa…

– Altro que dar vuelta los bolsillos. Mi impresión es que vos te quedás tan tranquilo viendo cómo a los demás se nos empieza a armar un corso a contramano. Buscás eso que llamás la armonía, pero la buscás justo ahí donde acabás de decir que no está, entre los amigos, en la familia, en la ciudad. ¿Por qué la buscás dentro de los cuadros sociales?

– No sé, che. Ni siquiera la busco. Todo me va sucediendo.

– ¿Por qué te tiene que suceder a vos que los demás no podamos dormir por tu culpa?

– Yo también duermo mal.

– ¿Por qué, para darte un ejemplo, te juntaste con Gekrepten? ¿Por qué me venís a ver? ¿Acaso no es Gekrepten, no somos nosotros los que te estamos estropeando la armonía?

– ¡Quiere beber mandrágora! -gritó don Crespo estupefacto.

– ¿Lo qué? -dijo la señora de Gutusso.

– ¡Mandrágora! Le manda a la esclava que le sirva mandrágora. Dice que quiere dormir. ¡Está completamente loca!

Tendría de tomar Bromural -dijo la señora de Gutusso-. Claro que en esos tiempos…

– Tenés mucha razón, viejito -dijo Oliveira, llenando los vasos de caña-, con la única salvedad de que le estás dando a Gekrepten más importancia de la que tiene.

– ¿Y nosotros?

– Ustedes, che, a lo mejor son ese coagulante de que hablábamos hace un rato. Me da por pensar que nuestra relación es casi química, un hecho fuera de nosotros mismos. Una especie de dibujo que se va haciendo. Vos me fuiste a esperar, no te olvides.

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