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– Siempre me sospeché que acabarías acostándote con él -dijo Oliveira.

La Maga tapó a su hijo que berreaba un poco menos, y se frotó las manos con un algodón.

– Por favor lavate las manos como Dios manda -dijo Oliveira-. Y sacá toda esa porquería de ahí.

– En seguida -dijo la Maga. Oliveira aguantó su mirada (lo que siempre le costaba bastante) y la Maga trajo un diario, lo abrió sobre la cama, metió los algodones, hizo un paquete y salió de la pieza para ir a tirarlo al water del rellano. Cuando volvió, con las manos rojas y brillantes, Oliveira le alcanzó un mate. Se sentó en el sillón bajo, chupó aplicadamente. Siempre estropeaba el mate, tirando de un lado y de otro la bombilla, revolviéndola como si estuviera haciendo polenta.

– En fin -dijo Oliveira, sacando el humo por la nariz-. De todos modos me podían haber avisado. Ahora voy a tener seiscientos francos de taxi para llevarme mis cosas a otro lado. Y conseguir una pieza, que no es fácil en esta época.

– No tenés por qué irte -dijo la Maga – ¿Hasta cuándo vas a seguir imaginando falsedades?

– Imaginando falsedades -dijo Oliveira-. Hablás como en los diálogos de las mejores novelas rioplatenses. Ahora solamente te falta reírte con todas las vísceras de mi grotesquería sin pareja, y la rematás fenómeno.

– Ya no llora más -dijo la Maga, mirando hacia la cama-. Hablemos bajo, va a dormir muy bien con la aspirina. Yo no me he acostado para nada con Gregorovius.

– Oh sí que te has acostado.

– No, Horacio. ¿Por qué no te lo iba a decir? Desde que te conocí no he tenido otro amante que vos. No me importa si lo digo mal y te hacen reír mis palabras. Yo hablo como puedo, no sé decir lo que siento.

– Bueno, bueno -dijo aburrido Oliveira, alcanzándole otro mate-. Será que tu hijo te cambia, entonces. Desde hace días estás convertida en lo que se llama una madre.

– Pero Rocamadour está enfermo.

– Más bien -dijo Oliveira-. Qué querés, a mí los cambios me parecieron de otro orden. En realidad ya no nos aguantamos demasiado.

– Vos sos el que no me aguanta. Vos sos el que no aguantás a Rocamadour.

– Eso es cierto, el chico no entraba en mis cálculos. Tres es mal número dentro de una pieza. Pensar que con Ossip ya somos cuatro, es insoportable.

– Ossip no tiene nada que ver.

– Si calentaras la pavita -dijo Oliveira.

– No tiene nada que ver -repitió la Maga -. ¿Por qué me hacés sufrir, bobo? Ya sé que estás cansado, que no me querés más. Nunca me quisiste, era otra cosa, una manera de soñar. Andate, Horacio, no tenés por qué quedarte. A mí ya me ha pasado tantas veces…

Miró hacia la cama. Rocamadour dormía.

– Tantas veces -dijo Oliveira, cambiando la yerba-. Para la autobiografía sentimental sos de una franqueza admirable. Que lo diga Ossip. Conocerte y oír en seguida la historia del negro es todo uno.

– Tengo que decirlo, vos no comprendés.

– No lo comprenderé, pero es fatal.

– Yo creo que tengo que decirlo aunque sea fatal. Es justo que uno le diga a un hombre cómo ha vivido, si lo quiere. Hablo de vos, no de Ossip. Vos me podías contar o no de tus amigas, pero yo tenía que decirte todo. Sabés, es la única manera de hacerlos irse antes de empezar a querer a otro hombre, la única manera de que pasen al otro lado de la puerta y nos dejen a los dos solos en la pieza.

– Una especie de ceremonia expiatoria, y por qué no propiciatoria. Primero el negro.

– Sí -dijo la Maga, mirándolo-. Primero el negro. Después Ledesma.

– Después Ledesma, claro.

– Y los tres del callejón, la noche de carnaval.

– Por delante -dijo Oliveira, cebando el mate.

– Y monsieur Vincent, el hermano del hotelero.

– Por detrás.

– Y un soldado que lloraba en un parque.

– Por delante. -Y vos.

– Por detrás. Pero eso de ponerme a mí en la lista estando yo presente es como una confirmación de mis lúgubres premoniciones. En realidad la lista completa se la habrás tenido que recitar a Gregorovius.

La Maga revolvía la bombilla. Había agachado la cabeza y todo el pelo le cayó de golpe sobre la cara, borrando la expresión que Oliveira había espiado con aire indiferente.

– Después fuiste la amiguita

de un viejo boticario,

y el hijo de un comisario

todo el vento te sacó…

Oliveira canturreaba el tango. La Maga chupó la bombilla y se encogió de hombros, sin mirarlo. «Pobrecita», pensó Oliveira. Le tiró un manotón al pelo, echándoselo para atrás brutalmente como si corriera una cortina. La bombilla hizo un ruido seco entre los dientes.

– Es casi como si me hubieras pegado -dijo la Maga, tocándose la boca con dos dedos que temblaban-. A mí no me importa, pero…

– Por suerte te importa dijo Oliveira-. Si no me estuvieras mirando así te despreciaría. Sos maravillosa, con Rocamadour y todo.

– De qué me sirve que me digas eso.

– A mí me sirve.

– Sí, a vos te sirve. A vos todo te sirve para lo que andás buscando.

– Querida -dijo gentilmente Oliveira-, las lágrimas estropean el gusto de la yerba, es sabido.

– A lo mejor también te sirve que yo llore.

– Sí, en la medida en que me reconozco culpable. -Andate, Horacio, va a ser lo mejor.

– Probablemente. Fijate, de todas maneras, que si me voy ahora cometo algo que se parece casi al heroísmo, es decir que te dejo sola, sin plata y con tu hijo enfermo.

– Sí -dijo la Maga sonriendo homéricamente entre las lágrimas-. Es casi heroico, cierto.

– Y como disto de ser un héroe, me parece mejor quedarme hasta que sepamos a qué atenernos, como dice mi hermano con su bello estilo. Entonces quedate.

– ¿Pero vos comprendés cómo y por qué renuncio a ese heroísmo?

– Sí, claro.

– A ver, explicá por qué no me voy.

– No te vas porque sos bastante burgués y tomás en cuenta lo que pensarían Ronald y Babs y los otros amigos.

– Exacto. Es bueno que veas que vos no tenés nada que ver en mi decisión. No me quedo por solidaridad ni por lástima ni porque hay que darle la mamadera a Rocamadour. Y mucho menos porque vos y yo tengamos todavía algo en común.

– Sos tan cómico a veces -dijo la Maga.

– Por supuesto -dijo Oliveira-. Bob Hope es una mierda al lado mío.

– Cuando decís que ya no tenemos nada en común, ponés la boca de una manera…

– Un poco así, ¿verdad?

– Sí, es increíble.

Tuvieron que sacar los pañuelos y taparse la cara con las dos manos, soltaban tales carcajadas que Rocamadour se iba a despertar, era algo horrible. Aunque Oliveira hacía lo posible por sostenerla, mordiendo el pañuelo y llorando de risa, la Maga resbaló poco a poco del sillón, que tenía las patas delanteras más cortas y la ayudaba a caerse, hasta quedar enredada entre las piernas de Oliveira que se reía con un hipo entrecortado y que acabó escupiendo el pañuelo con una carcajada.

– Mostrá otra vez cómo pongo la boca cuando digo esas cosas -suplicó Oliveira.

– Así -dijo la Maga, y otra vez se retorcieron hasta que Oliveira se dobló en dos apretándose la barriga, y la Maga vio su cara contra la suya, los ojos que la miraban brillando entre las lágrimas. Se besaron al revés, ella hacia arriba y él con el pelo colgando como un fleco, se besaron mordiéndose un poco porque sus bocas no se reconocían, estaban besando bocas diferentes, buscándose con las manos en un enredo infernal de pelo colgando y el mate que se había volcado al borde de la mesa y chorreaba en la falda de la Maga.

– Decime cómo hace el amor Ossip -murmuró Oliveira, apretando los labios contra los de la Maga -. Pronto que se me sube la sangre a la cabeza, no puedo seguir así, es espantoso.

– Lo hace muy bien -dijo la Maga, mordiéndole el labio-. Muchísimo mejor que vos, y más seguido.

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