– ¿Pero te retila la murta? No me vayas a mentir. ¿Te la retila de veras?
– Muchísimo. Por todas partes, a veces demasiado. Es una sensación maravillosa.
– ¿Y te hace poner con los plíneos entre las argustas?
– Sí, y después nos entreturnamos los porcios hasta que él dice basta basta, y yo tampoco puedo más, hay que apurarse, comprendés. Pero eso vos no lo podés comprender, siempre te quedás en la gunfia más chica.
– Yo y cualquiera -rezongó Oliveira, enderezándose-. Che, este mate es una porquería, yo me voy un rato a la calle.
– ¿No querés que te siga contando de Ossip? -dijo la Maga -. En glíglico.
– Me aburre mucho el glíglico. Además vos no tenés imaginación, siempre decís las mismas cosas. La gunfia, vaya novedad. Y no se dice «contando de».
– El glíglico lo inventé yo -dijo resentida la Maga -. Vos soltás cualquier cosa y te lucís, pero no es el verdadero glíglico.
– Volviendo a Ossip…
– No seas tonto, Horacio, te digo que no me he acostado con él. ¿Te tengo que hacer el gran juramento de los sioux?
– No, al final me parece que te voy a creer.
– Y después -dijo la Maga – lo más probable es que acabe por acostarme con Ossip, pero serás vos el que lo habrá querido.
– ¿Pero a vos realmente te puede gustar ese tipo?
No. Lo que pasa es que hay que pagar la farmacia. De vos no quiero ni un centavo, y a Ossip no le puedo pedir plata y dejarlo con las ilusiones.
– Sí, ya sé -dijo Oliveira-. Tu lado samaritano. Al soldadito del parque tampoco lo podías dejar que llorara.
– Tampoco, Horacio. Ya ves lo distintos que somos.
– Sí, la piedad no es mi fuerte. Pero también yo podría llorar en una de ésas, y entonces vos…
No te veo llorando -dijo la Maga -. Para vos sería como un desperdicio.
– Alguna vez he llorado.
– De rabia, solamente. Vos no sabés llorar, Horacio, es una de las cosas que no sabés.
Oliveira atrajo a la Maga y la sentó en las rodillas. Pensó que el olor de la Maga, de la nuca de la Maga, lo entristecía. Ese mismo olor que antes… «Buscar a través de», pensó confusamente. «Sí, es una de las cosas que no sé hacer, eso y llorar y compadecerme.»
– Nunca nos quisimos -le dijo besándola en el pelo.
– No hablés por mí -dijo la Maga cerrando los ojos-. Vos no podés saber si yo te quiero o no. Ni siquiera eso podés saber.
– ¿Tan ciego me creés?
– Al contrario, te haría tanto bien quedarte un poco ciego.
– Ah, sí, el tacto que reemplaza las definiciones, el instinto que va más allá de la inteligencia. La vía mágica, la noche oscura del alma.
– Te haría bien -se obstinó la Maga como cada vez que no entendía y quería disimularlo.
– Mirá, con lo que tengo me basta para saber que cada uno puede irse por su lado. Yo creo que necesito estar solo, Lucía; realmente no sé lo que voy a hacer. A vos y a Rocamadour, que me parece que se está despertando, les hago la injusticia de tratarlos mal y no quiero que siga.
– Por mí y por Rocamadour no te tenés que preocupar.
– No me preocupo pero andamos los tres enredándonos en los tobillos del otro; es incómodo y antiestético. Yo no seré lo bastante ciego, querida, pero el nervio óptico me alcanza para ver que vos te vas a arreglar perfectamente sin mí. Ninguna amiga mía se ha suicidado hasta ahora, aunque mi orgullo sangre al decirlo.
– Sí, Horacio.
De manera que si consigo reunir suficiente heroísmo para plantarte esta misma noche o mañana, aquí no ha pasado nada.
– Nada -dijo la Maga.
– Vos le llevarás de nuevo tu chico a madame Irène, y volverás a París a seguir tu vida.
– Irás mucho al cine, seguirás leyendo novelas, te pasearás con riesgo de tu vida en los peores barrios y a las peores horas.
– Todo eso.
– Encontrarás muchísimas cosas extrañas en la calle, las traerás, fabricarás objetos. Wong te enseñará juegos malabares y Ossip te seguirá a dos metros de distancia, con las manos juntas y una actitud de humilde reverencia.
– Por favor, Horacio -dijo la Maga, abrazándose a él y escondiendo la cara.
– Por supuesto que nos encontraremos mágicamente en los sitios más extraños, como aquella noche en la Bastille, te acordás.
– En la rue Daval.
– Yo estaba bastante borracho y vos apareciste en la esquina y nos quedamos mirándonos como idiotas.
– Porque yo creía que esa noche vos ibas aun concierto.
– Y vos me habías dicho que tenías cita con madame Léonie.
– Por eso nos hizo tanta gracia encontrarnos en la rue Daval.
– Vos llevabas el pulóver verde y te habías parado en la esquina a consolar a un pederasta.
– Lo habían echado a golpes del café, y lloraba de una manera.
– Otra vez me acuerdo que nos encontramos cerca del Quai de Jemmapes.
– Hacía calor -dijo la Maga.
– Nunca me explicaste bien qué andabas buscando por el Quai de Jemmapes.
– Oh, no buscaba nada.
– Tenías una moneda en la mano.
– Me la encontré en el cordón de la vereda. Brillaba tanto.
– Y después fuimos a la Place de la République donde estaban los saltimbanquis, y nos ganamos una caja de caramelos.
– Eran horribles.
– Y otra vez yo salía del metro Mouton-Duvernet, y vos estabas sentada en la terraza de un café con un negro y un filipino.
– Y vos nunca me dijiste qué tenías que hacer por el lado de Mouton-Duvernet.
– Iba a lo de una pedicura -dijo Oliveira-. Tenía una sala de espera empapelada con escenas entre violeta y solferino: góndolas, palmeras, y unos amantes abrazados a la luz de la luna. Imaginátelo repetido quinientas veces en tamaño doce por ocho.
– Vos ibas por eso, no por los callos.
– No eran callos, hija mía. Una auténtica verruga en la planta del pie. Avitaminosis, parece.
– ¿Se te curó bien? -dijo la Maga, levantando la cabeza y mirándolo con gran concentración.
A la primera carcajada Rocamadour se despertó y empezó a quejarse. Oliveira suspiró, ahora iba a repetirse la escena, por un rato sólo vería a la Maga de espaldas, inclinada sobre la cama, las manos yendo y viniendo. Se puso a cebar mate, a armar un cigarrillo. No quería pensar. La Maga fue a lavarse las manos y volvió. Tomaron un par de mates casi sin mirarse.
– Lo bueno de todo esto -dijo Oliveira- es que no le damos calce al radioteatro. No me mires así, si pensás un poco te vas a dar cuenta de lo que quiero decir.
– Me doy cuenta -dijo la Maga -. No es por eso que te miro así.
– Ah, vos creés que…
– Un poco, sí. Pero mejor no volver a hablar.
– Tenés razón. Bueno, me parece que me voy a dar una vuelta.
– No vuelvas -dijo la Maga.
– En fin, no exageremos -dijo Oliveira-. ¿Dónde querés que vaya a dormir? Una cosa son los nudos gordianos y otra el céfiro que sopla en la calle, debe haber cinco bajo cero.
– Va a ser mejor que no vuelvas, Horacio -dijo la Maga -. Ahora me resulta fácil decírtelo. Comprendé.
– En fin -dijo Oliveira-. Me parece que nos apuramos a congratularnos por nuestro savoir faire.
– Te tengo tanta lástima, Horacio.
– Ah, eso no. Despacito, ahí.
– Vos sabés que yo a veces veo. Veo tan claro. Pensar que hace una hora se me ocurrió que lo mejor era ir a tirarme al río.
– La desconocida del Sena… Pero si vos nadás como un cisne.
– Te tengo lástima -insistió la Maga -. Ahora me doy cuenta. La noche que nos encontramos detrás de NotreDame también vi que… Pero no lo quise creer. Llevabas una camisa azul tan preciosa. Fue la primera vez que fuimos juntos a un hotel, ¿verdad?
– No, pero es igual. Y vos me enseñaste a hablar en glíglico.
– Si te dijera que todo eso lo hice por lástima.
– Vamos -dijo Oliveira, mirándola sobresaltado.
– Esa noche vos corrías peligro. Se veía, era como una sirena a lo lejos… no se puede explicar.
– Mis peligros son sólo metafísicos -dijo Oliveira-. Creeme, a mí no me van a sacar del agua con ganchos. Reventaré de una oclusión intestinal, de la gripe asiática o de un Peugeot 403.