«La dura costra mental», alcanzó a pensar Traveler. Oía confusamente que el miedo, que Horacio, que el montacargas, que la paloma; un sistema comunicable volvía a entrar poco a poco en el oído. De manera que el pobre infeliz tenía miedo de que él lo matara, era para reírse.
– ¿Te lo dijo realmente? Cuesta creerlo, vos sabés el orgullo que tiene.
– Es otra cosa -dijo Talita, quitándole el cigarrillo y chupando con una especie de avidez de cine mudo-. Yo creo que el miedo que siente es como un último refugio, el barrote donde tiene las manos prendidas antes de tirarse. Está tan contento de tener miedo esta noche, yo sé que está contento.
– Eso -dijo Traveler, respirando como un verdadero yogi- no lo entendería la Cuca, podés estar segura. Y yo debo estar de lo más inteligente esta noche, porque lo del miedo alegre es medio duro de tragar, vieja.
Talita se corrió un poco en la cama y se apoyó contra Traveler. Sabía que estaba otra vez de su lado, que no se había ahogado, que él la estaba sosteniendo a flor de agua y que en el fondo era una lástima, una maravillosa lástima. Los dos lo sintieron en el mismo instante, y resbalaron el uno hacia el otro como para caer en ellos mismos, en la tierra común donde las palabras y las caricias y las bocas los envolvían como la circunferencia al círculo, esas metáforas tranquilizadoras, esa vieja tristeza satisfecha de volver a ser el de siempre, de continuar, de mantenerse a flote contra viento y marea, contra el llamado y la caída.
56
De dónde le vendría la costumbre de andar siempre con piolines en los bolsillos, de juntar hilos de colores y meterlos entre las páginas de los libros, de fabricar toda clase de figuras con esas cosas y goma tragacantos. Mientras arrollaba un piolín negro al picaporte, Oliveira se preguntó si la fragilidad de los hilos no le daba algo así como una perversa satisfacción, y convino en que maybe peut-être y quién te dice. Lo único seguro era que los piolines y los hilos lo alegraban, que nada le parecía más aleccionante que armar por ejemplo un gigantesco dodecaedro transparente, tarea de muchas horas y mucha complicación, para después acercarle un fósforo y ver cómo una llamita de nada iba y venía mientras Gekrepten se-re-tor-cía-las-manos y decía que era una vergüenza quemar algo tan bonito. Difícil explicarle que cuanto más frágil y perecedero el armazón, más libertad para hacerlo y deshacerlo. Los hilos le parecían a Oliveira el único material justificable para sus inventos, y sólo de cuando en cuando, si lo encontraba en la calle, se animaba a usar un pedazo de alambre o algún fleje. Le gustaba que todo lo que hacía estuviera lo más lleno posible de espacio libre, y que el aire entrara y saliera, y sobre todo que saliera; cosas parecidas le ocurrían con los libros, las mujeres y las obligaciones, y no pretendía que Gekrepten o el cardenal primado entendieran esas fiestas.
Lo de arrollar un piolín negro al picaporte empezó casi un par de horas después, porque entre tanto Oliveira hizo diversas cosas en su pieza y fuera de ella. La idea de las palanganas era clásica y no se sintió en absoluto orgulloso de acatarla, pero en la oscuridad una palangana de agua en el suelo configura una serie de valores defensivos bastante sutiles: sorpresa, tal vez terror, en todo caso la cólera ciega que sigue a la noción de haber metido un zapato de Fanacal o de Tonsa en el agua, y la media por si fuera poco, y que todo eso chorree agua mientras el pie completamente perturbado se agita en la media, y la media en el zapato, como una rata ahogándose o uno de esos pobres tipos que los sultanes celosos tiraban al Bósforo dentro de una bolsa cosida (con piolín, naturalmente: todo acababa por encontrarse, era bastante divertido que la palangana con agua y los piolines se encontraran al final del razonamiento y no al principio, pero aquí Horacio se permitía conjeturar que el orden de los razonamientos no tenía a) que seguir el tiempo físico, el antes y el después, y b) que a lo mejor el razonamiento se había cumplido inconscientemente para llevarlo de la noción de piolín a la de la palangana acuosa). En definitiva, apenas lo analizaba un poco caía en graves sospechas de determinismo; lo mejor era continuar parapetándose sin hacer demasiado caso a las razones o a las preferencias. De todas maneras, ¿qué venía primero, el piolín o la palangana? Como ejecución, la palangana, pero el piolín había sido decidido antes. No valía la pena seguir preocupándose cuando estaba en juego la vida; la obtención de las palanganas era mucho más importante, y la primera media hora consistió en una cautelosa exploración que volvió con cinco palanganas de tamaño mediano, tres escupideras y una lata vacía de dulce de batata, todo ello agrupado bajo el rubro general de palangana. El 18, que estaba despierto, se empeñó en hacerle compañía y Oliveira acabó por aceptar, decidido a echarlo apenas las operaciones defensivas alcanzaran cierta envergadura. Para la parte de los hilos el 18 resultó muy útil, porque apenas lo informó sucintamente de las necesidades estratégicas, entornó sus ojos verdes de una hermosura maligna y dijo que la 6 tenía cajones llenos de hilos de colores. El único problema era que la 6 estaba en la planta baja, en el ala de Remorino, y si Remorino se despertaba se iba a armar una de la gran flauta. El 18 sostenía además que la 6 estaba loca, lo que complicaba la incursión en su aposento. Entornando sus ojos verdes de una hermosura maligna, le propuso a Oliveira que montara guardia en el pasillo mientras él se descalzaba y procedía a incautarse de los hilos, pero a Oliveira le pareció que era ir demasiado lejos y optó por asumir personalmente la responsabilidad de meterse en la pieza de la 6 a esa hora de la noche. Era bastante divertido pensar en responsabilidad mientras se invadía el dormitorio de una muchacha que roncaba boca arriba, expuesta a los peores contratiempos; con los bolsillos y las manos llenos de ovillos de piolín y de hilos de colores, Oliveira se quedó mirándola un momento, pero después se encogió de hombros como para que el mono de la responsabilidad le pesara menos. Al 18, que lo esperaba en su pieza contemplando las palanganas amontonadas sobre la cama, le pareció que Oliveira no había juntado piolines en cantidad suficiente. Entornando sus ojos verdes de una hermosura maligna, sostuvo que para completar eficazmente los preparativos de defensa se necesitaba una buena cantidad de rulemanes y una Heftpistole. La idea de los rulemanes le pareció buena a Oliveira, aunque no tenía una noción precisa de lo que pudieran ser, pero desechó de plano la Heftpistole. El 18 abrió sus ojos verdes de una hermosura maligna y dijo que la Heftpistole no era lo que el doctor se imaginaba (decía «doctor» con el tono necesario para que cualquiera se diese cuenta de que lo hacía por jorobar) pero que en vista de su negativa iba a tratar de conseguir solamente los rulemanes. Oliveira lo dejó irse, esperanzado en que no volviera porque tenía ganas de estar solo. A las dos se iba a levantar Remorino para relevarlo y había que pensar alguna cosa. Si Remorino no lo encontraba en el pasillo iba a venir a buscarlo a su pieza y eso no convenía, a menos de hacer la primera prueba de las defensas a su costa. Rechazó la idea porque las defensas estaban concebidas en previsión de un determinado ataque, y Remorino iba a entrar desde un punto de vista por completo diferente. Ahora sentía cada vez más miedo (y cuando sentía el miedo miraba su reloj pulsera, y el miedo subía con la hora); se puso a fumar, estudiando las posibilidades defensivas de la pieza, y a las dos menos diez fue en persona a despertar a Remorino. Le transmitió un parte que era una joya, con sutiles alteraciones de las hojas de temperatura, la hora de los calmantes y las manifestaciones sindromáticas y eupépticas de los pensionistas del primer piso, de tal manera que Remorino tendría que pasarse casi todo el tiempo ocupado con ellos, mientras los del segundo piso, según el mismo parte, dormían plácidamente y lo único que necesitaban era que nadie los fuese a escorchar en el curso de la noche. Remorino se interesó por saber (sin muchas ganas) si esos cuidados y esos descuidos procedían de la alta autoridad del doctor Ovejero, a lo que Oliveira respondió hipócritamente con el adverbio monosilábico de afirmación adecuado a la circunstancia. Tras de lo cual se separaron amistosamente y Remorino subió bostezando un piso mientras Oliveira subía temblando dos. Pero de ninguna manera iba a aceptar la ayuda de una Heftpistole, y gracias a que consentía en los rulemanes.