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Cuando Talita tenía miedo se levantaba y se hacía un té de tilo y menta fifty fifty. Se lo hizo, esperando deseosa que la llave de Manú escarbara en la puerta. Manú había dicho con aladas palabras: «A Horacio vos no le importás un pito.» Era ofensivo pero tranquilizador. Manú había dicho que aunque Horacio se tirara un lance (y no lo había hecho, jamás había insinuado siquiera que)

una de tilo

una de menta

el agüita bien caliente, primer hervor, stop

ni siquiera en ese caso le importaría nada de ella. Pero entonces. Pero si no le importaba, por qué estar siempre ahí en el fondo de la pieza, fumando o leyendo, estar (soy yo, soy él) como necesitándola de alguna manera, sí, era exacto, necesitándola, colgándose de ella desde lejos como en una succión desesperada para alcanzar algo, ver mejor algo, ser mejor algo. Entonces no era: soy yo, soy él. Entonces era al revés: Soy él porque soy yo. Talita suspiró, levemente satisfecha de su buen raciocinio y de lo sabroso que estaba el té.

Pero no era solamente eso, porque entonces hubiera resultado demasiado sencillo. No podía ser (para algo está la lógica) que Horacio se interesara y a la vez no se interesara. De la combinación de las dos cosas debía salir una tercera, algo que no tenía nada que ver con el amor, por ejemplo (era tan estúpido pensar en el amor cuando el amor era solamente Manú, solamente Manú hasta la consumación de los tiempos), algo que estaba del lado de la caza, de la búsqueda, o más bien como una expectación terrible, como el gato mirando al canario inalcanzable, una especie de congelación del tiempo y del día, un agazapamiento. Terrón y medio, olorcito a campo. Un agazapamiento sin explicaciones de-este-lado-de-las-cosas, o hasta que un día Horacio se dignara hablar, irse, pegarse un tiro, cualquier explicación o materia sobre la cual imaginar una explicación. No ese estar ahí tomando mate y mirándolos, haciendo que Manú tomara mate y lo mirara, que los tres estuvieran bailando una lenta figura interminable. «Yo», pensó Talita, «debiera escribir novelas, se me ocurren ideas gloriosas». Estaba tan deprimida que volvió a enchufar el grabador y cantó canciones hasta que llegó Traveler. Los dos convinieron en que la voz de Talita no salía bien, y Traveler le demostró cómo había que cantar una baguala. Acercaron el grabador a la ventana para que Gekrepten pudiera juzgar imparcialmente, y hasta Horacio si estaba en su pieza, pero no estaba. Gekrepten encontró todo perfecto, y decidieron cenar juntos en lo de Traveler fusionando un asado frío que tenía Talita con una ensalada mixta que Gekrepten produciría antes de trasladarse enfrente. A Talita todo eso le pareció perfecto y a la vez tenía algo de cubrecama o cubretetera, de cubre cualquier cosa, lo mismo que el grabador o el aire satisfecho de Traveler, cosas hechas o decididas para poner encima, pero encima de qué, ése era el problema y la razón de que todo en el fondo siguiera como antes del té de tilo y menta fifty fifty.

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Al lado del Cerro -aunque ese Cerro no tenía lado, se llegaba de golpe y nunca se sabía bien si ya se estaba o no, entonces más bien cerca del Cerro-, en un barrio de casas bajas y chicos discutidores, las preguntas no habían servido de nada, todo se iba estrellando en sonrisas amables, en mujeres que hubieran querido ayudar pero no estaban al tanto, la gente se muda, señor, aquí todo ha cambiando mucho, a lo mejor si va a la policía quién le dice. Y no podía quedarse demasiado porque el barco salía al rato nomás, y aunque no hubiera salido en el fondo todo estaba perdido de antemano, las averiguaciones las hacía por las dudas, como una jugada de quiniela o una obediencia astrológica. Otro bondi de vuelta al puerto, y a tirarse en la cucheta hasta la hora de comer.

Esa misma noche, a eso de las dos de la mañana, volvió a verla por primera vez. Hacía calor y en el «camerone» donde ciento y pico de inmigrantes roncaban y sudaban, se estaba peor que entre los rollos de soga bajo el cielo aplastado del río, con toda la humedad de la rada pegándose a la piel. Oliveira se puso a fumar sentado contra un mamparo, estudiando las pocas estrellas rasposas que se colaban entre las nubes. La Maga salió de detrás de un ventilador, llevando en una mano algo que arrastraba por el suelo, y casi en seguida le dio la espalda y caminó hacia una de las escotillas. Oliveira no hizo nada por seguirla, sabía de sobra que estaba viendo algo que no se dejaría seguir. Pensó que sería alguna de las pitucas de primera clase que bajaban hasta la mugre de la proa, ávidas de eso que llamaban experiencia o vida, cosas así. Se parecía mucho a la Maga, era evidente, pero lo más del parecido lo había puesto él, de modo que una vez que el corazón dejó de latirle como un perro rabioso encendió otro cigarrillo y se trató a sí mismo de cretino incurable.

Haber creído ver a la Maga era menos amargo que la certidumbre de que un deseo incontrolable la había arrancado del fondo de eso que definían como subconciencia y proyectado contra la silueta de cualquiera de las mujeres de a bordo. Hasta ese momento había creído que podía permitirse el lujo de recordar melancólicamente ciertas cosas, evocar a su hora y en la atmósfera adecuada determinadas historias, poniéndoles fin con la misma tranquilidad con que aplastaba el pucho en el cenicero. Cuando Traveler le presentó a Talita en el puerto, tan ridícula con ese gato en la canasta y un aire entre amable y Alida Valli, volvió a sentir que ciertas remotas semejanzas condensaban bruscamente un falso parecido total, como si de su memoria aparentemente tan bien compartimentada se arrancara de golpe un ectoplasma capaz de habitar y completar otro cuerpo y otra cara, de mirarlo desde fuera con una mirada que él había creído reservada para siempre a los recuerdos.

En las semanas que siguieron, arrasadas por la abnegación irresistible de Gekrepten y el aprendizaje del difícil arte de vender cortes de casimir de puerta en puerta, le sobraron vasos de cerveza y etapas en los bancos de las plazas para disecar episodios. Las indagaciones en el Cerro habían tenido el aire exterior de un descargo de conciencia: encontrar, tratar de explicarse, decir adiós para siempre. Esa tendencia del hombre a terminar limpiamente lo que hace, sin dejar hilachas colgando. Ahora se daba cuenta (una sombra saliendo detrás de un ventilador, una mujer con un gato) que no había ido por eso al Cerro. La psicología analítica lo irritaba, pero era cierto: no había ido por eso al Cerro. De golpe era un pozo cayendo infinitamente en sí mismo. Irónicamente se apostrofaba en plena plaza del Congreso: «¿Y a esto le llamabas búsqueda? ¿Te creías libre? ¿Cómo era aquello de Heráclito? A ver, repetí los grados de la liberación, para que me ría un poco. Pero si estás en el fondo del embudo, hermano.» Le hubiera gustado saberse irreparablemente envilecido por su descubrimiento, pero lo inquietaba una vaga satisfacción a la altura del estómago, esa respuesta felina de contentamiento que da el cuerpo cuando se ríe de las hinquietudes del hespíritu Y se acurruca cómodamente entre sus costillas, su barriga y la planta de sus pies. Lo malo era que en el fondo él estaba bastante contento de sentirse así, de no haber vuelto, de estar siempre de ida aunque no supiera adónde. Por encima de ese contento lo quemaba como una desesperación del entendimiento a secas, un reclamo de algo que hubiera querido encarnarse y que ese contento vegetativo rechazaba pachorriento, mantenía a distancia. Por momentos Oliveira asistía como espectador a esa discordia, sin querer tomar partido, socarronamente imparcial. Así vinieron el circo, las mateadas en el patio de don Crespo, los tangos de Traveler, en todos esos espejos Oliveira se miraba de reojo. Hasta escribió notas sueltas en un cuaderno que Gekrepten guardaba amorosamente en el cajón de la cómoda sin atreverse a leer. Despacio se fue dando cuenta de que la visita al Cerro había estado bien, precisamente porque se había fundado en otras razones que las supuestas. Saberse enamorado de la Maga no era un fracaso ni una fijación en un orden caduco; un amor que podía prescindir de su objeto, que en la nada encontraba su alimento, se sumaba quizá a otras fuerzas, las articulaba y las fundía en un impulso que destruiría alguna vez ese contento visceral del cuerpo hinchado de cerveza y papas fritas. Todas esas palabras que usaba para llenar el cuaderno entre grandes manotazos al aire y silbidos chirriantes, lo hacían reír una barbaridad. Traveler acababa asomándose a la ventana para pedirle que se callara un poco. Pero otras veces Oliveira encontraba cierta paz en las ocupaciones manuales, como enderezar clavos o deshacer un hilo sisal para construir con sus fibras un delicado laberinto que pegaba contra la pantalla de la lámpara y que Gekrepten calificaba de elegante. Tal vez el amor fuera el enriquecimiento más alto, un dador de ser; pero sólo malográndolo se podía evitar su efecto bumerang, dejarlo correr al olvido y sostenerse, otra vez solo, en ese nuevo peldaño de realidad abierta y porosa. Matar el objeto amado, esa vieja sospecha del hombre, era el precio de no detenerse en la escala, así como la súplica de Fausto al instante que pasaba no podía tener sentido si a la vez no se lo abandonaba como se posa en la mesa la copa vacía. Y cosas por el estilo, y mate amargo.

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