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– No puedo cerrarlo -dijo Babs-. Lo dejaré en ese rincón.

– Parece un murciélago -dijo la Maga -. Dame, yo lo cerraré. ¿Ves qué fácil?

– Le ha roto dos varillas -le dijo Babs a Ronald.

– Dejate de jorobar -dijo Ronald-. Además nos vamos en seguida, era solamente para decirles que Guy se tomó un tubo de gardenal.

– Pobre ángel -dijo Oliveira, que no le tenía simpatía a Guy.

– Etienne lo encontró medio muerto, Babs y yo habíamos ido a un vernissage (te tengo que hablar de eso, es fabuloso), y Guy subió a casa y se envenenó en la cama, date un poco cuenta.

– He has no manners at all -dijo Oliveira-. C’est regrettable.

– Etienne fue a casa a buscarnos, por suerte todo el mundo tiene la llave -dijo Babs-. Oyó que alguien vomitaba, entró y era Guy. Se estaba muriendo, Etienne salió volando a buscar auxilio. Ahora lo han llevado al hospital, es gravísimo. Y con esta lluvia -agregó Babs consternada.

– Siéntense -dijo la Maga – Ahí no, Ronald, le falta una pata. Está tan oscuro, pero es por Rocamadour. Hablen bajo.

– Preparales un poco de café -dijo Oliveira-. Qué tiempo, che.

– Yo tendría que irme -dijo Gregorovius-. No sé dónde habré puesto el impermeable. No, ahí no. Lucía…

– Quédese a tomar café -dijo la Maga -. Total ya no hay metro, y estamos tan bien aquí. Vos podrías moler café fresco, Horacio.

– Huele a encerrado -dijo Babs.

– Siempre extraña el ozono de la calle -dijo Ronald, furioso-. Es como un caballo, sólo adora las cosas puras y sin mezcla. Los colores primarios, la escala de siete notas. No es humana, creeme.

– La humanidad es un ideal -dijo Oliveira, tanteando en busca del molino de café-. También el aire tiene su historia, che. Pasar de la calle mojada y con mucho ozono, como decís vos, a una atmósfera donde cincuenta siglos han preparado la temperatura y la calidad… Babs es una especie de Rip van Winkle de la respiración.

– Oh, Rip van Winkle -dijo Babs, encantada-. Mi abuela lo contaba.

– En Idaho, ya sabemos -dijo Ronald-. Bueno, ahora ocurre que Etienne nos telefonea al bar de la esquina hace media hora, para decirnos que lo mejor va a ser que pasemos la noche fuera de casa, por lo menos hasta saber si Guy se va a morir o va a vomitar el gardenal. Sería bastante malo que los flics subieran y nos encontraran, son amigos de sumar dos y dos y lo del Club los tenía bastante reventados últimamente.

– ¿Qué tiene de malo el Club? -dijo la Maga, secando tazas con una toalla.

– Nada, pero por eso mismo uno está indefenso. Los vecinos se han quejado tanto del ruido, de las discadas, de que vamos y venimos a toda hora… Y además Babs se ha peleado con la portera y con todas las mujeres del inmueble, que son entre cincuenta y sesenta.

– They are awful -dijo Babs, masticando un caramelo que había sacado del bolso-. Huelen marihuana aunque una esté haciendo un gulash.

Oliveira se había cansado de moler el café y le pasó el molino a Ronald. Hablándose en voz muy baja, Babs y la Maga discutían las razones del suicidio de Guy. Después de tanto jorobar con su impermeable, Gregorovius se había repantigado en el sillón y estaba muy quieto, con la pipa apagada en la boca. Se oía llover en la ventana. «Schoenberg y Brahms», pensó Oliveira, sacando un Gauloise. «No está mal, por lo común en estas circunstancias sale a relucir Chopin o la Todesmusik para Sigfrido. El tornado de ayer mató entre dos y tres mil personas en el Japón. Estadísticamente hablando…» Pero la estadística no le quitaba el gusto a sebo que le encontraba al cigarrillo. Lo examinó lo mejor posible encendiendo otro fósforo. Era un Gauloise perfecto, blanquísimo, con sus finas letras y sus hebras de áspero caporal escapándose por el extremo húmedo. «Siempre mojo los cigarrillos cuando estoy nervioso», pensó. «Cuando pienso en lo de Rose Bob… Sí, ha sido un día padre, y lo que nos espera.» Lo mejor iba a ser decírselo a Ronald, para que Ronald se lo transmitiera a Babs con uno pie sus sistemas casi telepáticos que asombraban a Perico Romero. Teoría de la comunicación, uno de esos temas tan fascinantes que la literatura no había pescado todavía por su cuenta hasta que aparecieran los Huxley o los Borges de la nueva generación. Ahora Ronald se sumaba al susurro de la Maga y de Babs, haciendo girar al ralenti el molino, el café no iba a estar listo hasta las mil y quinientas. Oliveira se dejó resbalar de la horrible silla art nouveau y se puso cómodo en el suelo, con la cabeza apoyada en una pila de diarios. En el cielo raso había una curiosa fosforescencia que debía ser más subjetiva que otra cosa. Cerrando los ojos la fosforescencia duraba un momento, antes de que empezaran a explotar grandes esferas violetas, una tras otra, vuf, vuf, vuf, evidentemente cada esfera correspondía a un sístole o a un diástole, vaya a saber. Y en alguna parte de la casa, probablemente en el tercer piso, estaba sonando un teléfono. A esa hora, en París, cosa extraordinaria. «Otro muerto», pensó Oliveira. «No se llama por otra cosa en esta ciudad respetuosa del sueño.» Se acordó de la vez en que un amigo argentino recién desembarcado había encontrado muy natural llamarlo por teléfono a las diez y media de la noche. Vaya a saber cómo se las había arreglado para consultar el Bottin, ubicar un teléfono cualquiera en el mismo inmueble y rajarle una llamada sobre el pucho. La cara del buen señor del quinto piso en robe de chambre, golpeándole la puerta, una cara glacial, quelqu’un vous demande au téléphone, Oliveira confuso metiéndose en una tricota, subiendo al quinto, encontrando a una señora resueltamente irritada, enterándose de que el pibe Hermida estaba en París y a ver cuándo nos vemos, che, te traigo noticias de todo el mundo, Traveler y los muchachos del Bidú, etcétera, y la señora disimulando la irritación a la espera de que Oliveira empezara a llorar al enterarse del fallecimiento de alguien muy querido, y Oliveira sin saber qué hacer vraiment je suis tellement confus, madame, monsieur, c’était un ami qui vient d’arriver, vous comprenez, il n’est pas du tout au courant des habitudes… Oh Argentina, horarios generosos, casa abierta, tiempo para tirar por el techo, todo el futuro por delante, todísimo, vuf, vuf, vuf, pero dentro de los ojos de eso que estaba ahí a tres metros no habría nada, no podía haber nada, vuf, vuf, toda la teoría de la comunicación aniquilada, ni mamá ni papá, ni papa rica ni pipí ni vuf vuf ni nada, solamente rigor mortis y rodeándolo unas gentes que ni siquiera eran salteños y mexicanos para seguir oyendo música, armar el velorio del angelito, salirse como ellos por una punta del ovillo, gentes nunca lo bastante primitivas para superar ese escándalo por aceptación o identificación, ni bastante realizadas como para negar todo escándalo y subsumir one little casualty en, por ejemplo, los tres mil barridos por el tifón Verónica. «Pero todo eso es antropología barata», pensó Oliveira, consciente de algo como un frío en el estómago que lo iba acalambrando. Al final, siempre, el plexo. «Esas son las comunicaciones verdaderas, los avisos debajo de la piel. Y para eso no hay diccionario, che.» ¿Quién había apagado la lámpara Rembrandt? No se acordaba, un rato atrás había habido como un polvo de oro viejo a la altura del suelo, por más que trataba de reconstruir lo ocurrido desde la llegada de Ronald y Babs, nada que hacer, en algún momento la Maga (porque seguramente había sido la Maga) o a lo mejor Gregorovius, alguien había apagado la lámpara.

– ¿Cómo vas a hacer el café en la oscuridad?

– No sé -dijo la Maga, removiendo unas tazas-. Antes había un poco de luz

– Encendé, Ronald -dijo Oliveira-. Está ahí debajo de tu silla. Tenés que hacer girar la pantalla, es el sistema clásico.

– Todo esto es idiota -dijo Ronald, sin que nadie supiera si se refería a la manera de encender la lámpara. La luz se llevó las esferas violetas, y a Oliveira le empezó a gustar más el cigarrillo. Ahora se estaba realmente bien, hacía calor, iban a tomar café.

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