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– Interesante -dijo Oliveira cada vez más seguro de que soñaba y que le gustaba seguir soñando.

– Valentin puede hacer cosas mejores -dijo Berthe Trépat-. Y me parece repugnante de su parte… si, repugnante… marcharse así como si yo fuera un trapo.

– Habló de usted y de su obra con gran admiración.

– Por quinientos francos ése es capaz de hablar con admiración de un pescado muerto. ¡Quinientos francos! -repitió Berthe Trépat, perdiéndose en sus reflexiones.

«Estoy haciendo el idiota», se dijo Oliveira. Si saludaba y se volvía a la platea, tal vez la artista ya no se acordara de su ofrecimiento. Pero la artista se había puesto a mirarlo y Oliveira vio que estaba llorando.

– Valentin es un canalla. Todos… había más de doscientas personas, usted las vio, más de doscientas. Para un concierto de primeras audiciones es extraordinario, ¡no le parece? Y todos pagaron la entrada, no vaya a creer que habíamos enviado billetes gratuitos. Más de doscientos, y ahora solamente queda usted, Valentin se ha ido, yo…

– Hay ausencias que representan un verdadero triunfo -articuló increíblemente Oliveira.

– ¿Pero por qué se fueron? ¿Usted los vio irse? Más de doscientos, le digo, y personas notables, estoy segura de haber visto a madame de Roche, al doctor Lacour, a Montellier, el profesor del último gran premio de violín… Yo creo que la Pavana no les gustó demasiado y que se fueron por eso, ¿no le parece? Porque se fueron antes de mi Síntesis, eso es seguro, lo vi yo misma.

– Por supuesto -dijo Oliveira-. Hay que decir que la Pavana

– No es en absoluto una pavana -dijo Berthe Trépat-. Es una perfecta mierda. La culpa la tiene Valentin, ya me habían prevenido que Valentín se acostaba con Alix Alix. ¿Por qué tengo yo que pagar por un pederasta, joven? Yo, medalla de oro, ya le mostraré mis críticas, unos triunfos, en Grenoble, en el Puy…

Las lágrimas le corrían hasta el cuello, se perdían entre las ajadas puntillas y la piel cenicienta. Tomó del brazo a Oliveira, lo sacudió. De un momento a otro iba a tener una crisis histérica.

– ¿Por qué no va a buscar su abrigo y salimos? -dijo presurosamente Oliveira-. El aire de la calle le va a hacer bien, podríamos beber alguna cosa, para mí será un verdadero…

– Beber alguna cosa -repitió Berthe Trépat-. Medalla de oro.

– Lo que usted desee- dijo incongruentemente Oliveira. Hizo un movimiento para soltarse, pero la artista le apretó el brazo y se la acercó aún más. Oliveira olió el sudor del concierto mezclado con algo entre natfalina y benjuí (también pis y lociones baratas). Primero Rocamadour y ahora Berthe Trépat, era para no creerlo. «Medalla de oro», repetía la artista, llorando y tragando. De golpe un gran sollozo la sacudió como si descargara un acorde en el aire. «Y todo es lo de siempre…», alcanzó a entender Oliveira, que luchaba en vano para evadir las sensaciones personales, para refugiarse en algún río metafísico, naturalmente. Sin resistir, Berthe Trépat se dejó llevar hacia las bambalinas donde la acomodadora los miraba linterna en mano y sombrero con plumas.

– ¿Se siente mal la señora?

– Es la emoción -dijo Oliveira-. Ya se le está pasando. ¿Dónde está su abrigo?

Entre vagos tableros, mesas derrengadas, un arpa y una percha, había una silla de donde colgaba un impermeable verde. Oliveira ayudó a Berthe Trépat, que había agachado la cabeza pero ya no lloraba. Por una puertecita y un corredor tenebroso salieron a la noche del boulevard. Lloviznaba.

– No será fácil conseguir un taxi -dijo Oliveira que apenas tenía trescientos francos-. ¿Vive lejos?

– No, cerca del Panthéon, en realidad prefiero caminar.

– Sí, será mejor.

Berthe Trépat avanzaba lentamente, moviendo la cabeza a un lado y otro. Con la caperuza del impermeable tenía un aire guerrero y Ubu Roi. Oliveira se enfundó en la canadiense y se subió bien el cuello. El aire era fino, empezaba a tener hambre.

– Usted es tan amable -dijo la artista-. No debería molestarse. ¿Qué le pareció mi Síntesis?

– Señora, yo soy un mero aficionado. A mí la música, por así decir…

– No le gustó -dijo Berthe Trépat.

– Una primera audición…

– Hemos trabajado meses con Valentin. Noches y días, buscando la conciliación de los genios.

– En fin, usted reconocerá que Délibes…

– Un genio -repitió Berthe Trépat-. Erik Satie lo afirmó un día en mi presencia. Y por más que el doctor Lacour diga que Satie me estaba… cómo decir. Usted sabrá sin duda cómo era el viejo… Pero yo sé leer en los hombres, joven, y sé muy bien que Satie estaba convencido, sí, convencido. ¿De qué país viene usted, joven?

– De la Argentina, señora, y no soy nada joven dicho sea de paso.

– Ah, la Argentina. Las pampas… ¿Y allá cree usted que se interesarían por mi obra?

– Estoy seguro, señora.

– Tal vez usted podría gestionarme una entrevista con el embajador. Si Thibaud iba a la Argentina y a Montevideo, ¿por qué no yo, que toco mi propia música? Usted se habrá fijado e eso, que es fundamental: mi propia música. Primeras audiciones casi siempre.

– ¿Compone mucho? -preguntó Oliveira, que se sentía como un vómito.

– Estoy en mi opus ochenta y tres… no, veamos… Ahora que me acuerdo hubiera debido hablar con madame Nolet antes de salir… Hay una cuestión de dinero que arreglar, naturalmente. Doscientas personas, es decir… -Se perdió en un murmullo, y Oliveira se preguntó si no sería más piadoso decirle redondamente la verdad, pero ella la sabía, por supuesto que la sabía.

– Es un escándalo – dijo Berthe Trépat-. Hace dos años que toqué en la misma sala, Poulenc prometió asistir… ¿Se da cuenta? Poulenc, nada menos. Yo estaba inspiradísima esa tarde, una lástima que un compromiso de última hora le impidió… pero ya se sabe con los músicos de moda… Y esa vez la Nolet me cobró la mitad menos -agregó rabiosamente-. Exactamentte la mitad. Claro que lo mismo, calculando doscientas personas…

– Señora -dijo Oliveira, tomándola suavemente del codo para hacerla entrar por la rue de Seine-, la sala estaba casi a oscuras y quizá usted se equivoca calculando la asistencia.

– Oh, no -dijo Berthe Trépat-. Estoy segura de que no me equivoco, pero usted me ha hecho perder la cuenta. Permítame, hay que calcular… -Volvió a perderse en un aplicado murmullo, movía continuamente los labios y los dedos, por completo ausente del itinerario que le hacía seguir Oliveira, y quizá hasta de su presencia. Todo lo que decía en alta voz hubiera podido decírselo a sí misma, parís estaba lleno de gentes que hablaban solas por la calle, el mismo Oliveira no era una excepción, en realidad lo único excepcional era que estuviese haciendo el cretino al lado de la vieja, acompañando a su casa a esa muñeca desteñida, a ese pobre globo inflado donde la estupidez y la locura bailaban la verdadera pavana de la noche. «Es repugnante, habría que tirarla contra un escalón y meterle el pie en la cara, aplastarla como a una vinchuca, reventarla como un piano que se cae del décimo piso. La verdadera caridad sería sacarla del medio, impedirle que siga sufriendo como un perro metida en sus ilusiones que ni siquiera cree, que fabrica para no sentir el agua en los zapatos, la casa vacía o con ese viejo inmundo del pelo blanco. Le tengo asco, yo me rajo en la esquina que viene, total ni se va a dar cuenta. Qué día, mi madre, qué día»

Si se cortaba rápido por la rue Lobineau, que le echaran un galgo, total la vieja lo mismo encontraría el camino hasta su casa. Oliveira miró hacia atrás, esperó el momento sacudiendo vagamente el brazo como si le molestara un peso, algo colgado subrepticiamente de su codo. Pero era la mano de Berthe Trépat, el peso se afirmó resueltamente, Berthe Trépat se apoyaba con todo su peso en el brazo de Oliveira que miraba hacia la rue Lobineau y al mismo tiempo ayudaba a la artista a cruzar la calle, seguía con ella por la rue de Tournon.

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