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En los dos o tres minutos que siguieron Oliveira dividió con algún trabajo su atención entre el extraordinario bodrio que Berthe Trépat descerrajaba a todo vapor, y la forma furtiva o resuelta con que viejos y jóvenes se mandaban mudar del concierto. Mezcla de Liszt y Rachmaninov, la Pavana repetía incansable dos o tres temas para perderse luego en infinitas variaciones, trozos de bravura (bastante mal tocados, con agujeros y zurcidos por todas partes) y solemnidades de catafalco sobre cureña, rotas por bruscas pirotecnias a las que el misterioso Alix Alix se entregaba con deleite. Una o dos veces sospechó Oliveira que el alto peinado a lo Salambó de Berthe Trépat se iba a deshacer de golpe, pero vaya a saber cuántas horquillas lo mantenían armado en medio del fragor y el temblor de la «Pavana». Vinieron los arpegios orgiásticos que anunciaban el final, se repitieron sucesivamente los tres temas (uno de los cuales salía clavado del Don Juan de Strauss), y Berthe Trépat descargó una lluvia de acordes cada vez más intensos rematados por una histérica cita del primer tema y dos acordes en las notas más graves, el último de los cuales sonó marcadamente a falso por el lado de la mano derecha, pero eran cosas que podían ocurrirle a cualquiera y Oliveira aplaudió con calor, realmente divertido.

La pianista se puso de frente con uno de sus raros movimientos a resorte, y saludó al público. Como parecía contarlo con los ojos, no podía dejar de comprobar que apenas quedaban ocho o nueve personas. Digna, Berthe Trépat salió por la izquierda y la acomodadora corrió la cortina y ofreció caramelos.

Por un lado era cosa de irse, pero en todo ese concierto había una atmósfera que encantaba a Oliveira. Después de todo la pobre Trépat había estado tratando de presentar obras en primera audición, lo que siempre era un mérito en este mundo de gran polonesa, claro de luna y danza del fuego. Había algo de conmovedor en esa cara de muñeca rellena de estopa, de tortuga de pana, de inmensa bobalina metida en un mundo rancio con teteras desportilladas, viejas que habían oído tocar a Risler, reuniones de arte y poesía en salas con empapelados vetustos, de presupuestos de cuarenta mil francos mensuales y furtivas súplicas a los amigos para llegar a fin de mes, de culto al arte ver-da-de-ro estilo Academia Raymond Duzcan, y no costaba mucho imaginarse la facha de Alix Alix y de Rose Bob, los sórdidos cálculos antes de alquilar la sala para el concierto, el programa mimeografiado por algún alumno de buena voluntad, las listas infructuosas de invitaciones, la desolación entre bambalinas al ver la sala vacía y tener que salir lo mismo, medalla de oro y tener que salir lo mismo. Era casi un capítulo para Céline, y Oliveira se sabía incapaz de imaginar más allá de la atmósfera general, de la derrotada e inútil sobrevivencia de esas actividades artísticas para grupos igualmente derrotados e inútiles. «Naturalmente me tenía que tocar a mí meterme en este abanico apolillado», rabió Oliveira. «Un viejo debajo de un auto, y ahora Trépat. Y no hablemos del tiempo de ratas que hace afuera, y de mí mismo. Sobre todo no hablemos de mí mismo.»

En la sala quedaban cuatro personas, y le pareció que lo mejor era ir a sentarse en primera fila para acompañar un poco más a la ejecutante. Le hizo gracia esa especie de solidaridad, pero lo mismo se instaló delante y esperó fumando. Inexplicablemente una señora decidió irse en el mismo momento en que reaparecía Berthe Trépat, que la miró fijamente antes de quebrarse con esfuerzo para saludar a la platea casi desierta. Oliveira pensó que la señora que acababa de irse merecía una enorme patada en el culo. De golpe comprobaba que todas sus reacciones derivaban de una cierta simpatía por Berthe Trépat, a pesar de la Pavana y de Rose Bob. «Hacía tiempo que no me pasaba esto», pensó. «A ver si con los años me empiezo a ablandar». Tantos ríos metafísicos y de golpe se sorprendía con ganas de ir al hospital a visitar al viejo, o aplaudiendo a esa loca encorsetada. Extraño. Debía ser el frío, el agua en los zapatos.

La «Síntesis Délibes-Saint-Saëns» llevaba ya tres minutos o algo así cuando la pareja que constituía el principal refuerzo del público restante se levantó y se fue ostensiblemente. Otra vez creyó atisbar Oliveira la mirada de soslayo de Berthe Trépat, pero ahora era como si de golpe empezaran a agarrotársele las manos, tocaba doblándose sobre el piano y con enorme esfuerzo, aprovechando cualquier pausa para mirar de reojo la platea donde Oliveira y un señor de aire plácido escuchaban con todas las muestras de una recogida atención. El sincretismo fatídico no había tardado en revelar su secreto, aun para un lego como Oliveira; a cuatro compases de Le Rouet d’Omphale seguían otros cuatro de Les Fillex de Cadix, luego la mano izquierda profería Mon coeur s’ovre à ta voix, la derecha intercalaba espasmódicamente el tema de las campanas de Lakmé, las dos juntas pasaban sucesivamente por la Danse Macabre y Coppélia, hasta que otros temas que el programa atribuía al Hymne à Victor Hugo, Jean de Nivelle y Sur les bords du Nil alternaban vistosamente con los más conocidos, y como fatídico era imposible imaginar nada más logrado, por eso cuando el señor de aire plácido empezó a reírse bajito y se tapó educadamente la boca con un guante, Oliveira tuvo que admitir que el tipo tenía derecho, no le podía exigir que se callara, y Berthe Trépat debía sospechar lo mismo porque cada vez erraba más notas y parecía que se le paralizaban las manos, seguía adelante sacudiendo los antebrazos y sacando los codos con un aire de gallina que se acomoda en el nido, Mon coeur s’ovre à ta voix, de nuevo Où va la jeune hindoue?, dos acordes sincréticos, un arpegio rabón Les filles de Cadix, tra-la-la-la, como un hipo, varias notas juntas a lo (sorprendentemente) Pierre Boulez, y el señor de aire plácido soltó una especie de berrido y se marchó corriendo con los guantes pegados a la boca, justo cuando Berthe Trépat bajaba las manos, mirando fijamente el teclado, y pasaba un largo segundo, un segundo sin término, algo desesperadamente vacío entre Oliveira y Berthe Trépat solos en la sala.

– Bravo -dijo Oliveira, comprendiendo que el aplauso hubiera sido incongruente-. Bravo, madame.

Sin levantarse, Berthe Trépat giró un poco en el taburete y puso el codo en un la natural. Se miraron. Oliveira se levantó y se acercó al borde del escenario.

– Muy interesante -dijo-. Créame, señora, he escuchado su concierto con verdadero interés.

Qué hijo de puta.

Berthe Trépat miraba la sala vacía. Le temblaba un poco un párpado. Parecía preguntarse algo, esperar algo. Oliveira sintió que debía seguir hablando.

– Un artista como usted conocerá de sobra la incomprensión y el snobismo del público. En el fondo yo sé que usted toca para usted misma.

– Para mí misma -repitió Berthe Trépat con una voz de guacamayo asombrosamente parecida a la del caballero que la había presentado.

– ¿Para quién, si no? -dijo Oliveira, trepándose al escenario con la misma soltura que si hubiera estado soñando-. Un artista sólo cuenta con las estrellas, como dijo Nietzsche.

– ¿Quién es usted, señor? -se sobresaltó Berthe Tréppat.

– Oh, alguien que se interesa por las manifestaciones… -Se podía seguir enhebrando palabras, lo de siempre. Si algo contaba era estar ahí, acompañando un poco. Sin saber bien por qué.

Berthe Trépat escuchaba, todavía un poco ausente. Se enderezó con dificultad y miró la sala, las bambalinas.

– Sí -dijo-. Ya es tarde, tengo que volver a casa. -lo dijo por ella misma, como si fuera un castigo o algo así.

– ¿Puedo tener el placer de acompañarla un momento? -dijo Oliveira, inclinándose-. Quiero decir, si no hay alguien esperándola en el camarín o a la salida.

– No habrá nadie. Valentín se fue después de la presentación. ¿Qué le pareció la presentación?

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