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– Seguramente habrá encendido el fuego -dijo Berthe Trépat-. No es que haga tanto frío, en realidad, pero el fuego es el amigo de los artistas, ¿no le parece? Usted subirá a tomar una copita con Valentin y conmigo.

– Oh, no, señora -dijo Oliveira-. De ninguna manera, para mí ya es suficiente honor acompañarla hasta su casa. Y además…

– No sea tan modesto, joven. Porque usted es joven, ¿no es cierto? Se nota que usted es joven, en su brazo, por ejemplo… -Los dedos se hincaban un poco en la tela de la canadiense-. Yo parezco mayor de lo que soy, usted sabe, la vida del artista…

– De ninguna manera -dijo Oliveira-. En cuanto a mí ya pasé bastante de los cuarenta, de modo que usted me halaga.

Las frases le salían así, no había nada que hacer, era absolutamente el colmo. Colgada de su brazo Berthe Trépat hablaba de otros tiempos, de cuando en cuando se interrumpía en mitad de una frase y parecía reanudar mentalmente un cálculo. Por momentos se metía un dedo en la nariz, furtivamente y mirando de reojo a Oliveira; para meterse el dedo en la nariz se quitaba rápidamente el guante, fingiendo que le picaba la palma de la mano, se la rascaba con la otra mano (después de desprenderla con delicadeza del brazo de Oliveira) y la levantaba con un movimiento sumamente pianístico para escarbarse por una fracción de segundo un agujero de la nariz. Oliveira se hacía el que miraba para otro lado, y cuando giraba la cabeza Berthe Trépat estaba otra vez colgada de su brazo y con el guante puesto. Así iban bajo la lluvia hablando de diversas cosas. Al flanquear el Luxemburgo discurrían sobre la vida en París cada día más difícil, la competencia despiadada de jóvenes tan insolentes como faltos de experiencia, el público incurablemente snob, el precio del biftec a precios razonables. Dos o tres veces Berthe Trépat había preguntado amablemente a Oliveira por su profesión, sus esperanzas y sobre todo sus fracasos, pero antes de que pudiera contestarle todo giraba bruscamente hacia la inexplicable desaparición de Valentin, la equivocación que había sido tocar la Pavana de Alix Alix nada más que por debilidad hacia Valentin, pero era la última vez que le sucedería. «Un pederasta», murmuraba Berthe Trépat, y Oliveira sentía que su mano se crispaba en la tela de la canadiense. «Por esa porquería de individuo, yo, nada menos, teniendo que tocar una mierda sin pies ni cabeza mientras quince obras mías esperan todavía su estreno…» Después se detenía bajo la lluvia, muy tranquila dentro de su impermeable (pero a Oliveira le empezaba a entrar el agua por el cuello de la canadiense, el cuello de piel de conejo o de rata olía horriblemente a jaula de jardín zoológico, con cada lluvia era lo mismo, nada que hacerle), y se quedaba mirándolo como esperando una respuesta. Oliveira le sonreía amablemente, tirando un poco para arrastrarla hacia la rue de Médicis.

– Usted es demasiado modesto, demasiado reservado -decía Berthe Trépat-. Hábleme de usted, vamos a ver. usted debe ser poeta, ¿verdad? Ah, también Valentin cuando éramos jóvenes… La «Oda Crepuscular«, un éxito en el Mercure de France… Una tarjeta de Thibaudet, me acuerdo como si hubiera llegado esta mañana. Valentin lloraba en la cama, para llorar siempre se ponía boca abajo en la cama, era conmovedor.

Oliveira trataba de imaginarse a Valentin llorando boca abajo en la cama, pero lo único que conseguía era ver a un Valentin pequeñito y rojo como un cangrejo, en realidad veía a Rocamadour llorando boca abajo en la cama y a la Maga tratando de ponerle un supositorio y Rocamadour resistiéndose y arqueándose, hurtando el culito a las manos torpes de la Maga. Al vejo del accidente también le habrían puesto algún supositorio en el hospital, era increíble la forma en que estaban de moda, habría que analizar filosóficamente esa sorprendente reinvindicación del ano, su exaltación a segunda boca, a algo que ya no se limita a excretar sino que absorbe y deglute los perfumados aerodinámicos pequeños obuses rosa verde y blanco. Pero Berthe Trépat no lo dejaba concentrarse, otra vez quería saber de la vida de Oliveira y le apretaba el brazo con una mano y a veces con las dos, volviéndose un poco hacia él con un gesto de muchacha que aún en plena noche lo estremecía. Bueno, él era un argentino que llevaba un tiempo en parís, tratando de… Vamos a ver, ¿qué era lo que trataba de? Resultaba espinoso explicarlo así de buenas a primeras. Lo que él buscaba era…

– La belleza, la exaltación, la rama de oro -dijo Berthe Trépat-. No me diga nada, lo adivino perfectamente. Yo también vine a parís desde Pau, hace ya algunos años, buscando la rama de oro. Pero he sido débil, joven, he sido… ¿Pero cómo se llama usted?

– Oliveira -dijo Oliveira.

– Oliveira… Des olives, el Mediterráneo… Yo también soy del Sur, somos pánicos, joven, somos pánicos los dos. No como Valentin que es de Lille. Los del Norte, fríos como peces, absolutamente mercuriales. ¿Usted cree en la Gran Obra? Fulcanelli, usted me entiende… No diga nada, me doy cuenta de que es un iniciado. Quizá no alcanzó todavía las realizaciones que verdaderamente cuentan, mientras que yo… Mire la Síntesis, por ejemplo. Lo que dijo Valentin es cierto, la radiestesia me mostraba las almas gemelas, y creo que eso se transparenta en la obra. ¿O no?

– Oh sí.

– Usted tiene mucho karma, se advierte enseguida… -la mano apretaba con fuerza, la artista ascendía a la meditación y para eso necesitaba apretarse contra Oliveira que apenas se resistía, tratando solamente de hacerla cruzar la plaza y entrar por la rue Soufflot. «Si me llegan a ver Etienne o Wong se va a armar una del demonio», pensaba Oliveira. Por qué tenía que importarle ya lo que pensaran Etienne o Wong, como si después de los ríos metafísicos mezclados con algodones sucios el futuro tuviese alguna importancia. «Ya es como si no estuviera en París y sin embargo estúpidamente atento a lo que me pasa, me molesta que esta pobre vieja empiece a tirarse el lance de la tristeza, el manotón de ahogado después de la pavana y el cero absoluto del concierto. Soy peor que un trapo de cocina, peor que los algodones sucios, yo en realidad no tengo nada que ver conmigo mismo.» Porque eso le quedaba, a esa hora y bajo la lluvia y pegado a Berthe Trépat, le quedaba sentir, como una última luz que se va apagando en una enorme casa donde todas las luces se extinguen una por una, le quedaba la noción de que él no era eso, de que en alguna parte estaba como esperándose, de que ese que andaba por el barrio latino arrastrando a una vieja histérica y quizá ninfomaníaca era apenas un doppelgänger mientras el otro, el otro… «¿Te quedaste allá en tu barrio de Almagro? ¿O te ahogaste en el viaje, en las camas de las putas, en las grandes experiencias, en el famoso desorden necesario? Todo me suena a consuelo, es cómodo creerse recuperable aunque apenas se lo crea ya, el tipo al que cuelgan debe seguir creyendo que algo pasará a último minuto, un terremoto, la soga que se rompe por dos veces u hay que perdonarlo, el telefonazo del gobernador, el motín que lo va a liberar. Ahora que a esta vieja ya le va faltando muy poco para empezar a tocarme la bragueta.»

Pero Berthe Trépat se perdía en convulsiones y didascalias, entusiasmada se había puesto a contar su encuentro con Germaine Tailleferre en la Care de Lyon y cómo Tailleferre había dicho que el Preludio para rombos naranja era sumamente interesante y que le hablaría a Marguerite Long para que lo incluyera en un concierto.

– Hubiera sido un éxito, señor Oliveira, una consagración. Pero los empresarios, usted lo sabe, la tiranía más desvergonzada, hasta los mejores intérpretes son víctimas… Valentin piensa que uno de los pianistas jóvenes, que no tienen escrúpulos, podría quizá… Pero están tan echados a perder como los viejos, son todos la misma pandilla.

– Tal vez usted misma, en otro concierto…

– No quiero tocar más -dijo Berthe Trépat, escondiendo la cara aunque Oliveira se cuidaba de mirarla-. Es una vergüenza que yo tenga que aparecer todavía en un escenario para estrenar mi música, cuando en realidad debería ser la musa, comprende usted, la inspiradora de los ejecutantes, todos deberían venir a pedirme que les permitiera tocar mis cosas, a suplicarme, sí, a suplicarme. Y yo consentiría, porque creo que mi obra es una chispa que debe incendiar la sensibilidad de los públicos, aquí en Estados Unidos, en Hungría… Sí, yo consentiría, pero antes tendrían que venir a pedirme el honor de interpretar mi música.

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