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Jesús acababa de salir del horno de Dios, pero su sangre continuaba hirviendo. No podía, no quería aún, creer en ello: ¿era tan grande la fuerza del alma? ¿Podía ordenar a las montañas: «¡Venid!», y hacer que las montañas se movieran? ¿Abrir la tierra y hacer salir de ella a los muertos? ¿Destruir el mundo en tres días y volver a construirlo en tres? Pero si la fuerza del alma era todopoderosa hasta tal punto, ¿reposaba todo el peso de la perdición o la salvación en los hombros del hombre? Las fronteras entre Dios y el hombre se volvían borrosas. Aquél era un pensamiento aterrador, peligroso, y las sienes de Jesús latían aceleradamente.

Había dejado a Lázaro envuelto en el sudario, en pie sobre la tumba, y había partido con una prisa extraña hacia el Templo de Jerusalén. Por primera vez sentía intensamente que aquel mundo debía acabarse para que de las tumbas surgiera una nueva Jerusalén. Había llegado el momento. Aquél era el signo que esperaba: el mundo podrido hasta las raíces era un Lázaro y ya era hora de que él exclamara: «¡Mundo, levántate!» Tenía una misión que cumplir, y lo más terrible era que también tenía el poder necesario para llevarla a cabo. No podía encontrar escapatoria diciendo: «¡No puedo!» Podía y, si el mundo no se salvaba, la culpa recaería sobre sus hombros.

La sangre afluyó al rostro de Jesús. Vio a su alrededor a los andrajosos y oprimidos, que lo miraban y depositaban en él todas sus esperanzas. Lanzó un grito salvaje y saltó a la escalinata. El pueblo se reunió alrededor de él; los ricos y los saciados también se detuvieron, riendo por lo bajo, aprestándose a oírle. Jesús se volvió, los vio y alzó el puño:

– ¡Escuchad, ricos -gritó-, escuchad, señores de este mundo, es hora de que cesen la injusticia, la infamia y el hambre! Dios frotó mis labios con una brasa y gritó: ¿hasta cuándo permaneceréis tendidos en vuestros lechos de marfil, de blandos cobertores? ¿Hasta cuándo comeréis la carne de los pobres y beberéis su sudor, su sangre y sus lágrimas? ¡No puedo soportaros más, grita mi Dios! ¡Llega el fuego y los muertos resucitan! ¡Ha llegado el fin del mundo!

Dos macizos andrajosos lo cogieron y lo levantaron en andas. El pueblo estrechó el cerco en torno de Jesús, agitando los ramos. Un hilillo de humo ascendía de la cabeza inflamada del profeta.

– No vine a traer al mundo la paz sino una espada. Llevaré la discordia a los hogares y por mi causa el hijo alzará la mano contra el padre, la hija contra la madre, la joven casada contra la suegra. El que me siga ha de abandonarlo todo. El que intenta salvar su vida en esta tierra, la pierde. El que pierde por mi causa su vida temporal, la gana por toda la eternidad.

– ¿Qué dice la Ley, rebelde? -gritó una voz feroz-. ¿Qué dicen las Santas Escrituras, Lucifer?

– ¿Qué dicen los grandes profetas Jeremías y Ezequiel? -respondió Jesús con los ojos refulgentes-. Aboliré la Ley grabada en las tablas de Moisés y grabaré una nueva Ley en el corazón de los hombres. Extirparé el corazón de piedra que ahora tienen los hombres y les daré un corazón de carne. ¡Y en ese corazón plantaré una nueva Esperanza! ¡Yo grabo en los nuevos corazones la nueva ley, yo soy la nueva Esperanza! Libero el amor. Abro las cuatro grandes puertas de Dios -el oriente, el occidente, el norte y el sur- para hacer entrar en su reino a todas las naciones. El seno de Dios no es un coto privado, sino que abraza al mundo entero. Dios no es israelita. Es un Espíritu inmortal.

El anciano rabino ocultó el rostro entre las manos. Quería gritar: «Jesús, cállate! ¡Es una gran blasfemia!», pero no tuvo tiempo de hacerlo. Estallaron salvajes gritos de triunfo y, al tiempo que los pobres aullaban de alegría, los levitas lo abucheaban. Santiago, el fariseo, se rasgó las vestiduras y escupió. El rabino se alejó, con la muerte en el alma. «Está perdido -murmuraba mientras avanzaba llorando-, está perdido. ¿Qué demonio, qué Dios lo habita y grita por su boca?»

Marchaba tambaleándose de fatiga. Durante aquellos días, durante aquellas semanas en que había seguido a Jesús, esforzándose por comprender quién era, su viejo cuerpo se había consumido completamente y ya no mostraba más que huesos envueltos en una piel cetrina; pero el alma se aferraba aún a ellos y esperaba. ¿Era o no era aquel hombre el Mesías que Dios le había prometido? Bien podía ser Satán quien hiciera los milagros, quien resucitara a los muertos. Por lo tanto, los milagros no bastaban al rabino para permitirle juzgar. Tampoco bastaban las profecías. Satán es un arcángel muy poderoso y muy astuto y puede hacer concordar perfectamente las palabras y las acciones de Jesús con las santas profecías con el fin de engañar a los hombres. Por eso el rabino no podía dormir de noche e imploraba a Dios que se apiadara de él y le mostrara una señal cierta… ¿Cuál? El rabino lo sabía muy bien: la muerte, su propia muerte. Pensaba en esta señal y se estremecía.

Corría tropezando en medio del polvo. En lo alto de la colina apareció, devorada por el sol, Betania. El rabino comenzó a subir la cuesta, jadeante.

La casa de Lázaro estaba abierta y los campesinos entraban y salían continuamente para ver y tocar al resucitado, para escuchar su respiración, para oírle hablar, para comprobar si estaba vivo o si se trataba de un engaño. Estaba sentado en el rincón más apartado de la casa porque no soportaba la luz; sentía una gran fatiga y hablaba poco. Sus pies, sus brazos y su vientre aparecían hinchados y verdosos como los de un cadáver de cuatro días. El rostro abotagado estaba hendido por todas partes, y por las grietas rezumaba un líquido amarillo y blancuzco que manchaba el sudario blanco, del cual no se había despojado porque se le había pegado a la piel. Al principio hedía mucho y los que se le acercaban se tapaban la nariz, pero poco a poco la hediondez había disminuido y ahora no olía más que a tierra y a incienso. A veces movía la mano y se quitaba las hierbas que se habían enredado en su barba y sus cabellos. Sus dos hermanas, Marta y María, le quitaban las partículas de tierra y los gusanitos que habían quedado sobre él. Una vecina compasiva le había llevado una gallina y ahora la vieja Salomé, en cuclillas ante el hogar, la hacía hervir para preparar un caldo al resucitado que le hiciera recobrar las fuerzas. Los campesinos se sentaban unos momentos, lo observaban atentamente y le hablaban. Respondía con aire aburrido, con monosílabos, y apenas si decía dos o tres palabras. Luego llegaban otros visitantes de la aldea y de las aldeas vecinas… Aquel día el notable ciego se había presentado en la casa, había adelantado ávidamente la mano, lo había palpado y se había echado a reír:

– ¿Te divertiste mucho entre los muertos? -le preguntó-. Te felicito, Lázaro; ahora conoces todos los secretos del mundo subterráneo, pero no los reveles, desdichado, porque harías enloquecer a los habitantes de la tierra… -se inclinó sobre su oído y añadió-: ¿Gusanitos, no? Nada más que gusanitos, ¿no? -Bromeaba y temblaba a la vez. Esperó un buen rato, pero Lázaro no respondió. El ciego se enfureció, empuñó el bastón y se fue.

Magdalena miraba desde el umbral el camino que iba a Jerusalén. Su corazón lloraba como un niño. Todas aquellas noches había tenido malos sueños: había visto casarse a Jesús, lo cual era un presagio de muerte. La víspera lo había visto bajo la forma de "un pez volador que había desplegado las alas y había saltado fuera del agua para caer en tierra. Se debatía entre las piedras de la costa, esforzándose por abrir de nuevo las alas y, al no lograrlo, se asfixiaba. Sus ojos habían comenzado a apagarse, se había vuelto y la había mirado; Magdalena había corrido a cogerlo para lanzarlo al mar aunque, cuando se inclinó y lo cogió en la mano, ya estaba muerto. Pero mientras lo tenía en la mano y lloraba, dejando caer lágrimas sobre él, lo vio agrandarse, abrazarla y morir…

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