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XXV

Fue sacudido el corazón del hombre y vacilaron los cimientos del mundo. Bajo el peso de esas piedras que se llaman Jerusalén, profecías, juicios finales, maldiciones, fariseos, saduceos, ricos que se hartaban y pobres que tenían hambre, y del dios Jehová, de cuyos bigotes y de cuya barba chorreaba, por los siglos, la sangre de los hombres, que caía al abismo, se ocultaba el corazón del hombre. Por cualquier lado que se le abordara, rugía. Si los hombres le dirigían palabras bondadosas, alzaba el puño; «¡Quiero carne!» gritaba. Y si le ofrecían en sacrificio un cordero o al propio primogénito, «¡No quiero carne! -gritaba-; no rasguéis vuestras vestiduras; ¡desgarrad vuestro corazón, transformad vuestra carne en espíritu, en oración, y esparcidla al viento!»

El corazón yacía bajo el peso de los seiscientos trece mandamientos escritos de la Ley hebraica y de sus mil mandamientos no escritos, y ya ni siquiera podía latir; yacía bajo los Génesis, los Levíticos, los Números, los Jueces y los Reyes y ya ni siquiera podía latir. Y repentinamente, en el momento menos esperado, sopló una leve brisa, procedente no ya del cielo sino de la tierra, y se estremecieron todas la fibras del corazón del hombre. Al punto se rajaron, se inclinaron y comenzaron a desmoronarse, primero en el corazón, luego en la razón y luego en la tierra, las piedras llamadas Jerusalén, las profecías, las maldiciones, los fariseos, los saduceos, los Jueces y los Reyes, y el orgulloso Jehová volvió a ceñirse el delantal de cuero de Maestro Albañil, volvió a coger el nivel de agua y el metro, bajó a la tierra y se puso a destruir el pasado y a construir con los hombres el futuro. Comenzó por el Templo de los hebreos, en Jerusalén.

Día tras día, Jesús, de pie sobre las baldosas ensangrentadas, miraba aquel Templo sobrecargado de oro y sentía que su corazón latía aceleradamente y lo destruía. Erguíase aún, brillante bajo el sol, como un toro coronado de cuernos dorados. Los muros estaban recubiertos de arriba abajo de mármol blanco veteado de azul, y el Templo parecía navegar en un mar agitado. Tres terrazas se escalonaban a sus pies; la inferior, que era la más vasta, estaba destinada a los idólatras, la del medio al pueblo de Israel y la superior a veinte mil levitas que lavaban, lustraban, iluminaban, apagaban y limpiaban el Templo… Día y noche quemábanse siete clases de incienso que despedían un humo tan espeso que los chivos estornudaban a siete leguas a la redonda.

La humilde Arca que sus antepasados nómadas transportaban en el desierto y que contenía la Ley había anclado en la cima de aquella colina de Sión, había echado allí raíces, había crecido, se había revestido de madera de ciprés, de oro y de mármol y se había transformado en un Templo. Al principio, el dios salvaje del desierto no se dignaba entrar en él y habitar en una casa; pero el olor de la madera de ciprés y del benjuí, así como el husmo de los animales degollados, le agradaban tanto que un día había adelantado la pierna y había entrado.

Dos lunas habían pasado desde el día en que Jesús llegara de Cafarnaum. Todos los días iba a contemplar el Templo y todos los días creía verlo por primera vez. Todas las mañanas esperaba verlo destruido, esperaba andar sobre sus ruinas. No lo amaba ni le temía pues ya estaba destruido en su corazón. Un día en que el anciano rabino le preguntara por qué no entraba como los demás para adorar a Dios, Jesús sacudió la cabeza y le respondió:

– Durante años yo di vueltas alrededor del Templo, ahora el Templo da vueltas alrededor de mí.

– Acabas de decir palabras graves, Jesús -replicó el rabino hundiendo la cabeza-. ¿No tienes miedo?

– Cuando digo «yo» -respondió Jesús-, no habla este cuerpo, pues no es más que polvo; no habla el hijo de María, que no es más que polvo con un poco de fuego. En mi boca, «yo» quiere decir Dios.

– ¡Es una blasfemia aún más espantosa! -aulló el rabino cubriéndose el rostro.

– Soy San Blasfemador, no lo olvides -respondió Jesús riendo.

Otro día vio a sus discípulos que contemplaban con estupor, extasiados, el orgulloso edificio del Templo y montó repentinamente en cólera.

– ¿Admiráis el Templo? -les dijo en tono de escarnio-. ¿Cuántos años fueron necesarios para construirlo? ¿Veinte años y diez mil obreros? Yo lo demoleré en tres días. ¡Miradlo bien por última vez y decidle adiós porque de él no quedará piedra sobre piedra!

Los discípulos retrocedieron, aterrados. ¿Se había vuelto loco el maestro? En los últimos tiempos parecía extraño y sentencioso. Vientos extraños e inconstantes soplaban sobre él y su rostro brillaba como el sol naciente bañado en una suave luz, o se mostraba tenebroso y desbordante de desesperación.

– Maestro, ¿no te inspira compasión? -se atrevió a preguntar Juan.

– ¿Quién?

– El Templo. ¿Por qué quieres destruirlo?

– Para construir uno nuevo. En tres días construiré un nuevo Templo. Pero antes, éste ha de dejar el lugar vacío.

Empuñaba el cayado que le había regalado Felipe y con él golpeaba las baldosas. El viento de la cólera soplaba ahora sobre él. Miraba a los fariseos que pasaban tambaleantes y se golpeaban contra las paredes, como si la luz demasiado intensa de Dios los cegara.

– ¡Hipócritas -les gritaba-, si Dios empuñara el cuchillo y desgarrara vuestro corazón, saldrían de él serpientes, escorpiones e inmundicias!

Al oírlo, los fariseos se enfurecían y se indignaban y tomaban secretamente la decisión de cerrar con tierra aquella boca temeraria.

El anciano rabino puso la mano en la boca de Jesús para impedirle gritar:

– ¿Buscas tu propia muerte? -le dijo un día con los ojos arrasados de lágrimas-. ¿No sabes que los escribas y los fariseos van continuamente a casa de Pilatos para pedirle tu muerte?

– Lo sé, anciano -respondió Jesús-, lo sé. Pero también sé otras cosas, muchas otras cosas…

Ordenaba a Tomás que hiciera sonar la trompeta, subía a la escalinata desde la que solía predicar, en el pórtico de Salomón, y proclamaba:

– ¡Ya llega, ya llega el día del Señor! -gritaba todos los días desde la mañana hasta la puesta del sol para obligar al cielo a abrirse y lanzar las prometidas llamas. Sabía de sobra que la voz del hombre es un sortilegio todopoderoso y basta con que uno grite al fuego o a la frescura, al Infierno o al Paraíso: «¡Ven!», y vienen. Y él llamaba al fuego que purificaría el mundo y abriría el camino al Amor. A los pies del Amor les complace andar sobre cenizas…

– Maestro -le dijo un día Andrés-, ¿por qué no ríes ni estás alegre como antes? ¿Por qué te excitas incesantemente?

Pero Jesús no respondió. ¿Qué hubiera podido decirle? Y, además, ¿acaso comprendería el corazón ingenuo de Andrés? «Es preciso -pensaba- que este mundo quede exterminado de raíz para que venga otro mundo, que la antigua Ley sea destruida, y yo la destruiré. Una nueva Ley quedará grabada en las tablas del corazón y yo seré quien ha de grabarla. Ampliaré la Ley para que pueda abrazar a amigos y enemigos, a judíos e idólatras, y para que florezcan los Diez Mandamientos. Por eso he venido a Jerusalén. Aquí es donde los cielos se abrirán. ¿Y qué bajará del cielo? ¿El gran milagro o la muerte? Será lo que Dios quiera. Estoy pronto a ascender al cielo o a aniquilarme en la muerte. Señor, tú decidirás.»

Se aproximaba la Pascua. Una dulzura primaveral inesperada había cubierto el rostro duro de Judea. Los caminos de la tierra y del mar se habían abierto y llegaban peregrinos desde los cuatro puntos del mundo hebreo. Las terrazas del Templo rugían sordamente y en ellas apestaba el olor de animales degollados, de estiércol y de hombres.

Ante el pórtico de Salomón se había reunido una multitud de indigentes y tullidos de rostros pálidos y hambrientos y de ojos ardientes. Miraban de reojo a los saduceos bien alimentados, a los ricos de rostro satisfecho y a sus mujeres cargadas de pesados adornos de oro.

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