VII
El cielo refulgía por encima de su cabeza y la tierra lo hería con sus piedras y zarzas. Había extendido los brazos y se debatía como si la tierra entera fuera una cruz y él lanzara alaridos tendido sobre ella, crucificado.
La oscuridad avanzaba en el cielo con su gran cortejo y su pequeño cortejo: las estrellas y las aves nocturnas. Por doquiera los perros, esclavizados por los hombres, ladraban en las eras y guardaban la hacienda de los amos. Hacía frío y tiritaba. A veces el sueño lo vencía durante unos instantes, lo paseaba por los aires, entre paisajes cálidos y lejanos, pero enseguida volvía a arrojarlo a tierra, sobre las piedras.
Hacia medianoche oyó alegres cascabeles que resonaban en la colina y, tras los cascabeles, la canción quejumbrosa de un camellero. Oyó conversaciones, alguien lanzó un suspiro y ascendió una voz de mujer clara y fresca en la noche, pero pronto volvió a reinar el silencio en la ruta. Montada en un camello de silla de oro, con el rostro devastado por las lágrimas, con los afeites descompuestos en las mejillas, transformados en una especie de barro, Magdalena viajaba a medianoche.
Ricos mercaderes habían acudido desde los cuatro puntos cardinales y no la habían hallado ni en el pozo ni en su casa. Habían enviado en su busca a su camellero con un camello enjaezado de oro para traerla rápidamente. Su camino había sido muy largo y poblado de peligros, pero llevaban grabado en su mente un cuerpo que estaba en Magdala y se sentían valerosos. No la habían encontrado, así que habían enviado a su camellero y ahora estaban sentados en fila en el patio de Magdalena. Esperaban con los ojos cerrados.
Poco a poco los cascabeles desaparecían en la noche, se suavizaban; el hijo de María los oía ahora como si fueran una risa delicada, un chorro de agua en un jardín profundo que lo llamaba tiernamente por su nombre. Y así, suave, voluptuosamente, arrullado por el cascabel que tintineaba, el hijo de María volvió a quedarse dormido.
Tuvo un sueño: el mundo se le apareció como una pradera verde y florecida, y Dios como un pastorcillo moreno con dos cuernos vueltos hacia atrás, tiernos, nuevos. Estaba sentado junto a una fuente y tocaba el caramillo. El hijo de María no había oído jamás una música tan dulce, tan fascinante. Dios, el pastorcillo, tocaba, y terrón a terrón, la tierra se estremecía, se agitaba, ondulaba, cobraba vida y de pronto la pradera se pobló de gacelas graciosas adornadas con sus cornamentas. Dios se inclinó, miró el agua, y la fuente se llenó de peces. Alzó los ojos, miró los árboles, y las hojas de éstos se arrollaron sobre sí mismas, se transformaron en aves que se echaron a cantar. El sonido del caramillo se hizo más violento, y dos insectos, del tamaño de hombres, surgieron de la tierra y comenzaron al punto a abrazarse sobre la hierba nueva. Rodaban de una punta a otra de la pradera, se acoplaban, se separaban, volvían a acoplarse, reían impúdicamente, se mofaban del pastor y silbaban. El pastor apartó el caramillo de sus labios y miró a la pareja insolente y obscena. De pronto fue incapaz de continuar resistiendo y, con un ademán seco, rompió el caramillo aplastándolo con el pie al tiempo que las gacelas, las aves, los árboles, el agua y la pareja unida desaparecían…
El hijo de María lanzó un grito y se despertó. Pero en el instante mismo en que se despertaba tuvo tiempo de percibir dos cuerpos enlazados, el de un hombre y el de una mujer, hundidos en un rincón oscuro del fondo de sí mismo. Se incorporó aterrorizado:
– ¡Cuánto fango hay en mí, cuánta suciedad!
Se quitó el ceñidor de cuero con clavos, se bajó las vestiduras y se puso a flagelar despiadadamente, sin pronunciar palabra, sus muslos, su espalda y su rostro. Sintió que la sangre manaba y le salpicaba, y esto le alivió.
Nacía el día; las estrellas se apagaban y el aire frío de la mañana lo traspasaba hasta los huesos. Por encima de él el cedro se pobló de alas y gorgojeos. Paseó la mirada a su alrededor: el aire estaba vacío, la maldición de bronce con cabeza de águila era de nuevo, a la luz del día, invisible.
– Debo partir, debo huir -pensó-. No debo entrar en Magdala… ¡maldita sea! Debo encaminarme en línea recta al desierto y sepultarme en el monasterio. Allí mataré la carne y la transformaré en espíritu.
Alargó la mano, acarició el viejo tronco del cedro y sintió que el alma del árbol ascendía desde las raíces para difundirse hasta por las ramas más altas y tenues.
– Adiós, hermano -murmuró-. Esta noche me cubrí de vergüenza a tus pies. Perdóname.
Luego, extenuado y con lúgubres presentimientos, echó a andar sendero abajo.
Llegó al camino principal. La llanura se despertaba, los primeros rayos del sol comenzaban a caer y cubrían de oro las eras sobrecargadas. «No debo pasar por Magdala -volvió a murmurar-. Tengo miedo…» Se detuvo para elegir el lugar por donde le convendría acortar camino para llegar hasta el lago. Tomó el primer sendero que encontró a su derecha. Como sabía que Magdala quedaba a la izquierda y el lago a la derecha, avanzaba confiadamente.
Caminaba, caminaba, y su espíritu se echaba a volar desde Magdalena la puta hasta Dios, desde la cruz hasta el Paraíso, desde su madre y su padre hasta los remotos océanos, las tierras lejanas, los millares de rostros de hombres blancos, amarillos y negros.
Jamás había salido de las fronteras de Israel, pero desde su infancia cerraba los ojos y su espíritu se lanzaba a un vuelo raudo, como el gavilán adiestrado para la caza con sus cascabeles, de ciudad en ciudad, de mar en mar, y gritaba de alegría. Pero él no cazaba; su cuerpo jugaba, se desprendía de la carne y subía al cielo; no deseaba otra cosa.
Caminaba, caminaba, el sendero daba rodeos, giraba y volvía a girar entre los viñedos, llegaba a los olivos para ascender nuevamente. El hijo de María lo seguía del mismo modo que se sigue una corriente de agua o la canción triste y monótona de un camellero. Aquel viaje le parecía un sueño; apenas tocaba la tierra y su pie apenas dejaba una leve impronta humana en el suelo. Los olivos agitaban sus ramas cargadas de frutos y le daban la bienvenida, los racimos de uvas colgaban, reposaban sobre la tierra, sus granos habían comenzado a brillar. Las muchachas que pasaban con su pañuelo blanco y sus pantorrillas firmes, quemadas por el sol, le saludaban cordialmente.
A veces, cuando no se veía a nadie en el sendero, oía nuevamente a sus espaldas el ruido de los pies descalzos, al tiempo que brillaba y se extinguía en el aire un reflejo de bronce y estallaba por encima de su cabeza una risa malévola. Pero el hijo de María no se impacientaba, pues ya se acercaba a su liberación y pronto se desplegaría ante él el lago y, más allá de sus aguas azules, entre rojos peñascos, encaramado como un nido de águilas, el Monasterio…
Mientras avanzaba por el sendero y su espíritu se lanzaba a un raudo vuelo, se detuvo de pronto, asustado: frente a él, bajo las palmeras, en un lugar abrigado, se extendía Magdala. Su espíritu oponía resistencia, pero sus piernas lo llevaban hacia aquella ciudad maldita, embalsamada de perfumes, llena de Magdalena.
– ¡No quiero! ¡No quiero! -murmuró, espantado, e hizo ademán de volverse sobre sus pasos, pero su cuerpo se resistía. Permaneció inmóvil como un perro de presa y olfateó el aire.
«Debo partir -decidió en su fuero interior, pero permaneció clavado en el sitio. Miraba el viejo pozo con su brocal de mármol, las casitas limpias y enjalbegadas; los perros ladraban, las gallinas cacareaban, las mujeres reían, los camellos cargados, arrodillados en torno del pozo, rumiaban. -Debo verla, debo verla. -Oyó en el fondo de sí mismo una débil voz-. Debo verla.
Dios conducía mis pasos, los conducía Dios y no mi espíritu, para que la vea, para que caiga a sus pies y le pida perdón… ¡Toda la culpa es mía! Antes de entrar en el Monasterio y de revestir la sotana blanca, debo pedirle perdón. De otro modo, no podré salvarme… ¡Señor, te agradezco que me hayas conducido hasta aquí contra mi voluntad!.