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– ¿Y no nos acompañas más allá de Magdala? -le gritó Santiago.

– Tengo carneros -respondió Felipe-. ¿Dónde los iba a dejar?

– En las manos de Dios -dijo Jesús sin volverse.

– ¡Los devorará el lobo! -gritó Felipe.

– ¡Que los devore! -gritó Juan.

«Dios mío, se han vuelto completamente locos», pensó el pastor, mientras silbaba para reunir a su rebaño.

Los compañeros siguieron su camino. Judas abría la marcha con su bastón retorcido; era el más rápido. El grupo marchaba feliz; silbaban como mirlos y reían. Pedro se acercó a Judas, el único que conservaba el rostro sombrío. No silbaba ni reía. Abría la marcha y se apresuraba.

– Dime, Judas, ¿puedo preguntarte adonde vamos? -le dijo Pedro en voz baja.

Una mitad del rostro del pelirrojo se echó a reír. Respondió:

– Al reino de los cielos.

. -Déjate de bromas. Dime, en nombre del cielo, ¿adonde vamos? Me da miedo preguntárselo al maestro.

– A Jerusalén.

– ¡Oh! -exclamó Pedro, arrancándose un puñado de cabellos grises-. ¡Tres días de camino! De haberlo sabido, hubiera recogido mis sandalias, un trozo de pan, una bota de vino y mi bastón.

Todo el rostro del pelirrojo se echó a reír:

– ¡Eh, pobre Pedro! -dijo-. ¡La corriente nos arrastra y nada podemos contra ella! Despídete de tus sandalias, de tu pan, de tu vino y de tu bastón. Nos hemos ido, Pedro, ¿no te has dado cuenta? Hemos abandonado el mundo. ¡Hemos abandonado la tierra y el mar y estamos en el aire!

Se inclinó al oído de Pedro y le dijo:

– Aún estás a tiempo. Vete.

– ¿Adónde iba a ir ahora, Judas? -dijo Pedro. Abrió los brazos y los volvió hacia todos lados con impaciencia-. ¡Todo eso me parece insípido ahora! -dijo señalando el lago, las barcas de pesca y las casas de Cafarnaum.

El pelirrojo sacudió su enorme cabeza y dijo:

– De acuerdo. Entonces, ¡no murmures y adelante!

XV

Los primeros que advirtieron su presencia fueron los perros de la aldea, que se pusieron a ladrar; luego, los niños, que salieron corriendo hacia Magdala para llevar la nueva: «¡Ya llega! ¡Ya llega!» «¿Quién llega, niños?» Las puertas se abrían y llovían preguntas desde todas partes. «¡El nuevo profeta!» En el umbral de las casas se apiñaban las mujeres; los hombres abandonaban su trabajo y los enfermos se estremecían e iban arrastrándose para tocarle. Su fama había corrido por los alrededores del lago de Genezaret; los ciegos y los paralíticos que había curado proclamaban de aldea en aldea sus dones y su poder.

«Tocó mis párpados, que estaban hundidos en la noche, y vi la luz.» «Me ordenó: ¡arroja, las muletas y anda!, y me puse a bailar.» «Había en mí un ejército de demonios y él alzó la mano y les ordenó: ¡id, id con los puercos! Al instante salieron tumultuosamente desde el fondo de mí mismo y se metieron dentro de los puercos que comían a la orilla del lago; los puercos se enfurecieron, se arrojaron al agua, unos a horcajadas de otros, y se ahogaron.»

Magdalena oyó la buena nueva y salió de su casa. Desde el día en que el hijo de María le ordenó que retornara y no volviera a pecar, no se había asomado a la calle. Lloraba, lavaba su alma con lágrimas. Esforzábase por borrar su vida anterior, por olvidarlo todo, la vergüenza, el placer y la angustia, a fin de renacer con un cuerpo virgen. Los primeros días se golpeaba la cabeza contra las paredes y se lamentaba. Pero, con el paso del tiempo, se fue apaciguando, su dolor se fue mitigando y los malos sueños que la perseguían desaparecieron. Ahora, noche tras noche, Jesús la visitaba en sueños. Abría la puerta como si fuera el dueño de la casa, se sentaba en el patio, bajo el granado florecido, fatigado, cubierto de polvo. Venía desde muy lejos; los hombres le habían entristecido y Magdalena calentaba agua todas las noches para lavar sus pies sagrados; luego soltaba sus cabellos para enjugárselos con ellos. El descansaba, se solazaba, sonreía y le hablaba. ¿Qué le decía? Magdalena no lo recordaba. Pero por la mañana, cuando se despertaba, saltaba del lecho leve, alegre, y en los últimos días había comenzado a cantar como un jilguero, aunque muy suavemente, para que las vecinas no la oyeran. Cuando escuchó los gritos de los niños que anunciaban la llegada de Jesús, se levantó, bajó el pañuelo para ocultar un rostro tantas veces acariciado -sólo se veían sus dos grandes ojos de azabache-, abrió la puerta y salió a su encuentro.

Aquella noche la aldea estaba alborotada. Las muchachas habían sacado sus alhajas y preparaban sus lámparas para dirigirse a la casa de la boda. Se casaba el sobrino de Natanael, un muchacho mofletudo con nariz en forma de berenjena, zapatero como su tío. La novia llevaba el rostro cubierto por un espeso velo y sólo se le veían los ojos, que traspasaban el velo, y los gruesos aros que pendían de sus orejas. Estaba sentada en un alto escabel, en el centro de la casa, esperando que acudieran los invitados y las muchachas de la aldea con las lámparas encendidas y llegara el rabino para abrir las Escrituras y leer la oración. Y luego, que desaparecieran todos para quedarse sola con el muchacho de nariz en forma de berenjena.

Natanael oyó los gritos de los niños: «¡Ya llega! ¡Ya llega!», y corrió a invitar a sus amigos a la boda. Los halló sentados cerca del pozo, a la entrada de la aldea; tenían sed y bebían agua. Magdalena, arrodillada ante Jesús, le había lavado los pies y ahora los enjugaba con sus cabellos.

– Esta noche se casa mi sobrino y los invito a la boda -dijo-. Beberemos el vino de las uvas que pisé este verano en el patio del viejo Zebedeo.

Se dirigió luego a Jesús:

– Se habla mucho de tu santidad, hijo de María. Te ruego que vayas a bendecir la nueva pareja; así tendrán hijos varones para mayor gloria de Israel.

Jesús se levantó:

– Las alegrías de los hombres nos agradan -dijo-. ¡Vayamos a la boda, compañeros!

Tomó a Magdalena de la mano y la hizo ponerse en pie.

– Ven con nosotros, María -le dijo.

Abrió la marcha, alegre. Le agradaban las fiestas, los rostros resplandecientes de los hombres, los jóvenes que se casaban y no dejaban extinguirse la llama del hogar. «Las plantas, los insectos, las aves, los animales, los hombres, todos son santos -pensaba mientras se dirigía a la boda-, son criaturas de Dios. ¿Para qué viven sino para glorificar a Dios? ¡Pues entonces, que vivan eternamente!»

Las jóvenes, convenientemente acicaladas y vestidas de blanco, estaban ya ante la puerta cerrada y ricamente decorada; empuñaban las lámparas encendidas y entonaban viejas canciones nupciales, que elogiaban a la novia, se mofaban del novio y llamaban a Dios para que se dignara presentarse, pues, como se casaba un varón de Israel, acaso de aquellos dos cuerpos que iban a unirse naciera el Mesías… Cantaban para distraer la espera. El novio tardaba en llegar; debía forzar la puerta y entonces comenzaría la ceremonia.

Y precisamente en aquel momento apareció Jesús con sus compañeros. Las muchachas se volvieron y, al ver a Magdalena, interrumpieron bruscamente la canción y se apartaron con el entrecejo fruncido. ¿Cómo se atrevía a presentarse entre las vírgenes aquella mujer corrompida? ¿Dónde estaba el anciano de la aldea para que la arrojara de allí? ¡Había profanado la ceremonia nupcial!

Las mujeres casadas se volvieron a su vez lanzando feroces miradas. Los honorables burgueses que esperaban ante la puerta cerrada se agitaron y murmuraron. Pero Magdalena resplandecía como una antorcha encendida y sentía, al hallarse junto a Jesús, una nueva inocencia en su alma, y sus labios vírgenes de todo beso. De pronto, la muchedumbre se apartó y el anciano de la aldea, un vejete seco y ponzoñoso, se acercó a Magdalena, la tocó con la contera de su bastón y le hizo señas de que se retirara.

Jesús senda en su rostro, en su pecho descubierto y en sus manos las miradas envenenadas de la multitud. Su cuerpo se había abrasado, como si innumerables e invencibles espinas le hirieran. Miró al anciano, a las mujeres honradas, a los hombres ceñudos, a las vírgenes irritadas, y suspiró. «¿Hasta cuándo los ojos de los hombres permanecerán ciegos, incapaces de ver que todos somos hermanos?», pensó.

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