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El Ángel rió, plegó las alas y se sentó junto a él. Estrujó una hoja del limonero y la olió ávidamente. Miró hacia el poniente, que se había vuelto carmesí. De la tierra se alzó una brisa leve y todas las hojas de los limoneros se pusieron a susurrar gozosamente.

– ¡Qué felices debéis ser vosotros los hombres! -dijo el Ángel-. Estáis hechos de tierra y de agua y cuanto existe en este mundo está hecho de tierra y de agua. Por eso reina una gran armonía en la tierra entre hombres y mujeres, entre la carne, las hierbas y los frutos… ¿No sois todos vosotros la misma tierra? ¿La misma agua? Todos queréis reuniros. Mira, cuando venía aquí oí que una mujer te llamaba.

– ¿Por qué me llamaba? ¿Qué quiere de mí?

El Ángel sonrió y repuso:

– El agua y la tierra que están en ella llaman al agua y la tierra que están en ti. Está sentada ante un telar y teje y canta. Su canción atraviesa las montañas y se derrama por la llanura, buscándote. Escucha, que ahora llegará hasta ti, entre los limoneros. Calla… ¿La oyes? Creía que era una canción, pero no es una canción sino un llanto fúnebre. Aguza el oído. Ahora… ¿Qué oyes?

– Oigo a las aves, que vuelven presurosas a sus nidos. Cae la noche.

– ¿Nada más? Reúne todas tus fuerzas y deja que tu alma se evada del cuerpo para que pueda escuchar.

– ¡Oigo! ¡Oigo! Es una voz de mujer que llora muy lejos, muy lejos. Pero no distingo las palabras.

– Yo las oigo con toda claridad. Escúchalas tú también. ¿Por qué se lamenta?

Jesús se irguió y reunió todas sus fuerzas; su alma se evadió del cuerpo, llegó a la aldea, entró en la casa y se detuvo en el patio.

– Oigo… -dijo Jesús y se llevó un dedo a los labios.

– Di.

«Sepulcro de plata, sepulcro de oro, sepulcro de plata sobredorada, No devores estos labios rojos, no devores estos ojos negros, ni esta pequeña lengua que cantaba como un ruiseñor.»

– ¿Reconociste su voz, Jesús de Nazaret?

– Sí.

– Es María, la hermana de Lázaro. Aún continúa tejiendo su ajuar de novia. Cree que estás muerto y te llora. Su garganta de nieve está desnuda, su collar de turquesas pesa sobre su pecho y de todo su cuerpo asciende un olor húmedo de sudor. Un olor de pan recién sacado del horno, de membrillo maduro y de tierra mojada. Levántate y vayamos a consolarla.

– ¿Y Magdalena? -exclamó Jesús, aterrado-. ¿Y Magdalena?

El Ángel lo tomó del brazo y le hizo sentarse en tierra:

– ¿Magdalena? -dijo con calma-. Es cierto, se me había olvidado decírtelo. Ha muerto.

– ¿Ha muerto?

– La mataron. ¡Eh! ¿Adónde vas, Jesús de Nazaret, con los puños cerrados? ¿A quién vas a matar? ¿A Dios? El fue quien la mató. ¡Siéntate! Dios, la Suma Bondad, disparó una flecha que traspasó a Magdalena en la más alta cima de la felicidad… Y Magdalena se convirtió en un ser inmortal. ¿Existe alegría mayor para una mujer? No verá cómo se aja el amor, cómo el corazón pierde bríos ni cómo se descompone la carne. Yo estaba allí cuando la mató y lo vi todo. Magdalena alzó los brazos al cielo, exclamando: «¡Dios mío, gracias! ¡Esto es lo que deseaba!»

Pero Jesús se encontraba excitado y dijo:

– Semejante deseo de sumisión sólo puede existir entre los perros o entre los ángeles. Yo no soy ni un perro ni un ángel; soy un hombre y alzo la voz para decir: «¡Todopoderoso, has cometido una injusticia al matarla! El más palurdo de los leñadores no se atreve a abatir un árbol en flor. ¡Y Magdalena había florecido!»

El Ángel lo tomó en sus brazos. Le acarició los cabellos, los hombros y las rodillas. Le habló en voz baja, tiernamente. Ya reinaban las sombras y se alzó una brisa. Las nubes se dispersaron y apareció una gran estrella, que debía ser el Lucero Vespertino.

– Ten paciencia -le dijo-, sométete y no desesperes. En el mundo no existe más que una sola mujer, que tiene innumerables rostros. Cuando desaparece uno, emerge otro. Ha muerto María Magdalena pero vive María, la hermana de Lázaro, y nos espera, te espera. Es la misma Magdalena con otro rostro. Escucha: ha suspirado mucho y es hora de que vayamos a consolarla. Ella guarda en su seno, esperándote, Jesús de Nazaret, la mayor alegría: un hijo. Tu hijo. ¡Vamos!

El Ángel lo acariciaba con ternura y lo alzaba suavemente. Ahora estaban ambos de pie bajo los limoneros. El Lucero Vespertino reía sobre sus cabezas.

El corazón de Jesús se dulcificaba poco a poco y en la penumbra húmeda el rostro de María Magdalena se confundía con el de María, la hermana de Lázaro… Llegó la noche, cargada de perfumes, y los cubrió con su manto.

– Vamos -balbuceó el Ángel, enlazando la cintura de Jesús con su brazo bien torneado y cubierto de suave vello. Su aliento olía a tierra mojada y a nuez moscada. Jesús inclinó la cabeza sobre él y cerró los ojos para aspirar profundamente el aliento del Ángel de la guarda; quería que le llegara hasta el fondo de las entrañas.

El Ángel desplegó sonriendo una de. sus alas. Con la noche comenzaba a caer una fuerte helada y envolvía a Jesús en sus alas espesas, para que no tuviera frío. Oyóse de nuevo en el aire húmedo, como una plácida llovizna de primavera, la lamentación de la mujer:

«Sepulcro de plata, sepulcro de oro…»

– Vamos -dijo Jesús. Sonreía.

XXXI

Envuelto en el ala verde y enlazando estrechamente la cintura del Ángel, Jesús voló durante toda la noche. Una luna enorme había subido al cielo, extraña y gozosa; ya no se veía en ella a Caín preparándose para matar a Abel sino una ancha boca feliz y dos mejillas bien alimentadas, inundadas de luz; veíase el rostro redondo de una mujer enamorada que vagabundeaba de noche. Los árboles huían, las aves nocturnas hablaban un lenguaje humano y las montañas se abrían para recibir a los dos viajeros y cerrarse tras ellos.

«¡Qué felicidad!: volar a ras de tierra como en los sueños. La vida se ha convertido en un sueño. ¿Será esto el Paraíso?» Deseaba preguntárselo al Ángel, pero guardó silencio, porque temía que si hablaba se despertara a sí mismo.

Miró a su alrededor. ¡Qué leves se habían vuelto los espíritus de la piedra, del aire y de la montaña! Aquello era como cuando uno está reunido alegremente con los amigos, llega el vino fresco, bebe… y el espíritu va perdiendo consistencia y comienza a planear y navegar por los aires para acabar por convertirse en una nube rosada en que se refleja invertido el mundo de oro y viento.

Iba a volverse de nuevo para hablarle al Ángel, pero éste se llevó un dedo a los labios, le sonrió y le dijo con ternura:

– ¡Calla!

Se acercaban a una aldea. Cantaron los gallos: nacía el día. La luna se había ocultado ahora tras la montaña y la aurora iluminaba plácidamente el mundo. La tierra salió de su embriaguez y la montaña, la aldea y el olivar volvieron a colocarse en el lugar que Dios les había asignado para esperar el fin del mundo. Allí estaba el camino amado, la aldea hospitalaria escondida entre olivos, higueras y viñedos, allí estaba Betania. Allí estaba la casa fresca de la amistad, el telar sagrado, el hogar encendido, y allí estaban las dos hermanas, aquellas dos llamas que jamás descansaban…

– Ya hemos llegado -dijo el Ángel.

De la chimenea ascendía una columna de humo; las dos hermanas ya debían estar levantadas; habían encendido el fuego.

– Jesús de Nazaret -dijo el Ángel soltando a Jesús-, las dos hermanas han encendido el fuego, han ido a ordeñar temprano y te preparan la leche. ¿Qué es el Paraíso? Eso es lo que querías preguntarme cuando veníamos hacía aquí, ¿no es cierto? Es una multitud de pequeñas alegrías, Jesús de Nazaret: golpeas a una puerta y una mujer acude a abrirte; te sientas ante el hogar y te da de comer; y, cuando es noche cerrada, apaga la lámpara y te estrecha en sus brazos. Así, poco a poco, de abrazo en abrazo y de hijo en hijo, llega el Redentor. Tal es el camino.

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