– Esta noche dormirá como un novio -dijo Marta lanzando un suspiro. María suspiró también, pero guardó silencio. «Dios mío -dijo en su fuero interno-, no me escuches; el mundo está bien hecho aun cuando yo suspire. Está bien hecho y sólo me atemoriza la soledad. Y este visitante me agrada mucho.»
Las dos hermanas entraron en el cuartito del fondo y se acostaron en sus lechos estériles. Los dos hombres se echaron, uno en cada punta del estrado de madera; sus pies se tocaban. Lázaro se sentía feliz. ¡Qué atmósfera de santidad, de beatitud reinaba en toda la casa! Respiraba calma, oprimía ligeramente con sus pies los pies sagrados y sentía que ascendía por su cuerpo, derramándose por todo él, una fuerza misteriosa, una certeza divina; sus riñones ya no le dolían, su corazón no latía irregularmente y su sangre se deslizaba apacible, feliz, de sus pies a su cabeza, regando su cuerpo quebrantado. «Es efecto del bautismo -pensaba-. Esta noche recibí el bautismo. También la casa y mis hermanas recibieron el bautismo. El Jordán vino hasta esta casa.»
Pero las dos hermanas no lograban conciliar el sueño. Hacía años que un forastero no había dormido en aquella casa. Los forasteros se alojaban siempre en casa de algún notable de la aldea. ¿Cómo iban a ir a su casucha, humilde y aislada? Su hermano era enfermizo y de extraño carácter; no le agradaba la compañía. ¡Qué felicidad inesperada habían tenido aquella noche! Las fosas nasales de las mujeres aleteaban, olfateando el aire. ¡Cómo había cambiado el olor de la casa! ¡Qué perfumada estaba ahora! ¡Aunque no olía a albahaca ni a menta; olía a hombre!
– Parece que Dios lo envió para construir un Arca… Y nos ha prometido que entraremos en ella. ¿Oyes lo que te digo, María, o duermes?
– No duermo -respondió María; se había llevado las manos a los senos, que la desasosegaban.
– Dios mío -prosiguió Marta-. Ojalá el fin del mundo llegue pronto para que entremos con él en el Arca. Yo le serviré, eso no me importa, y tú le harás compañía. El Arca bogará sobre las aguas eternas; yo le serviré eternamente y tú estarás sentada eternamente a sus pies, haciéndole compañía. Así imagino el Paraíso. ¿Y tú, María?
– Yo también -murmuró María, y cerró los ojos.
Hablaban y suspiraban. Jesús dormía profundamente y le parecía que estaba de pie, como si no se tratara de un sueño, como si hubiera entrado con todo su cuerpo y toda su alma en el Jordán, se refrescaba, su cuerpo se desprendía de la arena del desierto y su alma se desprendía de las virtudes y de los vicios de los hombres para volver a ser virgen. En su sueño le pareció, durante algunos instantes, que había salido del Jordán, que se había internado por un sendero verde que jamás había sido hollado y que entraba en un jardín profundo, lleno de flores y frutos. Y él, ya no era Jesús de Nazaret, el hijo de María, sino Adán, la primera criatura. Acababa de salir de las manos de Dios; su carne era aún una arcilla fresca y se había tendido en la hierba florida, al sol, para secarse, para que sus huesos cobraran consistencia y su rostro cogiera color, para que las setenta y dos articulaciones de su cuerpo se afirmaran y pudiera levantarse y caminar. Y mientras estaba tendido al sol madurando, algunas aves revolotearon sobre su cabeza; iban de un árbol a otro, paseaban por la hierba primaveral, hablaban entre sí, gorjeaban, miraban, observaban a la extraña criatura nueva que reposaba en las hierbas, y cada una de ellas pronunciaba una palabra y continuaba su vuelo.
A Jesús le parecía conocer el lenguaje de los pájaros y se regocijaba al oírlos.
El pavo real se exhibía desplegando la cola, orgulloso de su plumaje; se paseaba en todas las direcciones, lanzaba miradas zalameras y oblicuas a Adán, que estaba tendido, en tierra y le explicaba: «Era una gallina; amé a un ángel y me convertí en pavo real. ¿Hay en el mundo un ave más hermosa que yo? No, no la hay.» Una tórtola revoloteaba de árbol en árbol, alzaba el cuello hacia el cielo y exclamaba: «¡Amor! ¡Amor! ¡Amor!» El tordo decía: «Soy el único de los pájaros que canta cuando arrecia el frío, y así me caliento.» La golondrina murmuraba: «Si yo no existiera, los árboles no florecerían nunca.» El gallo: «Si yo no existiera, el día no nacería nunca.» La alondra: «Cuando vuelo de mañana hacia el cielo y canto, me despido de mis pichones pues acaso muera cantando.» El ruiseñor: «No repares en la pobreza de mis vestidos; tenía grandes alas rutilantes pero las transformé en canto.» Y un mirlo de pico ganchudo fue a posarse en el hombro de la primera criatura, se inclinó sobre su oído y le habló en voz baja, como si le confiara un gran secreto. «Las puertas del Paraíso y del Infierno están una junto a otra. Las dos son idénticas, las dos son verdes y bellas. ¡Ten cuidado, Adán! ¡Ten cuidado, Adán! ¡Ten cuidado, Adán!»
Y, con el canto del mirlo, Jesús se despertó al despuntar el día.
XIX
«Dios y el hombre juntos obran grandes cosas. Sin el hombre, Dios no tendría en esta tierra una mente que se reflejara inteligentemente sobre sus criaturas y que explorara con audacia y terror su sabiduría todopoderosa; no tendría en esta tierra un corazón que sufriera por inquietudes que no son las suyas y que se obstinara en fabricar virtudes y angustias que Dios rehusó, olvidó o temió crear. Sopló, por tanto, sobre el hombre y le infundió la fuerza y la osadía necesarias para continuar la creación… E inversamente, sin Dios, el hombre, desarmado como está cuando nace, habría sucumbido al hambre, al miedo o al frío; y en el caso de que hubiera escapado a estos peligros, se arrastraría como una babosa, a mitad de camino entre el león y el piojo. Y si, tras una lucha incesante, lograra mantenerse erguido sobre sus patas traseras, jamás podría liberarse del abrazo cálido y tierno de su madre la mona…», pensaba Jesús, y aquel día sentía por primera vez intensamente que Dios y el hombre se confunden.
Muy temprano se había puesto en marcha hacia Jerusalén y caminaba codo con codo con Dios, que iba a su derecha y a su izquierda; andaban juntos y ambos tenían la misma preocupación: el mundo se había desviado de su camino y, en lugar de subir hacia el cielo, descendía a los infiernos. Era preciso que los dos juntos, Dios y el Hijo de Dios, se esforzaran por reconducirle al buen camino. Por eso llevaba Jesús tanta prisa y devoraba el camino a zancadas, impaciente por reunirse con sus compañeros y comenzar la lucha. El sol, que subía desde el Mar Muerto; las aves, a las que la caricia de la luz arrancaba trinos; las hojas de los árboles, temblorosas, y el camino blanco que se desplegaba hasta los muros de Jerusalén, todo le gritaba: «¡Apresúrate! ¡Apresúrate! ¡Naufragamos!» «Lo sé, lo sé -respondía Jesús-. ¡Lo sé, ya voy!»
Muy temprano también sus compañeros se deslizaban pegados a la pared por las callejuelas aún solitarias de Jerusalén; iban de dos en dos, Pedro con Andrés y Santiago con Juan; Judas, solo, marchaba delante. Sentían miedo y lanzaban miradas furtivas a todas partes, para ver si los seguían; corrían. Ante ellos se alzó la puerta de David; doblaron a la izquierda por la primera calleja y se metieron como ladrones en la taberna de Simón el cirenaico.
El barrigudo tabernero, de nariz roja e hinchada y ojos rojos e hinchados, acababa de levantarse, somnoliento, de su yacija de paja. Se demoraba hasta muy entrada la noche con los ebrios que frecuentaban la taberna, cantaba, discutía y, por la mañana, con mal gusto en la boca y de pésimo humor, limpiaba con un trapo mojado el mostrador, donde quedaban los restos de la francachela. Estaba en pie pero todavía no se había despertado. Le parecía que soñaba, que empuñaba un trapo mojado y que limpiaba el mostrador… Cuando así se debatía entre la vela y el sueño, oyó que un grupo de hombres jadeantes entraba en la taberna y se volvió. Los ojos le ardían, la boca le quemaba y salpicaban su barba restos de semillas de calabaza asadas.