Se volvió hacia su hermano para saludarlo. Este, con la lengua colgante y los ojos azules, ahora serenos, clavaba la mirada en el vacío e intentaba hablar. María sacudió la cabeza:
– Lucha desde esta mañana -dijo-, y aún no se ha liberado. -Se acercó a él y enjugó la saliva que salía de su boca contraída.
En el momento en que el rabino tendía la mano para saludar a María, la puerta se abrió furtivamente y el hijo apareció en el umbral. Su rostro resplandecía en la oscuridad y el pañuelo ensangrentado se le había pegado a los cabellos. Había caído la noche y no se veían sus pies, cubiertos de polvo y de arañazos, ni las gruesas lágrimas que marcaban aún surcos en sus mejillas.
Traspuso el umbral y echó una mirada distraída a su alrededor; vio al rabino y a su madre y, en la penumbra, cerca del muro, los ojos vidriosos de su padre.
María hizo ademán de encender la lámpara, pero el rabino la detuvo.
– Espera -murmuró-. Le hablaré. Dándose ánimos se acercó al joven.
– Jesús -dijo tiernamente en voz baja para que la madre no oyera-, Jesús, hijo mío, ¿hasta cuándo vas a resistirte a Él? Oyóse entonces un grito salvaje y la casita se conmovió. -¡Hasta que muera!
Y súbitamente, como si se hubiera agotado toda su fuerza, se desplomó en tierra. Junto a la pared jadeaba, sin aliento. El anciano rabino iba a seguir hablándole y se inclinó sobre él, pero de pronto dio un salto atrás. Como si se hubiera acercado a una gran hoguera, acababa de quemarse el rostro. «Dios lo rodea -pensó-; Dios no permite que nadie se le acerque. ¡Debo partir!»
El rabino se fue pensativo. La puerta se cerró y, cual si acechara una fiera en la oscuridad, María no se atrevía a encender la luz. Permanecía en pie en medio de la casa y escuchaba a su marido que emitía sonidos guturales, y a su hijo, caído en tierra, que respiraba penosamente, con terror, como si se asfixiara, como si lo asfixiaran. ¿Quién? La pobre madre, con las uñas clavadas en las mejillas, preguntaba a Dios una y otra vez, quejándose, gritando: «Soy madre, ¿no te apiadas de mí?» Pero nadie respondía.
Y mientras, inmóvil y silenciosa, María escuchaba la vibración de todas las venas de su cuerpo, se oyó un grito salvaje y triunfal: la lengua del paralítico se había soltado y, sílaba por sílaba, la palabra entera acabó por salir de la boca contraída, resonando en toda la casa: ¡A-do-nay! Apenas la hubo pronunciado, el viejo cayó dormido como una masa de plomo.
María cobró valor y encendió la lámpara. Se acercó a la chimenea, se puso de rodillas y levantó la tapa de la marmita de barro cocido que hervía, para ver si debía añadirle agua o quizá una pizca de sal…
VI
El cielo lucía un resplandor lechoso. Nazaret dormía aún y soñaba. El Lucero Matutino repiqueteaba como una campana; los limoneros y las palmeras hallábanse aún envueltos en un velo azulado. Reinaba un silencio profundo; ni siquiera había cantado el gallo negro. El hijo de María abrió la puerta; dos círculos azulosos rodeaban sus ojos, pero su mano no temblaba; abrió la puerta y, sin mirar atrás, sin volverse a mirar a su madre ni a su padre, sin cerrar tras de sí la puerta, abandonó para siempre la casa paterna. Avanzó dos pasos, tres, y se detuvo: creyó oír unos pies pesados que se movían junto a él, y se volvió, pero no vio a nadie. Se ajustó el ceñidor de cuero con clavos, anudó en su cabeza el pañuelo con manchas rojas y se internó por las callejuelas estrechas y tortuosas. Un perro ladró quejumbrosamente a sus espaldas y una lechuza sintió que se acercaba el día y revoloteó asustada por encima de su cabeza. Pasó presurosamente ante las puertas cerradas y llegó a los vergeles y huertos. Las primeras aves ya comenzaban a piar y, en una huerta, un viejo giraba empujando la vara de un pozo. Nacía el día.
No llevaba alforja, ni bastón, ni sandalias. El camino era largo. Debía atravesar Cana, Tiberíades, Magdala, Cafarnaum, bordear el lago de Genezaret y entrar en el desierto… Había oído hablar de un monasterio que se alzaba allí, habitado por varones sencillos y virtuosos vestidos de blanco. No comían carne, ni bebían vino, ni mantenían relaciones con mujeres. Se limitaban a rezar a Dios, eran expertos en hierbas y curaban las enfermedades del cuerpo, sabían encantamientos místicos y arrojaban los demonios del alma. ¡Cuántas veces su tío, el rabino, le había hablado entre suspiros de aquel santo monasterio! Durante once años había vivido en él, alabando a Dios y curando a los hombres. Pero, ¡ay!, un día la tentación le había vencido -ella también es todopoderosa-; había visto a una mujer y había renunciado a la vida casta y abandonado la sotana blanca. Se había casado y había engendrado -lo tenía merecido- a Magdalena; Dios había castigado al apóstata como merecía.
– Allí iré -murmuró el hijo de María al tiempo que apuraba el paso-. Dentro del monasterio me refugiaré bajo sus alas…
¡Qué alegría! ¡Cuánto lo había anhelado desde los doce años de edad! ¡Abandonar su casa y a sus padres, derribar los puentes tras él, acabar con los consejos de su madre, los gruñidos de su padre y las tontas preocupaciones cotidianas que enmohecen el alma! ¡Sacudir de sus pies el polvo de los hombres y partir para refugiarse en el desierto! ¡Y al fin hoy había sacudido su cuerpo, había abandonado cuanto dejaba a sus espaldas, había salido del camino de los hombres para internarse resueltamente en el camino de Dios, hoy al fin se había liberado! El rostro macilento y doliente resplandeció durante algunos instantes. Acaso las garras de Dios sólo habían hecho presa en él durante tantos años para conducirle adonde ahora se dirigía por su propia y libre voluntad. ¿No es éste quizás el más grande, el más difícil deber del hombre? ¿No es esto la felicidad?
Sintió que su corazón se aliviaba.
No habría más garras, luchas ni gritos. Dios se había presentado al despuntar el día con una gran compasión, como un leve soplo de aire fresco, y le había dicho: ¡Partamos! Había abierto la puerta, y ahora, ¡qué delicioso sentimiento de reconciliación, qué felicidad! «Es demasiado para mí -dijo-; alzaré la cabeza y cantaré el salmo de la liberación: Tú, mi amparo y mi refugio, Señor…» Su corazón no era suficientemente grande para contener su alegría desbordante. Avanzaba en la luz delicada de la aurora, en medio de las gracias de Dios -los olivos, las viñas, los trigales-; el salmo de la alegría surgía desde el fondo de sí mismo y quería ascender hasta el cielo. Alzó la cabeza y abrió la boca, pero de pronto sintió que se le cortaba el aliento: acababa de oír netamente dos pies descalzos que corrían tras él. Las pisadas se acercaban y el joven aminoró la marcha y aguzó el oído. Los dos pies descalzos aminoraron también la marcha. Le flaqueaban las rodillas y se detuvo; las pisadas se detuvieron.
– Sé quién es -murmuró y comenzó a temblar-. Sé…
Pero se dio ánimos a sí mismo y se volvió bruscamente para tener tiempo de verla antes de que desapareciera… ¡Nadie!
Del lado del sol el cielo había cobrado un tinte violáceo; no hacía ni un soplo de viento, las espigas estaban maduras e inclinaban la cabeza a la espera de la hoz. No había nadie, ni un hombre ni un animal. Veíase toda la llanura y a sus espaldas, allá a lo lejos, en Nazaret, el humo comenzaba a subir de una o dos casas; las mujeres se despertaban.
Se tranquilizó un tanto: «No he de perder tiempo -pensó-. Debo echar a correr a toda prisa para bordear aquella colina y escapar a su vista…» Y se echó a correr.
A ambos lados, los trigales se alzaban a la altura de un hombre. Allí, en aquella llanura de Galilea, crecían trigales y viñedos y algunas cepas silvestres se arrastraban aún en los blancos de los collados. Oyóse chirriar a lo lejos una carreta de bueyes. Los asnos se alzaban sobre sus patas, olfateaban el aire, movían la cola y se ponían a rebuznar. Aparecieron las primeras segadoras, entre estallidos de risa y parloteos, con las hoces afiladas y resplandecientes. El sol vio a las mujeres y se lanzó sobre sus brazos, sus nucas y sus piernas.