Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Los dos ancianos bebían, contentos, en Cafarnaum. Sumergido en sus pensamientos, el viajero nocturno marchaba bordeando la orilla. No estaba solo: oía a sus espaldas el chirrido de la arena. En el patio de Magdalena, los nuevos mercaderes se hallaban sentados al modo oriental sobre las piedras y hablaban en voz baja masticando dátiles y cangrejos asados mientras esperaban su turno. En el Monasterio, los monjes habían tendido al higúmeno en el centro de su celda y velaban junto a él. Aún respiraba, sus ojos desmesuradamente abiertos estaban clavados en la puerta entornada y el rostro consumido y pálido, tenso, parecía escuchar algo.

– Escucha para oír los pasos del rabino, que lo ha de curar…

– Escucha para oír las alas negras del arcángel…

– Escucha para oír los pasos del Mesías, que se acerca.

Los monjes hablaban entre sí en voz baja y lo miraban. El alma de cada uno de ellos estaba pronta en aquel instante para recibir el milagro. Aguzaban el oído, pero sólo oían, en el otro extremo del patio, un martillo que golpeaba sobre un yunque. Judas había encendido la fragua y trabajaba de noche.

X

Lejos de allí, en Nazaret, María, la mujer de José el carpintero, había encendido la lámpara en su casita y había dejado la puerta abierta. Devanaba la lana que acababa de hilar. Se apresuraba. Había tomado la decisión de recorrer las aldeas en busca de su hijo. Trabajaba y su espíritu estaba en otra parte, erraba por los campos, vagaba por Magdala, por Cafarnaum, gesticulaba solo y desesperado bordeando el lago de Genezaret. Buscaba a su hijo. Se había escapado una vez más; Dios había vuelto a picarle con el aguijón. «No te apiadas de él, no te apiadas de mí. ¿Qué te hemos hecho? ¿Eran éstas las alegrías y la gloria que nos habías prometido? ¿Por qué hiciste florecer el bastón de José, por qué me has dado este viejo por esposo, por qué lanzaste el rayo y has hecho florecer en mi vientre este hijo único, este iluminado? Yo era un almendro en flor cuando lo tenía en mis brazos. Todo mi cuerpo había florecido. Los vecinos que pasaban por la calle me admiraban y decían: "¡Bendita seas entre todas las mujeres, María!" Las caravanas se detenían frente a mi puerta y los mercaderes decían: "¡Qué almendro en flor!" Se apeaban de los camellos y llenaban mi delantal de presentes. Pero de pronto sopló el viento y me deshojé… Cruzo los brazos sobre mi pecho vacío: Señor, tu voluntad se ha cumplido; me has hecho florecer; soplaste sobre mí y me deshojé. Señor, ¿hay alguna esperanza de que vuelva a florecer?»

«¿Hay alguna esperanza de que mi corazón se apacigüe?», se preguntaba el hijo cuando, al despuntar el día, después de bordear el lago, se halló frente al Monasterio enclavado en los peñascos rojos y verdes. «A medida que me acerco al Monasterio crece la turbación de mi corazón. ¿Por qué? ¿No he tomado acaso el camino correcto, Señor? ¿Acaso no me empujas hacia este refugio santo? ¿Por qué te niegas, entonces, a alargar tu brazo para llevar la paz a mi corazón?»

Dos monjes vestidos de blanco aparecieron en el portal del Monasterio. Se subieron a una roca y miraron a lo lejos, hacia Cafarnaum.

– No se ve nada… No se ve nada…-dijo uno de ellos, un hombre de piernas cortas, rechoncho, giboso y medio idiota.

– No lo encontrará vivo -dijo el otro, un gigantón cuya boca, hendida como la de una ballena, le llegaba hasta las orejas-. Mira, Jeroboam, me quedaré aquí de centinela hasta que aparezca el camello.

– Yo iré a verle morir -dijo alegremente el giboso, y se bajó de la roca.

El hijo de María permanecía indeciso, en la entrada del Monasterio. ¿Debía entrar o no? Su corazón latía violentamente. El patio estaba recubierto de baldosas. No había ni un solo árbol, ni una flor, ni un pájaro. Lo rodeaban nada más que higueras. Aquel patio era un desierto circular, inhumano. En todo el contorno había agujeros excavados en las rocas, semejantes a nichos: eran las celdas.

«¿Es éste el reino de los cielos? -se preguntaba-. ¿Aquí se apacigua el corazón del hombre?»

Miraba, miraba y no se decidía a franquear el umbral. Dos perros pastor, negros, saltaron de su rincón al verle y se pusieron a ladrar.

El monje giboso advirtió la presencia del visitante y silbó a los perros. Estos dejaron de ladrar. Luego se volvió y observó al forastero de arriba abajo. Sus ojos le parecieron tristes y los vestidos que llevaba muy pobres. Sus pies sangraban. Se apiadó de él.

– Bienvenido seas, hermano -le dijo-. ¿Qué viento te ha traído al desierto?

– ¡Dios! -respondió el hijo de María con voz grave, inesperadamente grave. El monje se aterrorizó. Jamás había oído pronunciar el nombre de Dios con tal terror. Cruzó los brazos y calló.

– Vine para ver al higúmeno -dijo el visitante al cabo de un momento.

– Quizá lo veas, pero él no te verá. ¿Qué quieres decirle?

– No sé; tuve un sueño. Vengo de Nazaret.

– ¿Un sueño? -dijo el monje medio loco, y se echó a reír.

– Un sueño terrible, anciano. Desde entonces mi corazón no tiene reposo. El higúmeno es santo y Dios le enseñó el significado del canto de los pájaros y de los sueños. Por eso he venido a verle.

Nunca había tenido la intención de ir al Monasterio para interrogar al higúmeno acerca del sentido del sueño que había tenido la noche en que fabricaba la cruz, de aquella persecución salvaje de que fuera objeto por parte de los enanos, con el pelirrojo a la cabeza, cargados con los instrumentos del suplicio. Pero, repentinamente, mientras estaba parado en el umbral del Monasterio, indeciso, el sueño había rasgado su espíritu como un relámpago. «¡Para eso he venido -gritó en su fuero interno-, por ese sueño vine y Dios me ha enviado aquí para mostrarme el camino! ¡El higúmeno me lo explicará!»

– El higúmeno está agonizando -dijo el monje-. Llegas demasiado tarde, hermano. Vete.

– Dios me ordenó que viniera -dijo el hijo de María-. ¿Acaso Dios puede engañar a los hombres?

El monje rió burlonamente. Había visto demasiadas cosas y ya no creía en Dios.

– Dios es Dios, ¿no es cierto? -dijo-. Hace lo que le da la gana. ¡Sería un Todopoderoso ridículo si no pudiera hacer injusticias!

Palmeó la espalda del visitante. Quiso acariciarlo, pero su mano maciza era pesada y le hizo daño.

– De acuerdo -dijo-, entra. Soy el padre hospitalario.

Entraron en el patio. Se había levantado viento y la arena se arremolinaba sobre las baldosas. Un halo turbio rodeaba el sol. El aire se oscureció.

En el centro del patio abríanse las fauces de un pozo cegado. En otros tiempos había tenido agua, pero ahora se había rellenado de arena. Dos lagartos salieron de él y fueron a tomar el sol en el desgastado brocal.

La celda del higúmeno estaba abierta. El monje cogió al visitante por el brazo.

– Espera aquí -dijo-. Pediré permiso a los hermanos. No te muevas.

Cruzó los brazos sobre el pecho y entró. Los perros se habían colocado ahora a ambos lados de la puerta. Alargaban el cuello, husmeaban y ladraban lastimeramente.

El higúmeno estaba tendido en el centro de la celda con los pies hacia la puerta. Circundándole, los monjes, agotados por una noche en vela, cabeceaban y esperaban. El moribundo, tendido sobre la estera, mantenía el rostro tenso y los ojos abiertos fijos en la puerta. El candelabro de siete brazos estaba aún encendido junto a su cabeza e iluminaba su frente cóncava y reluciente, sus ojos insaciables, su nariz de águila, sus labios azulados, su luenga barba blanca que cubría todo su pecho huesoso y desnudo. En un incensario de barro cocido habían echado incienso y esencia de rosas. El aire estaba embalsamado.

Entró el monje, olvidó la razón por la cual había entrado y se acurrucó junto a los perros en el umbral.

El sol llegaba ahora a la puerta, quería entrar y tocar los pies del higúmeno. El hijo de María estaba afuera y esperaba. Reinaba el silencio. Sólo se oían los gruñidos de los dos perros y, a lo lejos, los martillazos acompasados que caían sobre el yunque.

35
{"b":"121511","o":1}