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– ¿Acaso Dios no lo envió para curarnos? ¡Que salga al patio!

Jesús se apenaba al oírlos, salía al patio y tocaba y bendecía a todos. Les decía:

– Hermanos, hay dos clases de milagros: los milagros del cuerpo y los milagros del alma. Confiad sólo en los milagros del; alma. Arrepentios, purificad vuestra alma y vuestra carne también se purificará. El alma es el árbol. La enfermedad y la salud, el Infierno y el Paraíso, son sus frutos.

Muchos enfermos tenían fe en él y al punto sentían que su sangre, purificada, corría velozmente por su cuerpo exangüe, arrojaban las muletas y se ponían a bailar. Otros sentían, cuando Jesús posaba la mano en sus ojos apagados, que una luz brotaba de la punta de sus dedos. Abrían los párpados y lanzaban un grito de dicha: ¡veían!

Empuñando la caña de escribir y con los ojos y los oídos abiertos, Mateo no dejaba escapar ni una sola palabra. Todo lo registraba. Y de este modo, poco a poco, día tras día, se iba Articulando en su cerebro la Buena Nueva, el Evangelio. Este echaba raíces y se convertía en un árbol con ramas, pronto a dar frutos para alimentar a los hombres que ya habían nacido y a los que habían de nacer. Mateo sabía de memoria las Escrituras y comprobaba que cuanto decía y hacía el maestro era justamente lo que habían anunciado los profetas de los siglos anteriores. Y si a veces las profecías no concordaban con los hechos, ello era debido a que el cerebro de los hombres comprendía con dificultad el sentido secreto encerrado en el texto sagrado. En la palabra de Dios hay siete grados de significación, y Mateo se afanaba buscando en qué grado podían ponerse de acuerdo los hechos y dichos incompatibles con las profecías. A veces se veía obligado a forzar un tanto las cosas, pero Dios le perdonaría, sin duda. Y no sólo lo perdonaría, sino que su deseo era, justamente, que Mateo conciliara la vida de Jesús con las profecías. ¿Acaso cada vez que empuñaba la caña no se inclinaba un ángel a su oído para susurrarle lo que debía escribir?

Aquel día, Mateo había comprendido claramente al fin por dónde debía comenzar y cómo debía encarar el relato de la vida de Jesús. Ante todo, debía decir dónde nació, cuáles eran sus padres, sus antepasados a lo largo de catorce generaciones. Nació en Nazaret, de padres pobres, de José el carpintero y de María, la hija de Joaquín y Ana. Mateo tomó la caña e invocó a Dios para que iluminara su espíritu y le infundiera fuerzas. Pero en el momento en que comenzaba a escribir las primeras palabras, su mano se petrificó. El ángel la había cogido y Mateo oyó un furioso batir de alas, y luego, una voz, aguda como un clarín, que le susurraba al oído:

– ¡No es hijo de José! ¿Qué dice el profeta Isaías? «¡He aquí que la virgen concebirá y parirá un hijo!» Escribe: María era virgen. El arcángel Gabriel se presentó en su casa antes de que ningún hombre la hubiera tocado y le dijo: «¡Salve, María, llena de gracia, el Señor es contigo!», y al punto floreció su vientre. ¿Me oyes? ¡Eso debes escribir! Y no nació en Nazaret. Acuérdate de la profecía: «¡Y tú, Belén, pequeñita entre las mil hijas de Judá, serás cuna de Aquél que reinará sobre Israel y cuyo linaje se remonta a la eternidad.» Por lo tanto, Jesús nació en Belén, y en un establo. ¿Qué dice el salmo infalible? «Lo sacó del establo donde mamaban los corderos para convertirlo en pastor de los rebaños de Jacob.» ¿Por qué te detienes? ¡Ya solté tu mano; escribe!

Pero Mateo se enfadó; se volvió hacia el ala invisible, que estaba a su derecha, y gruñó quedamente, para que no le oyeran los discípulos entregados al sueño:

– No es cierto. No quiero; no escribiré falsedades.

Una risa burlona resonó en el aire y una voz dijo:

– ¿Cómo puedes comprender tú, partícula de polvo, qué es la verdad? La verdad tiene siete grados. En el grado más elevado impera la verdad de Dios, que no se asemeja en modo alguno a la verdad de los hombres. Y ésa es la verdad, Mateo Evangelista, que te susurro al oído. Escribe: «Y siguiendo una gran estrella, llegaron tres magos para adorar al recién nacido…»

Un torrente de sudor corría por la frente de Mateo.

– ¡No escribiré! ¡No escribiré! -exclamaba, pero su mano se deslizaba velozmente sobre el papel.

Jesús oyó en sueños la lucha de Mateo y abrió los ojos. Lo vio jadear junto a la vela; la caña se deslizaba furiosamente y chirriaba como si estuviera a punto de romperse.

– Hermano Mateo -le dijo en voz muy baja-, ¿por qué refunfuñas? ¿Quién está a tu derecha?

– Maestro -respondió Mateo sin dejar de escribir febrilmente-, no me hagas preguntas; duerme.

«Dios debe estar a su derecha», pensó Jesús. Cerró los ojos para no turbar la santa posesión.

XXIV

Transcurrían los días y las noches. Pasó una luna y luego otra. Llovía, hacía frío y encendían fuego en el hogar. En casa de la anciana Salomé tenían lugar santas veladas. Todos los atardeceres, después de la jornada de trabajo, iban allí los pobres y los dolientes de Cafarnaum; escuchaban al nuevo profeta; llegaban pobres e inconsolables para volver a sus miserables cabañas ricos y consolados. Trasladaba de la tierra al cielo sus viñedos, sus barcas y sus alegrías y les explicaba que el cielo es mucho más firme que la tierra; el corazón de los desdichados se llenaba de paciencia y esperanza. Hasta el salvaje corazón del viejo Zebedeo comenzaba a domesticarse; poco a poco iban entrando en él las palabras de Jesús, que embriagaban su espíritu, y su mundo iba perdiendo consistencia: un nuevo mundo planeaba sobre su cabeza, un mundo hecho de eternidad y de riquezas imperecederas. Y en aquel mundo nuevo y extraño, Zebedeo, sus hijos y la anciana Salomé, y hasta sus cinco veleros y sus cofres repletos, vivirían eternamente. Por lo tanto, no debía murmurar al ver que sus huéspedes, a quienes él no había invitado, pasaban días y noches en su casa y se sentaban a su mesa. Sin duda, llegaría el día de la recompensa.

En pleno invierno llegaron días soleados; el sol comenzó a brillar, la tierra se templó y el almendro del patio de Zebedeo creyó que era primavera y comenzó a brotar. El martín pescador esperaba aquellos días de tregua para confiar sus huevos a las rocas. Todas las aves del cielo ponen los huevos en primavera, pero el martín pescador los pone en pleno invierno. Dios se apiadó de ellos y les prometió que el sol calentaría la tierra durante algunos días del invierno para que pudieran multiplicarse. Y ahora aquellas joyas del mar estaban ebrias de dicha y revoloteaban gorjeando sobre las aguas y los peñascos de Genezaret, agradeciéndole a Dios haber cumplido, también ese año, su promesa.

Con los días hermosos, los discípulos que quedaban se dispersaron por las aldeas vecinas para probar sus alas. Felipe y Natanael salieron en busca de sus amigos campesinos y pastores para predicarles la palabra de Dios; Andrés y Tomás buscaron a los pescadores. Judas partió, solitario, hacia la montaña para aplacar su cólera. Le agradaban muchas de las cosas que hacía el maestro, pero había otras que no podía aguantar. Tan pronto el salvaje Bautista bramaba por su boca como continuaba balando el antiguo hijo del carpintero: «¡Amor! ¡Amor!» «¿Qué amor, iluminado? ¿Amar? ¿A quién? El mundo tiene gangrena y necesita el cuchillo. ¡Eso es lo que yo digo!»

Mateo era el único que se quedaba en la casa. No quería alejarse del maestro; si éste hablaba, el viento no debía llevarse sus palabras; si hacía un milagro, Mateo debía verlo con sus propios ojos para escribirlo luego. Y además, ¿adonde iría él, a quién hablaría? Nadie se le acercaba, porque antes había sido un impuro publicano. Permanecía, pues, en la casa, en un rincón, y miraba a hurtadillas a Jesús, que, sentado, hablaba con Magdalena, echada a sus pies. Le hablaba en voz baja y, por más que Mateo aguzaba el oído, no lograba captar palabra alguna. Sólo veía la mano del maestro, que rozaba de vez en cuando los cabellos de Magdalena, así como su rostro severo y triste.

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