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La anciana madre, inmóvil, miraba cómo su hijo se retorcía sobre los dos trozos de madera en forma de cruz, se mordía los labios y callaba; pero al oír a sus espaldas al hijo del carpintero y a la madre de éste, ascendió en ella la cólera y se volvió. Ahí estaba el judío apóstata que había construido la cruz para su hijo, ahí estaba la madre que lo había parido. Se sintió invadida por la angustia y pensó que era injusto que semejantes hijos, que semejantes traidores vivieran mientras su hijo se debatía y gritaba en la cruz. Extendió las dos manos hacia el hijo del carpintero, se acercó y se detuvo frente a él. Esté alzó los ojos y la vio: lívida, salvaje, implacable. La vio y bajó la cabeza. Los labios de la mujer se movieron:

– ¡Te maldigo -dijo con voz salvaje y ronca-, te maldigo, hijo del carpintero! ¡Como tú has crucificado, te deseo que seas crucificado un día!

Se volvió hacia la madre:

– ¡Te deseo que sientas, María, el dolor que yo siento!

Luego apartó el rostro y volvió a fijar la mirada en su hijo.

Magdalena abrazaba el pie de la cruz, tocaba los pies del zelote y lo compadecía. Sus cabellos y sus brazos estaban cubiertos de sangre.

Los gitanos rasgaban ahora con los puñales las ropas del crucificado para repartírselas. Echaron a suertes y se distribuyeron los harapos. Quedaba el pañuelo con que el zelote llevara envuelta la cabeza, manchado con gruesas gotas de sangre.

– Se lo daremos al hijo del carpintero -dijeron-. El pobre ha realizado una buena faena.

Lo hallaron sentado al sol y temblando convulsivamente. Le arrojaron aquel trapo ensangrentado.

– Es tu parte, artesano -dijo uno de ellos-. ¡Hasta la próxima!

El otro gitano rió:

– ¡Hasta tu propia crucifixión, artesano! -dijo, golpeándole amistosamente la espalda.

V

– ¡Venid conmigo, hijos míos! -gritaba el anciano rabino, abriendo los brazos para reunir al rebaño de hombres y mujeres, consternado y desesperado-. ¡Seguidme! ¡Tened valor! ¡He de revelaros un gran secreto!

Se echaron a correr por las estrechas callejuelas. Los jinetes los perseguían. La sangre iba a correr de nuevo. Las mujeres lanzaban aullidos y atrancaban las puertas. El anciano rabino cayó dos veces en la carrera y volvió a toser y a escupir sangre. Judas y Barrabás lo cogieron en sus brazos. Llegaron jadeantes como una jauría y se refugiaron en la sinagoga. Se amontonaron en el interior, llenaron también el patio y echaron el cerrojo de la puerta de la calle.

Esperaban, suspendidos de los labios del rabino. ¿Qué secreto podía revelarles el anciano, entre tantos sinsabores, para apaciguar sus corazones? Hacía años que iban de desgracia en desgracia, de crucifixión en crucifixión. Los enviados de Dios no cesaban de surgir en Jerusalén, en el Jordán, en el desierto, o de bajar de las montañas vestidos con harapos, encadenados y lanzando espuma por la boca… pero todos eran crucificados.

Alzóse un murmullo de cólera; las palmas que ornaban los muros, las estrellas de cinco puntas y los manuscritos sagrados colocados sobre el pupitre con sus palabras escritas en gruesas letras -Pueblo Elegido, Tierra Prometida, Reino de los Cielos, Mesías- ya no les consolaban. La esperanza había durado demasiado y comenzaba a transformarse en desesperación. Dios no tiene prisa, pero el hombre sí, y ya no podían esperar más. Las imágenes de sus esperanzas, que cubrían las dos paredes de la sinagoga, ya no podían siquiera infundirles ánimo. Un día, el rabino, leyendo a Ezequiel, había entrado en éxtasis divino; se había puesto a gritar, a llorar, a bailar pero sin que ello lo calmara. Las palabras del profeta se habían convertido en carne de su carne; tomó entonces pinceles y colores y, encerrado en la sinagoga y poseído por una cólera santa, comenzó a desplegar sus visiones en la pared, para calmarse: un desierto sin fin, cráneos y esqueletos, montañas de esqueletos humanos bajo el cielo escarlata como hierro candente; una mano gigantesca salía del centro del cielo, tomaba al profeta Ezequiel por la nuca y lo mantenía suspendido en el aire. Pero la visión desbordaba aquella pared y cubría también la otra: Ezequiel estaba ahora de pie, hundido hasta las rodillas en los esqueletos, y de su boca verdosa, de sus labios entreabiertos salía una cinta que llevaba esta inscripción en letras de color púrpura: «¡Pueblo de Israel, pueblo de Israel, el Mesías ha llegado!» Los esqueletos se alineaban, los cráneos se alzaban, con dientes y cubiertos de fango, y la mano terrible salía del cielo para mostrar en su palma, completamente nueva, resplandeciente y hecha por entero de esmeraldas y de rubíes, la Nueva Jerusalén.

El pueblo miraba las pinturas, meneaba la cabeza y murmuraba. El viejo rabino montó en cólera:

– ¿Por qué murmuráis? -les gritó-. ¿No creéis en el Dios de nuestros padres? Otro de los nuestros ha sido crucificado. El Redentor se ha acercado un paso más. Esto es lo que significa la crucifixión de hoy, hombres de poca fe.

Tomó un manuscrito del pupitre y lo desenrolló con ademán febril. El sol penetraba por la ventana abierta y una cigüeña descendió del cielo y fue a posarse en el tejado de la casa de enfrente, como si también ella deseara oír. Gozosa, triunfal, la voz surgió de aquel pecho devastado:

– ¡Haced resonar en Sión la trompeta de la victoria! ¡Proclamad en Jerusalén el mensaje de alegría! Gritad: Jehová ha llegado al seno de su pueblo! ¡Álzate, Jerusalén, arriba los corazones! Mira: ¡del oriente al poniente el Señor aguijonea a sus hijos! Las montañas se han aplanado, las colinas han desaparecido y todos los árboles están cargados de aromas. Jerusalén, ponte tus ornamentos de gloria! ¡Felicidad al pueblo de Israel por los siglos de los siglos!

– ¿Cuándo? ¿Cuándo? -dijo una voz. Todo el mundo se volvió. Un viejecillo arrugado, semejante a un higo seco, se levantaba sobre la punta de sus pies y gritaba-: ¿Cuándo, cuándo, anciano?

El rabino enrolló las profecías con cólera.

– Eres impaciente, Manases -dijo-. ¿Tienes prisa?

– Sí, tengo prisa -respondió el viejecito; las lágrimas bañaban sus mejillas-. Ya no me queda tiempo; voy a morir.

El rabino extendió el brazo para mostrarle a Ezequiel hundido en los esqueletos.

– ¡Resucitarás, Manases! ¡Mira!

– Te digo que soy viejo, que estoy ciego y ya no veo.

Intervino Pedro. El día comenzaba a declinar y tenía prisa porque esa noche debía pescar en el lago de Genezaret.

– Anciano, prometiste revelarnos un secreto que habría de consolar nuestros corazones. ¿Cuál es?

Todos retuvieron la respiración. Se agolparon en torno del rabino y los que estaban en el patio intentaron entrar, aunque muy pocos lo lograron; reinaba un calor sofocante y flotaba un fuerte olor humano. El sacristán vertió algunos granos de resina de cedro en el incensario para purificar el aire.

El viejo rabino se subió a una silla del coro para no asfixiarse.

– Hijos míos -dijo al tiempo que se enjugaba el sudor-, nuestro corazón está lleno de cruces. De negra, mi barba se transformó en gris, y de gris se transformó en blanca; mis dientes cayeron y yo mismo grité durante años lo que acaba de gritar el viejo Manases: ¿Hasta cuándo, Señor, Señor, hasta cuándo? ¿Moriré, pues, sin ver al Mesías? Interrogaba, interrogaba y una noche se produjo el milagro: Dios me contestó. No, no es ése el milagro, pues cada vez que interrogamos Dios nos responde; pero la carne está embotada, somos sordos y no oímos. No obstante, aquella noche oí… y ése es el milagro.

– ¿Qué oíste? ¡Dínoslo todo, anciano! -volvió a gritar Pedro, quien se abrió paso con los codos y fue a colocarse frente al rabino. Este se inclinó, miró a Pedro y sonrió:

– Dios es pescador, Pedro, como tú. También sale de noche a pescar, cuando la luna está llena o casi llena. Y aquella noche, la luna, completamente redonda, bogaba en el cielo, blanca como la leche, tan extraordinariamente misericordiosa y benevolente que no podía cerrar los ojos; no cabía en la casa y salí a las calles. Abandoné Nazaret, trepé muy alto, me subí a una piedra y miré hacia el sur, hacia la santa Jerusalén. La luna se inclinaba y me miraba como un ser humano; me sonreía. Yo también la miraba, contemplaba su boca, sus mejillas, las cavidades de sus ojos, y suspiraba porque sentía que me hablaba, que me hablaba en el silencio de la noche. Pero no podía oírla… Abajo, en la tierra, no se movía ni una hoja, la llanura donde los trigales aún no habían sido segados despedía un olor a pan y de las montañas que me rodeaban -el monte Tabor y el monte Carmelo- parecía chorrear leche. Pensaba: «He aquí la noche de Dios; esta luna llena debe ser el rostro nocturno de Dios. Así serán las noches en la futura Jerusalén…» Apenas pensé esto, mis ojos se anegaron de lágrimas. Me invadieron la angustia y el miedo. «He envejecido -grité-. ¿Moriré sin que mis ojos hayan contemplado al Mesías?» Me erguí; el furor divino había vuelto a apoderarse de mí. Me quité el ceñidor, me desnudé y permanecí ante el ojo de Dios tal como mi madre me parió. Para que él viera que había envejecido, que me había secado, arrugado como la hoja de la higuera en otoño, como un racimo de uvas picoteado por los pájaros que se balancea en el aire. ¡Para que me viera, se apiadara de mí y se apresurara! Y mientras permanecía en pie y desnudo delante del Señor, sentía que la luz de la luna atravesaba mi carne. Me había transformado en puro espíritu. Me había unido a Dios y entonces oí la voz de éste, aunque no fuera de mí ni por encima de mí, sino dentro de mí mismo. Dentro de uno mismo: ahí es donde resuena la verdadera voz de Dios. Oí: «¡Simeón, Simeón, no te dejaré morir sin que hayas visto, oído y tocado ron tus manos al Mesías!» «¡Repítelo, Señor!» «¡Simeón, no te dejaré morir sin que hayas visto, oído y tocado con tus manos al Mesías!» Mi espíritu se echó a bailar de alegría; comencé a dar palmas, a golpear con los pies, a bailar desnudo bajo la luna. ¿Cuánto duró aquella danza? ¿Un segundo? ¿Mil años? Estaba saciado, aliviado. Me vestí, me ajusté el ceñidor y bajé a Nazaret. Al verme, los gallos posados en los tejados de las casas se echaron a cantar, el cielo reía, las aves se despertaban, las puertas se abrían, los vecinos me saludaban y mi pobre casa resplandecía como si estuviera enteramente cubierta de rubíes. El bosque, las piedras, los hombres, las aves aspiraban a mi alrededor el olor de Dios. Hasta el centurión, el bebedor de sangre humana, se detuvo, estupefacto, para preguntarme: «¿Qué te ocurre, anciano rabino? Pareces una antorcha inflamada. ¡Ten cuidado, no vayas a prender fuego a Nazaret!» Pero no le respondí, temeroso de que él mancillara mi aliento. Hace muchos años que guardo en el fondo de mi corazón este secreto. Era mi alegría; lo saboreaba celosamente, con orgullo, reservándolo para mí solo y esperaba. Sin embargo, hoy, en este día de duelo en que una nueva cruz ha sido plantada en nuestro corazón, ya no resisto más y me apiado de mi pueblo. Revelo la nueva feliz: el Mesías llega, no está lejos, seguramente ha debido detenerse en algún pozo cercano para beber agua, en algún horno de donde se saca pan, para comer un bocado, pero no tardará en aparecer. Porque Dios lo dijo, y no reniega de lo que dice: «¡Anciano Simeón, no morirás antes de que hayas visto, oído y tocado con tus manos al Mesías!» Día a día siento que mis fuerzas me van abandonando y cuando más débil me siento, más se acerca el Mesías. ¡Tengo ochenta y cinco años y no puede tardar!

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