– ¡No te acerques! -rugió Barrabás al tiempo que se plantaba ante él para ocultarle a Magdalena. Pero ésta había oído la amada voz y gritó:
– Jesús, socorro!
De una zancada Jesús llegó al borde del foso. Magdalena se aferraba con pies y manos a las piedras y trepaba. Jesús se inclinó y le tendió la mano; Magdalena se aferró a ella, subió respirando entrecortadamente, cubierta de sangre, y se echó a tierra.
Barrabás avanzó enfurecido y colocó el pie sobre la espalda de Magdalena:
– ¡Es mía y la mataré! -rugió al tiempo que alzaba la piedra-. Mancilló el día del sábado: ¡ha de morir!
– ¡Que muera! ¡Que muera! -gritó la multitud, temerosa de pronto de que se le escapara la víctima.
– ¡Que muera! -chilló Zebedeo, que veía al recién llegado rodeado de andrajosos envalentonados. ¡Sería una desgracia permitir que los andrajosos se salieran con la suya!-. ¡Que muera -gritó una vez más golpeando el suelo con el garrote-. ¡Que muera!
Jesús detuvo el brazo levantado de Barrabás y le dijo con voz serena y triste:
– Barrabás, ¿no has violado tú nunca un mandamiento de Dios? ¿Nunca robaste en tu vida, nunca mataste, nunca cometiste adulterio, nunca mentiste?
Se volvió hacia la multitud rugiente. Los miró a todos lentamente, uno por uno, y dijo:
– ¡Aquel de vosotros que se encuentre libre de culpa, que arroje la primera piedra!
La multitud retrocedió unos pasos. Hombres y mujeres gruñían sordamente y se esforzaban por apartar de ellos aquella mirada que les registraba las entrañas y la memoria. Los hombres se acordaron de todas las mentiras que habían dicho en su vida, de las iniquidades que habían cometido, de las veces que se habían acercado a la mujer del prójimo. Las mujeres se bajaron el pañuelo sobre el rostro y las piedras resbalaron de sus manos.
A la vez que los andrajosos vencían, el viejo Zebedeo enloqueció de cólera. Jesús se volvió para mirar nuevamente a todos, uno por uno, en el fondo de los ojos.
– ¡Aquel de vosotros que se encuentre libre de culpa, que arroje la primera piedra!
– Yo-rugió Zebedeo-. Dame tu piedra, Barrabás. Un cielo sin nubes no teme al trueno. ¡Yo la arrojaré!
Barrabás se regocijó, le dio la piedra y se apartó. Zebedeo avanzó hasta colocarse junto a Magdalena y sopesó la piedra en la mano para descargarla sobre la cabeza de la mujer. Magdalena estaba encorvada, hecha un ovillo a los pies de Jesús, y se sentía tranquila. Sentía que allí no temía la muerte.
Los andrajosos miraron a Zebedeo, exasperados. Uno de ellos, el más demacrado, le gritó:
– ¡Eh, viejo Zebedeo! Existe un Dios. Tu brazo quedará paralítico. ¿No tienes miedo? Recuerda: ¿nunca comiste la comida del pobre? ¿Nunca vendiste al mejor postor la viña del huérfano? ¿Nunca entraste de noche en la casa de una viuda?
El viejo pecador lo escuchaba, sopesando la piedra, indeciso. De pronto lanzó un alarido: su brazo se volvió inerte y cayó junto al cuerpo; la enorme piedra rodó sobre su pie y le aplastó los dedos.
– ¡Milagro! ¡Milagro! -gritaron de alegría los andrajosos-. ¡Magdalena es inocente!
Barrabás enloqueció de rabia. Su rostro picado de viruelas se congestionó y se tornó completamente rojo. Se abalanzó sobre el hijo de María y lo abofeteó. Jesús, sereno, le ofreció la otra mejilla:
– Abofetea también la otra mejilla, Barrabás, hermano mío -dijo.
La mano de Barrabás se entumeció y el cabecilla abrió desmesuradamente los ojos. ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué era? ¿Un espectro, un hombre, un demonio?
Retrocedió y lo miró espantado.
El hijo de María repitió:
– Abofetea también la otra mejilla. Barrabás, hermano mío.
Entonces apareció Judas; había presenciado la escena oculto a la sombra de una higuera, observándolo todo sin despegar los labios. Poco le importaba que muriese o no Magdalena, pero le regocijaba oír a Barrabás y a los andrajosos cantar cuatro verdades a Zebedeo. Cuando vio aparecer a Jesús, con su nueva sotana blanca, en la orilla del lago, su corazón comenzó a latir aceleradamente. «Ahora se demostrará -murmuró- quién es, qué quiere, qué tiene que decir a los hombres.» Aguzó pues el oído. Pero la primera palabra pronunciada por Jesús le desagradó: «¡Hermanos!» Frunció el entrecejo. «Aún no comprendió -murmuró-. No todos somos hermanos; los israelitas no son hermanos de los romanos y ni siquiera son hermanos entre sí. Los saduceos, vendidos a los enemigos, no son nuestros hermanos, como tampoco lo son los jefes de la ciudad, todos aquellos que obedecen al tirano y colaboran con él… ¡Comienzas mal, hijo del carpintero! ¡Anda con cuidado!» Pero cuando vio que Jesús ofrecía la otra mejilla, sin cólera, con una dulzura altiva e inhumana, sintió miedo. «¿Qué es este hombre? -gritó su fuero interno-. Sólo un ángel puede ofrecer aun la otra mejilla… Sólo un ángel o un perro…»
De un par de zancadas llegó a Barrabás y le cogió el brazo en el momento en que se aprestaba a descargarlo sobre el hijo de María.
– ¡No lo toques! -le dijo con voz sorda-. ¡Vete!
Barrabás miró a Judas, aturdido. Ambos pertenecían a la misma cofradía y a menudo habían entrado juntos en las aldeas y en las ciudades para dar muerte a los traidores. Y ahora…
– ¡Judas! -murmuró-. ¿Tú? ¿Tú?
– Sí, yo. ¡Vete!
Barrabás aún vacilaba. El puesto de Judas en la cofradía era superior y no podía enfrentarse a él. Pero el amor propio le impedía marchar.
– ¡Vete! -ordenó de nuevo el pelirrojo.
El cabecilla agachó la cabeza y lanzó una mirada furiosa al hijo de María.
– ¡No te me escaparás! -murmuró apretando los puños-. ¡Ya nos volveremos a ver!
Se volvió hacia los suyos y ordenó entre dientes:
– En marcha.
XIII
El sol estaba a punto de tocar el borde del cielo, el horno del día se apagaba. Cedió el viento y el lago comenzó a despedir reflejos azules y rosados. Algunas cigüeñas, apoyadas en una sola pata sobre las rocas, clavaban los ojos en el agua; aún tenían hambre.
Los menesterosos no despegaban la mirada del hijo de María; esperaban y no querían irse. ¿Qué esperaban? Habían olvidado el hambre y el desamparo en que vivían, habían olvidado la crueldad de los propietarios que no se resignaban a dejar algunos granos en sus viñas vendimiadas para calmar el hambre de los pobres. Habían recorrido los viñedos desde la mañana, pero sus cestas estaban vacías. Lo mismo ocurrió en la época de la siega. Recorrieron los campos, pero sus bolsas quedaron vacías. Sus hijos los esperaban todas las noches con la boca abierta, pero no llevaban nada a casa. Ahora, sin saber por qué ni cómo, era como si los cestos se hubieran llenado de repente. Miraban a aquel hombre vestido de blanco que estaba ante ellos y ya no sentían deseos de alejarse… Esperaban ¿Qué? No lo sabían.
El hijo de María los miraba y también él esperaba. Sentía que todas aquellas almas estaban pendientes de sus labios. ¿Qué querían de él? ¿Qué esperaban de él? ¿Qué podía darles, si nada tenía? Continuaba mirándolos, y de pronto sintió que le invadía el pánico. Hizo un movimiento para irse, pero se avergonzó. ¿Qué sería de Magdalena, que estaba hecha un ovillo a sus pies? ¿Y cómo dejar abandonados a la desesperación a todos aquellos hombres que lo miraban apasionadamente? ¿Huir?, ¿Adonde?
Dios está en todas partes. Su gracia lo empujaba donde quería. No su gracia, su omnipotencia. El hijo de María sentía ahora que su casa era aquella tierra, que no tenía otro hogar. Sentía también que su desierto eran los hombres, que no tenía otro desierto. Inclinó la cabeza y murmuró: «Señor, hágase tu voluntad», y se rindió a merced de Dios.
Un anciano se desprendió de la multitud de andrajosos, avanzó hacia él y dijo:
– Hijo de María, tenemos hambre pero no es pan lo que esperamos de ti. Eres pobre como nosotros. Abre la boca, dinos palabras reconfortantes y quedaremos saciados.