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Un joven cobró valor y dijo:

– Hijo de María, el infortunio nos estrangula y nuestro corazón ya no resiste. Tú has dicho que traías un mensaje de esperanza. ¡Dilo, pues, y libéranos!

El hijo de María miraba a los hombres y escuchaba la llamada de la libertad y el hambre. Se sintió lleno de alegría. Como si esperara aquel grito desde hacía años, se volvió hacia el pueblo con los brazos abiertos y dijo:

– ¡En marcha, hermanos!

Y repentinamente el pueblo, como si también esperara desde hacía años aquella llamada, como si escuchara por primera vez su nombre, su verdadero nombre, se sintió también lleno de alegría.

– ¡En marcha, en nombre de Dios! -rugieron al unísono.

El hijo de María se puso a la cabeza de los menesterosos. Una colina redondeada, aún verdeante en pleno verano, se alzaba a la orilla del lago. El sol la Había castigado durante todo el día y ahora, en la suavidad del crepúsculo, difundíase allí el perfume del tomillo y de la ajedrea. En otro tiempo debió haberse alzado en la cima un templo de idólatras pues aún se encontraban por tierra algunos restos de capiteles esculpidos y, por la noche, los pescadores visionarios veían, mientras pescaban en el lago, un fantasma blanco que iba a sentarse sobre los trozos de mármol. Una noche el viejo Jonás hasta lo había oído llorar. Caminaban, transportados de entusiasmo, hacia aquella colina. Abría la marcha el hijo de María y lo seguía la horda de pobres.

La anciana Salomé se volvió en ese momento hacia su hijo menor, y le dijo:

– Hijo mío, dame el brazo. Vayamos también nosotros. -Tomó la mano de María y añadió-: María, no llores. ¿No has visto un resplandor en torno del rostro de tu hijo?

– No tengo ningún hijo, ya no tengo hijo -respondió la madre y estalló en sollozos-. Todos los menesterosos tienen un hijo, pero yo no tengo ninguno…

Lloraba, se lamentaba y caminaba. Ahora estaba segura de que su hijo la había abandonado para siempre. Cuando había corrido para echarse en sus brazos y llevárselo a casa, él la había mirado sorprendido, como si no la reconociera. Y cuando ella le había dicho: «Soy tu madre», Jesús había alargado la mano y la había rechazado.

El viejo Zebedeo vio que su mujer seguía a la multitud. Hizo una mueca, empuñó el garrote y, volviéndose hacia su hijo Santiago y sus dos compañeros Felipe y Natanael, les señaló el tropel bullicioso y agitado.

– Esas gentes son lobos hambrientos… ¡malditos sean! Vayamos también nosotros a gritar con ellos para que no nos confundan con carneros y nos devoren. ¡Sigámoslos! Y estad preparados para ridiculizar cualquier cosa que diga, sea lo que fuere, ese chiflado de hijo de María. ¿Entendéis? Hay que cortarle las alas. ¡Adelante y abrid los ojos!

En aquel momento aparecieron los dos hijos de Jonás. Pedro llevaba a su hermano de la mano y le hablaba serena, tiernamente, para no enfurecerlo. Pero el otro miraba emocionado la multitud que ascendía y al hombre vestido de blanco que la conducía.

– ¿Quiénes son? ¿Adónde van? -preguntó Pedro a Judas, que permanecía aún en el camino, indeciso.

– El hijo de María… -respondió el pelirrojo con el ceño fruncido.

– ¿Y el tropel que lo sigue?

– Los pobres que espigan los restos de la vendimia. Lo vieron y lo siguieron. Parece que va a hablarles.

– ¿Hablarles de qué? Apenas sabe contar hasta cuatro.

Judas se encogió de hombros.

– ¡Ya veremos! -Gruñó y echó a andar también él camino arriba.

Dos mujeres obesas y de tez cetrina volvían de los viñedos, agotadas, acaloradas y llevando en equilibrio sobre sus cabezas dos grandes cestas repletas de uvas. La compañía las tentó y siguieron a los tres hombres. «Vayamos también nosotras; así pasaremos el tiempo», pensaron para sus adentros.

El viejo Jonás volvía a su casucha con la red al hombro. Tenía hambre y llevaba prisa. Vio a sus dos hijos y la multitud que ascendía por la colina y se detuvo con la boca abierta; sus ojos redondos de pez miraban. No pensaba en nada, no se preguntaba quién había muerto, quién se casaba, adonde iba toda aquella gente. No pensaba en nada; se limitaba a mirar con la boca abierta.

– ¡Ven con nosotros, profeta pescador! -le gritó Zebedeo-. Hoy es día de fiesta. Parece que se casa María Magdalena. ¡Ven a divertirte!

Los gruesos labios de Jonás se movieron; iba a hablar pero se abstuvo de hacerlo. Enderezó la red que llevaba a la espalda y se encaminó con pasos pesados hacia su casa. Al cabo de un rato, cuando llegaba a su choza, su mente dio a luz, después de muchos esfuerzos: «¡Vete al diablo, Zebedeo, viejo bellaco!» murmuró. Empujó la puerta y entró.

En el momento en que el viejo Zebedeo llegó con sus compañeros a la cima de la colina, Jesús estaba sentado en un capitel y aún no había despegado los labios, como si los esperara. Frente a él, los pobres sentados con las piernas cruzadas, y las mujeres en pie, lo miraban. El sol se había puesto, pero el monte Hermón, hacia el norte, aún conservaba luz en su cresta.

Jesús había cruzado los brazos sobre el pecho y miraba la luz que luchaba con las sombras. A veces posaba lentamente la mirada en los rostros de los hombres, que no despegaban de él los ojos; rostros arrugados, dolientes, secados por el hambre. Aquellos ojos, fijos en él, lo miraban como si la culpa fuera suya, como si le hicieran reproches.

Apenas vio a Zebedeo y sus acompañantes, se levantó y les dijo:

– Sed bienvenidos. Acercaos todos a mí. Mi voz es débil y quiero hablaros.

Zebedeo, anciano de la aldea, se adelantó y fue a colocarse en una piedra prominente. A su derecha se pusieron sus dos hijos y Felipe y Natanael, a su izquierda Pedro y Andrés. Atrás, de pie en el grupo de mujeres, estaban la anciana Salomé y María, la mujer de José. La otra María, Magdalena, estaba echada a los pies de Jesús, con el rostro oculto entre las manos. Apartado, bajo un pino retorcido por los vientos, esperaba Judas. Fijaba sus ojos azules y duros, a través de las hojas del pino, en el hijo de María.

Jesús temblaba y se esforzaba por infundirse valor. Aquel instante que temía desde hacía muchos años había llegado. Dios había vencido y lo había conducido por la fuerza adonde deseaba, frente a los hombres para que les hablara. ¿Qué les diría? Las pocas alegrías de su vida, la multitud de penas, la lucha con Dios cruzaban su espíritu como otros tantos relámpagos. Luego, cuanto había visto en sus paseos solitarios: las montañas, las flores, las aves, los pastores que llevan de vuelta al redil sobre los hombros a la oveja extraviada, los pescadores que arrojan la red para coger peces, los labradores que siembran, siegan, avientan y llevan a sus casas la cosecha… El cielo y la tierra se desplegaban para volver a cerrarse dentro de él, con todas las maravillas de Dios, y no sabía cuál elegir para comenzar. Todo, ansiaba revelarlo todo para consolar a los inconsolables. El mundo se mostró ante él como un cuento de Dios, como un cuento semejante a los que le contaba su abuela materna para divertirle, lleno de ogros y de hijas de reyes. Dios se inclinaba ahora desde el cielo y se lo contaba a los hombres.

Abrió los brazos y sonrió:

– Hermanos -dijo, y su voz, aún vacilante, temblaba-, hermanos, perdonadme si os hablo con parábolas. Soy un hombre sencillo, tengo poca instrucción y soy tan pobre como vosotros; mi corazón tiene mucho que deciros, pero mi espíritu no puede explicarlo. Abro la boca y, sin querer, las palabras que afloran a mis labios toman la forma de un cuento. Hermanos, perdonadme, os hablaré valiéndome de parábolas.

– ¡Te escuchamos, hijo de María! -gritó el pueblo-. ¡Te escuchamos!

Jesús volvió a hablar:

– El sembrador salió a sembrar su campo. Mientras sembraba cayó una semilla en el camino; acudieron las aves y la comieron. Otra semilla cayó entre las piedras y, al no hallar tierra para nutrirse, se secó. Otra cayó entre las espinas y, al crecer, las espinas la ahogaron. Por último, otra cayó en tierra fértil, echó raíces, germinó una espiga, dio frutos, y alimentó a los hombres. ¡Aquel de vosotros, hermanos, que tenga oídos, que oiga!

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