Todo el mundo calló; se miraban unos a otros, perplejos. Pero el viejo Zebedeo, que buscaba un pretexto para armar alboroto, dijo:
– No comprendo, perdóname. Tengo oídos, ¡alabado sea Dios!, tengo oídos y oigo, pero no comprendo. ¿Qué quieres decir? ¿No puedes hablar más claramente?
Lanzó una carcajada burlona, se acarició orgullosamente la barba blanca y añadió:
– ¿Acaso eres tú el sembrador?
– Soy yo -respondió Jesús con humildad.
– ¡Dios nos libre! -dijo el viejo golpeando el suelo con el garrote-. ¿Y nosotros somos las piedras, las espinas de los campos donde siembras, no es cierto?
– Lo sois -respondió con la misma serenidad el hijo de María.
Andrés aguzó el oído. Miraba a Jesús y su corazón latía aceleradamente. De modo semejante a cuando encontró por vez primera a Juan Bautista a orillas del Jordán, devorado por el sol y vestido con una piel de fiera. La oración, las vigilias y el hambre lo habían corroído por entero. De él no quedaban más que los inmensos ojos, dos brasas, y una garganta que proclamaba: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios!» Gritaba y las olas se alzaban en el Jordán, y las caravanas se detenían pues los camellos no podían continuar avanzando. Pero aquel hombre que estaba frente a él sonreía y su voz era serena e insegura, como la voz de un ave joven que ensaya sus primeros trinos, y sus ojos, en lugar de quemar, acariciaban. El corazón de Andrés volaba de uno a otro, deslumbrado.
Poco a poco, Juan iba apartándose de su padre y acercándose a Jesús. Ya estaba a punto de llegar a sus pies cuando Zebedeo lo vio y se acrecentó su furor. Estaba harto de los falsos profetas; día a día los veía surgir, arrastrando al pueblo a su perdición. Y todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, acusaban a los propietarios, a los sacerdotes, a los reyes. Ansiaban socavar cuanto este mundo tenía de bueno y sólido. ¡Y ahora, lo que había que ver, ese zarrapastroso hijo de María, se declaraba profeta! «¡Ah, deberé retorcerle el pescuezo antes de que se haga demasiado fuerte!», pensó.
Se volvió para ver qué pensaba la multitud, para infundirse valor. Vio que su hijo mayor Santiago fruncía el entrecejo, pero no sabía si lo hacía por angustia o por cólera; vio que su mujer se había acercado y que se enjugaba los ojos; vio a los menesterosos y se asustó: todos aquellos hambrientos miraban al hijo de María con la boca abierta, como pajarillos que esperan a que la madre les ponga la comida en el pico.
– ¡Idos al diablo, andrajosos! -murmuró, encogiéndose de hombros junto a su hijo-. Más valdrá que no hable… ¡no quiero meterme en líos!
Oyóse una voz tranquila y patética. Había hablado alguien que estaba sentado a los pies de Jesús. Los que se hallaban tras él se levantaron para verlo. Se trataba del hijo menor de Zebedeo, que se había arrastrado lentamente hasta los pies de Jesús, adelantaba la cabeza y le hablaba:
– Eres el sembrador -decía- y nosotros somos las piedras, las espinas y la tierra. Pero ¿cuál es tu semilla?
Aquel rostro puro, cubierto de un ligero vello, estaba inflamado; sus grandes ojos negros miraban a Jesús con angustia. Aquel cuerpo tierno, tembloroso, estaba crispado y aguardaba. Presentía que de la respuesta que recibiera dependería toda su vida. Esta vida y la otra.
Jesús se había inclinado para escuchar. Permaneció en silencio durante largos instantes. Oía los latidos de su corazón y se esforzaba por hallar palabras sencillas, cotidianas, inmortales. Bañaba su frente un sudor cálido.
– ¿Cuál es tu semilla? -volvió a preguntar ansiosamente el hijo de Zebedeo.
De pronto Jesús se irguió, abrió los brazos y se inclinó sobre los hombres:
– ¡Amaos los unos a los otros! -El grito partió desde el fondo de su ser-. ¡Amaos los unos a los otros!
Apenas hubo pronunciado aquellas palabras, sintió que su corazón se había vaciado y se dejó caer en el capitel, agotado.
Oyóse un murmullo. El pueblo no comprendía; muchos sacudieron la cabeza y otros rieron.
– ¿Que dijo? -preguntó un anciano que no había oído bien.
– Que nos amemos los unos a los otros, según parece.
– ¡Eso es imposible! -dijo el viejo, súbitamente enfurecido-. El que tiene hambre no puede amar al que está saciado. La víctima no puede amar al que la hace sufrir. ¡Eso es imposible! ¡Vayámonos!
Judas, apoyado en el pino, se mesó con rabia la barba roja.
– ¿Es eso lo que has venido a decirnos, hijo del carpintero? -murmuró-. ¿Es ésa la buena hueva que nos traes? ¿Que amemos inclusive a los romanos? ¿Que alarguemos el cuello, como tú ofreciste la otra mejilla, y que digamos: «Hermano mío, degüéllame»?
Jesús oyó murmullos, vio los rostros sombríos, las miradas duras. Comprendió. La amargura invadió su rostro; reunió todas sus fuerzas y se levantó:
– ¡Amaos los unos a los otros! ¡Amaos los unos a los otros! -repitió. Su voz era suplicante y obstinada-. ¡Dios es amor!
Antes yo pensaba también que era salvaje, que tocaba las montañas y éstas ardían, que tocaba a los hombres y los fulminaba. Me sepulté en el Monasterio para desembarazarme de él; caía con el rostro en tierra y esperaba. Me decía: ahora vendrá, ahora se abatirá sobre mí como un rayo. Y acudió una mañana, sopló sobre mí como una brisa fresca y me dijo: «¡Levántate, hijo mío!» Me levanté y vine. ¡Heme aquí!
Cruzó los brazos e inclinó el busto, como si saludara a los hombres.
El viejo Zebedeo tosió, escupió y apretó su garrote:
– ¿Que Dios es una brisa fresca? -gruñó en voz baja, enfurecido-. ¿No tienes vergüenza, sacrílego?
El hijo de María continuaba hablando. Avanzó hacia los hombres y se mezcló con ellos; los miraba uno por uno, les suplicaba uno por uno, iba y venía, alzaba los brazos al cielo:
– Es un padre -decía- y no deja de consolar ninguna pena, de restañar ninguna herida. Cuanto más sufrimos, cuanta más hambre sentimos en esta tierra, más nos sentiremos saciados, más nos regocijaremos en el cielo…
Se sintió cansado y volvió a sentarse en el capitel.
– ¡Nos darán de comer perdices después de muertos! -gritó alguien. Estallaron carcajadas.
Jesús, absorto, no oyó.
– Felices los que tienen hambre y sed de justicia… -gritó.
– La justicia no basta -rugió uno de los hambrientos-, la justicia no basta. ¡También queremos pan!
– Y pan -dijo Jesús en un suspiro-, y pan. Dios los saciará. Felices los que sufren; Dios los consolará. Felices los pobres, los humildes, los oprimidos. Para ellos, para vosotros, los pobres, los humildes, los oprimidos, Dios preparó el reino de los cielos.
Las dos mujeres obesas que permanecían en pie con las cestas de uvas sobre la cabeza, cambiaron una rápida mirada y, sin pronunciar palabra alguna, bajaron los cestos y comenzaron, una a la derecha y otra a la izquierda, a distribuir las uvas entre los pobres. Echada a los pies de Jesús, Magdalena no se atrevía aún a levantar la cabeza y mostrar su rostro a los hombres. Pero a escondidas y cubierta por sus cabellos, besaba los pies del hijo de María.
Santiago ya no soportaba aquello; se levantó y se fue. Andrés se desprendió de las manos de su hermano y fue a colocarse ante Jesús, enfurecido.
– Yo llego del Jordán -le gritó- donde un profeta proclama: «¡Los hombres son briznas de paja y yo soy el fuego! ¡He venido para quemar, para purificar la tierra, he venido para quemar, para purificar las almas de modo que el Mesías pueda entrar en ellas!» ¿Y tú, hijo del carpintero, predicas el amor? Pero, ¿acaso no miras a tu alrededor? ¿No ves a los embusteros, los asesinos, los ladrones, los miserables, no ves a todos, ricos y pobres, opresores y oprimidos, escribas y fariseos, a todos, a todos? ¡Yo también soy un embustero y un miserable, lo mismo que mi hermano Pedro y que Zebedeo, el viejo de la barriga llena que oye la palabra amor y piensa en sus barcas, en sus esclavos y en el modo de robar lo más posible en el lagar!