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IX

Mientras los hombres de Zebedeo recogían las redes, y la mañana, virgen como si acabara de salir de las manos de Dios, caía sobre el lago, el hijo de María caminaba junto a Santiago, hijo mayor de Zebedeo. Habían dejado atrás Magdala. De cuando en cuando se detenían para consolar a las mujeres que se lamentaban por la pérdida del trigo y luego reanudaban el camino. Santiago también había pasado la noche en Magdala. Le había sorprendido allí la tormenta y había dormido en casa de un amigo. Se había levantado antes del alba para ponerse enseguida en camino.

Andaba chapoteando el barro en la incierta luz azulada y se apresuraba para llegar cuanto antes al lago de Genezaret. La amargura que le había provocado cuanto había visto en Nazaret comenzaba a depositarse, suavizada, en el fondo de su ser, y el zelote crucificado se había transformado ya en un recuerdo remoto. Las barcas de pesca, los hombres y los cuidados cotidianos reinaban de nuevo en su espíritu. Saltaba sobre los surcos abiertos por la lluvia, el cielo reía, los árboles goteaban, las aves se despertaban y todo desbordaba alegría. Pero cuando comenzó a aclarar, Santiago percibió las eras saqueadas por el diluvio y la cosecha de trigo y centeno arrastrada por las aguas. Los campesinos habían corrido con sus mujeres a los campos y habían entonado lamentaciones. De pronto, inclinado junto a dos viejecitas, vio en una era devastada al hijo de María.

Crispó la mano que empuñaba el bastón y lanzó una blasfemia. La cruz, el crucificado, Nazaret volvieron a surgir en su espíritu. ¡Y ahora veía al crucificador llorando la pérdida del trigo con las mujeres! El alma de Santiago era ruda y obstinada y había heredado todas las características de su padre. Era hablador y ávido y no conocía la piedad. No se parecía a su madre Salomé, que era una santa mujer, ni a su hermano Juan, tan lleno de ternura. Apretó con fuerza el bastón, y furioso fue hacia la era.

En aquel instante el hijo de María se levantaba para reanudar la marcha. Las lágrimas aún se deslizaban por sus mejillas. Las dos ancianas le cogían las manos, las besaban y no le dejaban partir. ¿Quién hallaría, como aquel caminante desconocido, las palabras adecuadas para consolarlas?

– No lloréis, mujeres, no lloréis -les decía-. Volveré… -y liberaba suavemente sus manos de las manos arrugadas de las viejas.

Santiago sintió que su impulso lo abandonaba y se detuvo, estupefacto: los ojos del crucificador brillaban arrasados de lágrimas y tan pronto miraban hacia lo alto, hacia el cielo rosado y alegre, como hacia la tierra y hacia los hombres que se inclinaban, revolviendo el quejumbroso barro.

«¿Es ése el crucificador, es ése? Su rostro resplandece como el del profeta Elías», murmuró Santiago. Se apartó, turbado. El hijo de María acababa de salir de la era y vio a Santiago. Lo reconoció, se llevó la mano al corazón y le saludó.

– ¿Adónde vas, hijo de María? -dijo el hijo de Zebedeo suavizando la voz. Y sin esperar respuesta, añadió-: Vayamos juntos pues el camino es largo y nos hará bien la compañía.

«El camino es largo y no necesito compañía», pensó en su interior el hijo de María, pero no dejó traslucir su pensamiento.

– Vayamos juntos -dijo. Ambos tomaron por el camino empedrado que conducía a Cafarnaum.

Permanecieron durante algún tiempo sin hablar. De cada era ascendían los gritos de las mujeres. Los viejos, apoyados en el bastón, miraban cómo las aguas arrastraban el trigo, y los hombres, con el rostro ensombrecido, permanecían inmóviles en medio de sus campos segados y devastados. Algunos callaban y otros blasfemaban. El hijo de María lanzó un suspiro.

– ¡Ah! -murmuró-. ¡Si un hombre pudiera morir de hambre para que el pueblo no muriera de hambre!

Santiago clavó una mirada burlona en el rostro del hijo de María y dijo:

– Si pudieras transformarte en trigo para que el pueblo te comiera, y así no muriera de hambre, ¿lo harías?

– ¿Quién no lo haría? -dijo el hijo de María.

Los ojos de gavilán de Santiago pestañearon y sus gruesos labios se movieron para decir:

– Yo.

El hijo de María calló. El otro se sintió molesto.

– ¿Por qué habría de morir? -rugió-. Dios envió el diluvio; la culpa no es mía.

Lanzó una mirada feroz hacia el cielo:

– ¿Por qué Dios lo hizo? ¿Qué mal le había hecho el pueblo? No comprendo. ¿Comprendes tú, acaso, hijo de María?

– No hagas preguntas, hermano; es pecado. Yo también hacía preguntas hasta anteayer, pero ahora comprendo. La curiosidad es la serpiente que sedujo a las primeras criaturas y por ella Dios nos arrojó del Paraíso.

– No lo entiendo -dijo el hijo de Zebedeo, y apuró el paso.

La compañía del crucificador ya no le agradaba. Sus palabras le abrumaban y su silencio le resultaba aún más insoportable.

Llegaron a una loma, desde donde vieron centellear a lo lejos las aguas del lago de Genezaret. Las barcas ya se habían alejado de la costa y comenzaba la pesca. El sol ascendía, completamente rojo, sobre el desierto. En la orilla, una hermosa aldea estallaba de blancura en medio de la luz del día.

Santiago vio sus barcas y no pensó más que en los peces. Se volvió hacia su molesto compañero y le preguntó:

– ¿Adónde vas, hijo de María? Allá está Cafarnaum.

El otro inclinó la cabeza sin responder. Le avergonzaba decir que se encaminaba al Monasterio para santificarse.

Santiago alzó bruscamente la cabeza. Repentinamente se le había ocurrido un mal pensamiento.

– ¿No quieres decirlo? -rugió-. ¿Es un secreto?

Lo cogió por la barbilla y le alzó la cabeza.

– Mírame a la cara. Responde: ¿quién te envía?

El hijo de María suspiró y murmuró:

– No lo sé, no lo sé. Quizá sea Dios, quizá…

Se detuvo, pues el miedo había anudado su garganta. ¿Y si fuera el demonio quien lo enviaba?

Santiago estalló en una risa seca, llena de desprecio. Lo tenía cogido por el brazo y lo sacudía.

– ¿El centurión? -gruñó en voz baja-. ¿Tu amigo el centurión? ¿Te envía él?

Sí, seguramente lo enviaba el centurión para espiar. Nuevos zelotes habían aparecido en la montaña y en el desierto. Bajaban a las aldeas y hablaban furtivamente con el pueblo de venganza y libertad. El centurión sanguinario de Nazaret tenía en todas las aldeas hebreos vendidos que espiaban. Y el crucificador era sin duda uno de ellos.

Frunció el entrecejo, bajó la voz y lo arrojó lejos de sí brutalmente.

– Escucha lo que te diré, hijo del carpintero: aquí se separan nuestros caminos. Tú no sabes adonde vas, pero yo sí lo sé. Vete ahora; ya volveremos a hablar. Dondequiera que vayas, te seguiré, desdichado, y ten cuidado. Esto es todo cuanto te digo, pero recuérdalo bien: ¡no saldrás vivo del camino que has tomado!

Y sin tenderle la mano, echó a correr camino abajo.

Los pescadores habían apartado del fuego la olla de cobre. Se sentaron formando círculo; Zebedeo fue el primero que adelantó la cuchara de madera, eligió la dorada más hermosa y comenzó a comer.

El más viejo de los presentes alargó el brazo para detenerlo.

– Patrón -dijo-, hemos olvidado la oración.

Con la boca llena, el viejo Zebedeo alzó la cuchara de madera y comenzó, sin dejar de masticar, a dar gracias al Dios de Israel: «Gloria a Ti, Señor, que proporcionas los peces, el trigo, el vino y el aceite con que se sustentan las generaciones de hebreos. Gloria a Ti, que así nos haces resistir hasta que llegue Tu día, en que serán dispersados nuestros enemigos y en que todas las naciones caerán a los pies de Israel, adorándola, y todos los dioses caerán a los pies de Adonay, adorándolo. Por eso, Señor, comemos, por eso nos casamos y tenemos hijos, por eso vivimos… ¡por amor a Ti!”

Tras lo cual se tragó la dorada casi entera.

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