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XXVI

Mientras tanto, Jesús y el centurión marchaban delante seguidos por el perro guardián Judas. Entraron en las callejuelas tortuosas de Jerusalén y se dirigieron hacia la torre situada cerca del Templo, que servía de palacio a Poncio Pilaros. El centurión fue el primero que despegó los labios y dijo:

– Rabí, mi hija está radiante de salud y piensa constantemente en ti. Cada vez que se entera de que hablas al pueblo, sale a escondidas de casa para ir a escucharte. Hoy ambos escuchábamos en el Templo tus palabras y ella quería correr a besar tus pies, pero yo la tenía firmemente agarrada de la mano.

– ¿Por qué no le permitiste satisfacer su deseo? -dijo Jesús-. Un instante basta para salvar el alma del hombre. ¿Por qué has dejado pasar ese instante, por qué frustraste esa oportunidad?

«¡Que una romana bese los pies de un judío!», pensó Rufo, avergonzado, pero nada dijo.

Empuñaba una fusta corta y apartaba al populacho bullicioso. Hacía un calor tórrido, los cuerpos desfallecían y había nubes de moscas; el centurión respiraba con repugnancia el aire judío; después de tantos años pasados en Palestina, aún no se había acostumbrado a la judiada. Cruzaban ahora el mercado, cubierto de esteras de paja; allí el aire era más fresco y acortaron el paso.

– ¿Cómo puedes hablar a estos perros? -dijo el centurión.

Jesús enrojeció y dijo:

– No son perros. Son almas, chispas de Dios. Dios es un incendio, centurión, y cada alma es una chispa de ese incendio. ) Hay que respetarla.

– Soy romano -respondió Rufo-, y mi Dios es romano. Abre caminos, construye cuarteles, lleva agua a las ciudades, coge sus armas y parte a la guerra. Marcha delante de nosotros y le seguimos. Y para los romanos, el alma de que hablas se confunde con nuestro cuerpo, y nuestro cuerpo lleva el sello de Roma. Cuando morimos, el alma y el cuerpo mueren juntos y lo que queda son nuestros hijos. Nuestros hijos son nuestra inmortalidad. Y perdóname, pero lo que dices del reino de los cielos nos parece un cuento de hadas.

Calló y al cabo de un momento añadió:

– Hemos nacido para gobernar a los hombres, y no se gobierna a los hombres con amor.

– El amor no está desarmado -dijo Jesús. Miró los ojos azules y fríos del centurión, sus mejillas recién afeitadas y sus manos rechonchas-. El amor también parte a la guerra y se lanza al asalto.

– Entonces no es amor -dijo el centurión.

Jesús inclinó la cabeza y pensó en su interior: «Debo hallar nuevos odres para poner en ellos el vino nuevo; necesito palabras nuevas.»

Llegaban al final de su camino. A la vez palacio y fortaleza, ante ellos se alzaba la torre que protegía entre sus muros al gobernador romano, el arrogante Poncio Pilatos. La raza judía le daba náuseas, y siempre que caminaba por las callejuelas de Jerusalén o que se veía forzado a hablar con judíos, se llevaba a las narices un pañuelo perfumado. No creía ni en los dioses ni en los hombres, y ni siquiera en Poncio Pilatos; en nada. Llevaba siempre, suspendida del cuello por una cadenilla de oro, una navajita afilada; con ella se abriría las venas el día que se sintiera harto de comer, de beber y de gobernar, o bien el día que el emperador lo enviara al exilio. Cuando oía a los judíos desgañitarse llamando al Mesías y pidiéndole que fuera a liberarlos, reía, mostraba la navajita afilada a su mujer y le decía: «Este es mi Mesías; él me liberará.» Pero su mujer apartaba el rostro y no le respondía.

Jesús se detuvo ante la gran puerta de la torre y dijo:

– Centurión, me debes un favor, ¿te acuerdas? Ha llegado el momento de que me lo pagues.

– Te debo toda la alegría de mi vida, Jesús de Nazaret -respondió Rufo-. Habla, que haré cuanto esté en mi poder para satisfacer tus deseos.

– Si me capturan, me encarcelan o me matan, no hagas nada por salvarme. ¿Me lo prometes?

Franqueaban la puerta de la torre. Los centinelas alzaron las manos y saludaron al centurión.

– ¿Es eso un favor? -preguntó Rufo, perplejo-. No comprendo a los judíos.

Dos negros gigantescos montaban guardia ante la puerta de Poncio Pilatos.

– Es un favor, centurión -dijo Jesús-. ¿Me das tu palabra?

Rufo hizo señas a los negros para que abrieran la puerta.

Enjuto, afeitado, de frente estrecha, ojos grises y duros y labios delgados, Pilatos alzó la cabeza y miró a Jesús, que se había detenido ante él. Estaba sentado en un alto trono decorado con águilas toscamente esculpidas y tenía un libro en las manos.

– ¿Eres tú Jesús de Nazaret, el rey de los judíos? -dijo burlonamente. Luego se llevó el pañuelo perfumado a las narices.

– No soy rey -respondió Jesús.

– ¿Cómo? ¿No eres el Mesías? ¿Acaso el Mesías no es el que tus compatriotas de la raza elegida esperan desde hace tantas generaciones para que los libere y se siente en el trono de Israel? ¿Y para que nos arroje a nosotros, los romanos? Entonces, ¿por qué dices que no eres rey?

– Mi reino no está en la tierra.

– ¿Y dónde está? ¿En el agua? ¿En el aire? -dijo Pilatos y lanzó una carcajada.

– En el cielo -respondió con calma Jesús.

– ¡Magnífico! -dijo Pilatos-. Te regalo el cielo. ¡Pero no toques la tierra!

Se quitó del dedo un grueso anillo, lo alzó para verlo al trasluz y miró la piedra roja, donde estaba grabada una calavera rodeada de la inscripción: «Come, bebe y regocíjate. He aquí lo que serás mañana.»

– Los judíos me repugnan -dijo-; no se lavan nunca y tienen un Dios a su imagen: sucio, con trenzas largas, rapaz, fanfarrón y rencoroso como un camello.

– Ese Dios ya ha alzado su puño sobre Roma -dijo tranquilamente Jesús.

– Roma es inmortal -respondió Pilatos y bostezó.

– Roma es la estatua gigantesca que al profeta Daniel se le apareció en una visión.

– ¿La estatua? ¿Qué estatua? Lo que vosotros deseáis cuando estáis despiertos lo veis luego en sueños. Vivís y morís viendo visiones.

– Precisamente así, con visiones, el hombre parte a la guerra. Y poco a poco la sombra toma cuerpo y se vuelve consistente; el espíritu se reviste de carne y baja a la tierra. El profeta tuvo aquella visión y, por el solo hecho de que la tuvo, tomará un cuerpo de carne, bajará a la tierra y destruirá a Roma.

– No sé qué admirar más, Jesús de Nazaret, ti tu audacia o tu imbecilidad. Creo que no tienes miedo a la muerte y por eso hablas con tal libertad. Me agradas. Cuéntame la visión de Daniel.

– El profeta Daniel vio una noche una inmensa estatua. Su cabeza era de oro, su pecho y sus brazos de plata, su vientre y sus muslos de bronce y sus pantorrillas de hierro; pero sus pies eran de arcilla. Lanzada por una mano invisible, una piedra cayó de pronto sobre los pies de arcilla y los aplastó. Y al instante toda la estatua -el oro, la plata, el bronce, el hierro- se desmoronó… La mano invisible, Poncio Pilatos, es el Dios de Israel, yo soy la piedra y la estatua es Roma.

Pilatos bostezó de nuevo.

– Comprendí -dijo con aire aburrido-; comprendo tu juego, Jesús de Nazaret, rey de los judíos. Insultas a Roma y quieres que me encolerice y ordene tu crucifixión para convertirte en héroe. Todo lo has tramado muy hábilmente. Sé que comenzaste a resucitar a los muertos y que preparas todo de tal modo que tus discípulos puedan proclamar más tarde que no estás muerto, que resucitaste y subiste al cielo… Pero llegas demasiado tarde, astuto amigo. He descubierto tu truco. No voy a matarte, no te convertiré en héroe y tú no vas a convertirte en Dios, como los otros. Te ruego que te saques esa idea de la cabeza.

Jesús guardaba silencio. Por la ventana veía resplandecer bajo el sol, inmenso, el Templo de Jehová, semejante a una fiera invisible en cuyas fauces negras y abiertas desaparecían hombres procedentes de todas partes como abigarrados rebaños. Pilaros jugaba con la cadenilla de oro; le avergonzaba pedir un favor a un judío, pero se veía obligado a hacerlo porque así se lo había prometido a su mujer.

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