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– Apuremos el paso, compañeros -dijo Pedro-. Retened el aliento y desviad la cabeza.

Pero Jesús se detuvo. Mateo, en pie a la puerta de la choza, empuñaba la caña de escribir, respiraba entrecortadamente y no sabía qué hacer: no se atrevía a quedarse allí pero tampoco quería entrar en la choza. Hacía mucho tiempo que ardía en deseos de ver de cerca al nuevo profeta que proclamaba la hermandad de todos los hombres ¿No había dicho un día: «Dios ama más al pecador que se arrepiente que al hombre que nunca pecó»? Y en otra ocasión había dicho: «No he venido al mundo para los virtuosos sino para los pecadores. Con ellos me agrada hablar y comer.» Y otro día, en que le preguntaron: «Maestro, ¿cuál es el nombre del verdadero Dios?», había respondido: «Amor.»

Durante muchos días y noches, Mateo había pensado en aquellas palabras. Decía, lanzando suspiros: «¿Cuándo lo veré para caer a sus pies?» Y ahora que estaba ante él no osaba alzar los ojos y mirarlo; permanecía allí con la cabeza gacha, inmóvil, esperando. ¿Qué esperaba? Jesús iba a partir y lo perdería para siempre.

Jesús avanzó hacia él y le dijo en voz baja, con tal dulzura que el publicano sintió derretírsele el corazón:

– Mateo… -el aduanero levantó los ojos; Jesús estaba ante él y lo miraba. Su mirada, dulce y todopoderosa, penetraba en las entrañas del publicano, cuyo corazón se apaciguaba y cuyo espíritu se iluminaba. Antes, el fondo de su ser tiritaba y ahora el sol caía sobre él y lo calentaba. ¡Qué alegría, qué certeza, qué reconciliación! ¡Era el mundo tan simple, y tan fácil la salvación!

Mateo entró, cerró los registros, tomó un cuaderno en blanco y se lo puso bajo el brazo, colgó del ceñidor el tintero de bronce y se colocó la caña de escribir en la oreja. Luego sacó la llave del ceñidor, cerró y la arrojó a la huerta. Cuando terminó se acercó a Jesús. Sus rodillas temblaban y se detuvo. ¿Debía acercársele o no? ¿Le tendería la mano el maestro? Alzó los ojos, miró a Jesús como si le implorara: «¡Ten piedad de mí!» Jesús le sonrió y le tendió la mano:

– Bienvenido, Mateo -dijo-. Ven conmigo.

Los discípulos, perplejos, se apartaron. El anciano rabino se inclinó al oído de Jesús y dijo:

– ¡Pero, hijo mío!… ¡Es un publicano! Has cometido una grave falta; debes obedecer la Ley.

– Anciano -respondió Jesús-, obedezco a mi corazón.

– Salieron de Nazaret y pronto dejaron atrás los huertos y llegaron a los campos. Soplaba un viento frío. A lo lejos resplandecía el monte Hermón, salpicado por las primeras nieves.

El rabino cogió de nuevo la mano de Jesús; no quería separarse de él sin antes "haberle hablado… Pero ¿qué podía decirle? ¿Por dónde comenzar? Al parecer, Dios le había confiado en el desierto de Idumea el fuego, que llevaba en una mano, y la simiente, que llevaba en la otra. ¿Será él quien haya de quemar el mundo para sembrar otro mundo nuevo?… El rabino miraba a Jesús a hurtadillas. ¿Debía creerle? ¿Acaso las Escrituras no dicen que el Elegido de Dios se parece a un árbol raquítico crecido entre las piedras y despreciado y abandonado por los hombres? «Quizá, quizá sea éste…», pensaba el anciano. Se apoyó en Jesús y le preguntó en voz baja para que no le oyeran los otros:

– ¿Quién eres?

– Vives cerca de mí desde hace tanto tiempo, desde el día en que nací, tío Simeón, ¿y aún no me reconoces?

El anciano Simeón se sobresaltó y murmuró:

– Es más de lo que mi espíritu puede concebir, más de lo que puede concebir…

– ¿Y tu corazón, tío Simeón?

– No lo escucho, hijo mío. Precipita al hombre en el abismo.

– En el abismo de Dios, le lleva a la salvación -dijo Jesús mirando al rabino compasivamente. Luego, al cabo de un momento, añadió-: ¿Te acuerdas, padre, de lo que vio en sueños el profeta Daniel en Babilonia? Es el sueño de la tribu de Israel. El Anciano de los Días estaba sentado en su trono; sus vestiduras eran blancas como la nieve y sus cabellos semejaban un vellón de carnero blanco. El trono estaba hecho de llamas y un río de fuego corría a sus pies. A su derecha y a su izquierda se sentaron los Jueces. Y entonces los cielos se abrieron y ¿quién descendió sobre una nube? Lo recuerdas sin duda, padre.

– El Hijo del hombre -respondió el viejo rabino, que desde hacía muchos años se alimentaba con aquel sueño. Hasta él mismo lo había visto en sueños.

– ¿Y quién es ese Hijo del hombre, padre?

Las rodillas del viejo flaquearon. Miró espantado a Jesús.

– ¿Quién? -murmuró, suspendido de los labios de Jesús-. ¿Quién?

– Yo -respondió Jesús con calma y posó la mano en la cabeza del anciano, como para bendecirlo.

El viejo rabino quiso hablar, pero sus labios no se juntaban.

– Adiós, padre -dijo Jesús, tendiéndole la mano-. Se te ha concedido el privilegio de ver, antes de morir, lo que deseaste apasionadamente durante toda tu vida. ¡Dios cumplió su promesa, anciano Simeón!

El rabino permaneció inmóvil, abrió desmesuradamente los ojos y lo miró… ¿Qué era aquel mundo que le rodeaba: tronos, alas, relámpagos blancos, nubes que descendían, y el Hijo del hombre sobre las nubes? ¿Soñaba? ¿Era quizás el profeta Daniel, y las puertas del futuro se habían abierto ante él y veía? Allí no había tierras, sino nubes. ¡Y aquel joven que le había tendido la mano y le sonreía no era el hijo de María, sino el Hijo del hombre!

Sintió vértigo. Plantó el báculo en el suelo, se apoyó en él para no caer y miró. Miraba a Jesús que se alejaba con su cayado de pastor bajo los árboles otoñales. El cielo estaba bajo y ya no podía contener la lluvia, que comenzaba a caer. Pronto las vestiduras del viejo rabino quedaron empapadas; se le pegaban al cuerpo; el agua chorreaba de sus cabellos y tiritaba. Pero aún permanecía en medio del camino, inmóvil, cuando Jesús, seguido de sus compañeros, ya había desaparecido entre los árboles. Bajo la lluvia y azotado por el viento, el anciano rabino continuaba viendo a aquellos hombres andrajosos y descalzos que marchaban, que subían… ¿Adonde iban? ¿Eran aquellos andrajosos, aquellos hombres descalzos, aquellos analfabetos los que prenderían fuego al mundo? Los designios de Dios son un abismo…

– Adonay, Adonay… -murmuró, y comenzaron a rodar lágrimas por sus mejillas.

XXII

Roma impera sobre las naciones; abre sus brazos todopoderosos e insaciables y recibe los navíos, las caravanas, los dioses y las cosechas de toda la tierra y de todos los mares. No cree en Dios y recibe en su corte, con irónica condescendencia, a todos los dioses: de la remota Persia, adoradora del fuego, a Mitra, hijo de Ahura-Mazda, cuyo rostro es un sol, montado en el toro sagrado que va a ser degollado; del país del Nilo, de mamas fecundas, a Isis, que busca en primavera, en los campos florecidos, los catorce trozos de su hermano y esposo Osiris, descuartizado por Tifón; de Siria, en medio de lamentos desgarradores, al maravilloso Adonis; de Frigia, tendido sobre un sudario y cubierto de violetas marchitas, a Atis; de la impúdica Fenicia, a Astarté, la de los mil esposos…; en suma, a todos los dioses y demonios de Asia y África; y de Grecia, al Olimpo de nevadas cumbres y al negro Hades.

Recibe a todos los dioses y abre todos los caminos; libra al mar de piratas y a la tierra de bandidos. Lleva al mundo el orden y la paz. Por encima de ella no hay nadie, ni siquiera Dios, y bajo ella están todos: dioses y hombres, ciudadanos y esclavos romanos. El Tiempo se enrolla en su mano como un manuscrito primorosamente iluminado. El Tiempo y el Espacio. «Soy eterna -dice altivamente, acariciando al águila de dos cabezas que plegó las alas ensangrentadas y descansa a los pies de su ama-. ¡Qué esplendor, qué alegría inalterable! ¡Soy todopoderosa e inmortal», piensa Roma. Y una ancha sonrisa se difunde por su rostro carnoso y cargado de afeites.

Sonríe, satisfecha, y ni siquiera se le ocurre pensar para quién abrió las rutas de la tierra y del mar, para quién se esforzó durante tantos siglos por llevar al mundo la paz y la seguridad. ¿Para quién triunfaba, concebía leyes, se enriquecía, se extendía por toda la tierra? ¿Para quién?

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